Pequeños secretos dolorosos: el rostro invisible de la violencia
Hace unos días alguien comentaba en mi Facebook que, sin duda, las denuncias sobre “acoso callejero” eran exageradas y la mayoría de las veces tergiversadas. “Las mujeres actuales están a la defensiva”, explicó un comentarista, “al parecer todas olvidaron que un piropo es un halago”. Leo el comentario, pensando en todas las ocasiones en que he tenido que caminar muy rápido mientras un desconocido murmura insinuaciones sexuales unos pasos más atrás. Las veces en que siento miedo real, mientras un hombre me grita a todo pulmón alguna obscenidad. Todas las ocasiones en que he tenido que propinar empujones y codazos en servicios de transporte público porque un hombre intenta tocarme o manosearme. La inquietud real que provoca caminar por una calle vacía, sólo por ser mujer y saber que en el país donde vives, