Bolsonaro, el autoproclamado mesías que ha radicalizado y desilusionado a Brasil
El presidente ganó en 2018 como respuesta a la corrupción que lastraba a la izquierda: no la ha combatido, la economía está tocada y su gestión del covid es escandalosa.
Jair Bolsonaro no se sonroja cuando se llama a sí mismo “mesías”. Es como se vendió en 2018, el candidato enviado por Dios para sacar a Brasil del pozo de la desconfianza generado por la corrupción que lastraba a la izquierda nacional, con una presidenta destituida -Dilma Rousseff- y un expresidente en la cárcel -Luiz Inacio Lula da Silva-. Parlamentario durante 30 años, militar retirado, defensor de la dictadura, tomó un país enrrabietado y lo hizo suyo con un 55% de los votos. La ultraderecha orgullosa, populista, al rescate.
De eso queda poco pero, aún así, en la primera vuelta de estas presidenciales, logró arrancar un 43,29% de los votos, se quedó a cinco de Lula, demostrando que sigue teniendo base, que está muy movilizada, y que todo es posible. Los sondeos de cara a la cita de este 30 de octubre, segunda vuelta, le son aún más propicios, dan empate técnico por el margen de error, con 49% para el PT y 45% para el actual mandatario. Decir que todo está en el aire no es recurrir a la frase hecha, es que es como están las cosas.
El líder del Partido Liberal ha agotado su mandato como 38º presidente de Brasil y se enfrenta a un país desilusionado por su gestión en lo político, descorazonado por su falta de humanidad en la pandemia de coronavirus, agobiado y agotado por las perspectivas económicas. En estas circunstancias, no debería haber mucha confianza que depositar en él, de nuevo, pero hay una realidad importante en la que se apoya Bolsonaro: hay mucha gente antiLula y, cuando sólo hay dos candidatos, toca elegir. El mandatario ha sacado todos los miedos del cajón, para ayudar: el miedo al fraude, las dudas sobre el reconocimiento de los datos, la amenaza de golpe. Casa con un líder que a veces ha parecido en estos años más trumpista que el propio Donald Trump.
Viento en cola
Jair Messias Bolsonaro (Glicério, São Paulo, 21 de marzo de 1955) era un conocido miembro de los conservadores de Brasil cuando dio el salto a la presidencia, rompiendo la tendencia a la elección de partidos de derechas clásicos, posicionando a los ultraderechistas en el Palacio de Planalto. Su principal rasgo era la nostalgia por la dictadura militar que mantuvo en un puño al país entre 1964 y 1985, que reivindica como “un hito histórico de la evolución política brasileña” sin cuyas obras Brasil sería “una republiqueta”.
Venía precedido de una violencia verbal extrema, en un país donde se debate con pasión, con discursos trufados de mensajes homofóbicos, racistas y misóginos, pero también de unos supuestos principios contra la corrupción que hizo que los ciudadanos, cansados de pasado y de no tener respuestas, le avalaron.
Su historia es la de un hombre que procede de una familia numerosa y pobre de inmigrantes italianos y alemanes y a los 14 años ya estaba enrolado en el servicio militar, “por la patria”. Alcanzó el grado de capitán. De esa época quedan sus ganas de más, registrada en documentos secretos producidos por el Ejército Brasileño en la década de 1980 que muestran que superiores de Bolsonaro lo evaluaron como dueño de una “excesiva ambición en realizarse financiera y económicamente”, y su pelea por mejoras salariales en las Fuerzas Armadas, que le valió hasta arrestos.
Ha confesado que entonces surgió en él el ansia de la política, transitando por varias formaciones hasta unirse al Partido Social Liberal (PSL) con el que se impuso en los últimos comicios. Sin embargo, algunos de sus allegados dicen que fue casualidad, que justo la vía política le sirvió para esquivar la persecución de sus superiores. Se enroló en el Partido Demócrata Cristiano y se hizo concejal de Río de Janeiro; en las elecciones de 1990 consiguió ser diputado federal por el mismo partido y después vendrían otros cuatro mandatos sucesivos.
Se hizo conocido por sus ideas nacionalistas, conservadoras y por sus críticas al comunismo y a la izquierda. De lo que no hay tanta constancia es de iniciativas parlamentarias de calado. Su actividad fue discreta, digamos, centrada en llevar la agenda del Ejército al Parlamento. Luego sumaría otro importante sector a su interés: los cristianos evangélicos, que son una de sus bazas electorales. Bolsonaro sigue siendo católico pero ha sido bautizado por los evangélicos, a instancias de su esposa, Michelle, que sí lo es, por lo que se le entiende como muy cercano a esa causa. Ella está justo ahora absolutamente implicada en la campaña, tratando de ganarse ese flanco, mientras que tres de sus cinco hijos están también en política: Eduardo, diputado federal; Flávio, diputado estatal en Río de Janeiro; y Carlos, concejal en Río.
Desde que anunció su candidatura en las últimas elecciones, Bolsonaro se mantuvo en el segundo puesto de preferencia electoral, detrás de Lula, pero un fallo del Tribunal Supremo Electoral (TSE) negó la posibilidad de que el exmandatario participara en los comicios, lo mandó a prisión y obligó a buscar un sustituto, Fernando Haddad, que no le llegaba ni a la suela del zapato. Bolsonaro se creció, entonces. Si había ya vencido a otras fórmulas tradicionales con problemas de gestión y liderazgo, tumbó gracias a la justicia a su máximo rival. Los brasileños lo quisieron, pero no por atractivo propio, sino por males ajenos, por cansancio del sistema, y así empezó como presidente el 1 de enero de 2019.
De nada valió la oposición de las mujeres, a las que ha ridiculizado sistemáticamente en su vida política. Por ejemplo, en 2017 fue condenado a indemnizar a la parlamentaria del PT María do Rosario Nunes tras decirle: “No la voy a violar porque ni eso merece”. El mandatario también ha confesado que concebir a su hija fue una “debilidad”. Polémicas que se suman a sus ataques a las minorías étnicas y a la comunidad LGTBI. “No hacen nada, creo que no sirven ni para procrear”, dijo de los ciudadanos negros de su país, ganándose una multa de casi 15.000 euros por usar “expresiones injuriosas, prejuiciosas y discriminatorias”. Sobre los homosexuales, defiende que se les golpee para “curarlos” y usa “marica” como uno de sus insultos más recurrentes.
La pena por la dictadura perdida es la puntilla a su carácter, que parece contener todos los “ismos” del mundo: en 2016 protagonizó uno de los episodios más polémicas como diputado porque su voto a favor de la destitución de la expresidenta Rousseff lo hizo en nombre del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, uno de los torturadores de la dictadura militar, que tuvo entre sus víctimas a la exmandataria.
Las tornas han cambiado
Bolsonaro tiene hoy las cartas levemente en contra. Lula, el candidato más querido, está en la calle y el Tribunal Supremo ha ratificado la anulación de las penas por corrupción que había en su contra, de hasta 25 años, cierto que por defecto de forma y no por absolución. Ha recuperado el liderazgo del Partido de los Trabajadores (PT), buque insignia de la izquierda, y recupera el entusiasmo perdido. Más allá de ese empuje, los brasileños saben ya lo que es Bolsonaro, tras su legislatura, y eso le ha restado empuje.
Su gestión ha estado marcada por el endeudamiento del país, la inseguridad alimentaria, los salarios estancados, la inflación y una catastrófica gestión del covid-19, desde posturas negacionistas propias de un foro de Internet pero no del mandatario de la mayor economía de América Latina.
Las familias brasileñas que no llegan a lo básico del día han pasado de ser el 17% en 2014 al 36,5% actual. Un 15% directamente pasa hambre, hay 125 millones de habitantes (de sus 212 millones totales) con carencias alimentarias leves o graves. Son datos reconocidos por el Gobierno que no se veían desde hacía 30 años. Ocho de cada diez ciudadanos no pudieron pagar sus deudas el julio pasado, añade la Confederación Nacional de Comercio de Bienes y Servicios, que explica además que la crisis llega a las clases bajas pero también a las trabajadoras y medias, que se habían consolidado notablemente bajo los Gobiernos de Lula y Dilma. Hoy los sectores vulnerables suponen la mitad del electorado, directamente, por lo que su descontento pesará en las urnas, en un país que entró oficialmente en recesión en 2021.
La inflación ha mejorado ligeramente en los dos últimos meses, de hecho en agosto ha bajado un 0,36% y es el segundo retroceso consecutivo, especialmente relacionado con la mejora en los combustibles, pero el acumulado anual sigue siendo del 9% y no hay brasileño que lo aguante. No sólo es consecuencia de un problema global (la guerra de Ucrania, la pospandemia), sino de la falta de políticas económicas de Bolsonaro, que prometió pero no hizo.
Los datos levemente mejorados le han servido para hacer campaña, pero ONG locales (Fundación Abrinq, Fenape, Care...) señalan que el respiro llega para los de arriba. Los de abajo estaban pasando hambre, así que el dinero va todo a comida, no a servicios, a ocio, a renovaciones. Se calcula que la pérdida de poder adquisitivo en las franjas más desfavorecidas llega al 16%, al menos, y pasa incluso cuando, es verdad, Bolsonaro ha logrado bajar el paro hasta el 9,1%; sin embargo, ha sido a costa de la precarización, los bajos salarios, los contratos temporales. Que en agosto duplicara el programa Auxilio Brasil, en plena campaña, cuando estaba raquítico no mejora las cosas, aunque persiste en que su fórmula de “las tres B” (Biblia, buey y bala) que lo catapultó en 2018 está viva, no es una quimera. Que hiciera algunas privatizaciones, como la de Electrobras, son gotas exitosas en un océano de fracasos.
Bolsonaro también renquea de empatía, por mucha biblia que blanda: la gestión de la pandemia, con más de 680.000 muertos, el segundo país con más fallecidos del mundo sólo por detrás de EEUU, también ha provocado críticas a este presidente negacionista. Era sólo una “gripecita” que no merecía su atención. Incluso el Senado pidió que Bolsonaro fuera imputado por crímenes contra la humanidad y ha sido investigado por los sobrecostes de las vacunas, mientras que la policía reclama que se le procese por la información falsa que distribuyó.
Se negó a confinar a la población, se mofaba del uso de la mascarilla, llamaba a su gente a no ser “llorones” ni “un país de maricas” y pelear contra el virus y no puso dinero en la sanidad, hasta el punto de que faltaban respiradores y hasta calmantes para entubar a los pacientes. Escenas de guerra llegaron de Brasil, hundiendo una reputación que aún gozaba de la buena salud de su primer año de tregua. Al final, se plegó, pero sin reconocer sus errores. Con la familia, los amigos y los compañeros cayendo alrededor, en condiciones inhumanas, pocos entendieron a su presidente.
El en punto de mira del ultra ha estado también la Amazonía brasileña. Indigenistas y expertos afirman que cada vez está más deforestada, con un récord de pérdidas desconocido en 15 años. Los seguidores de Bolsonaro dan la razón al presidente: creen que hay que seguir explotando los recursos naturales para generar más riqueza y que lo verde ya tal. El asesinato reciente del indigenista Bruno Pereira y del periodista británico Dom Phillips, en junio, hizo saltar todas las alarmas sobre la violencia en la zona, pero Bolsonaro no ha ahondado en el tema en campaña. Es por todo esto que los partidos de centroizquierda o verdes han decidido apoyar a Lula en esta segunda vuelta, porque dan la espalda al comportamiento de Bolsonaro en estos años.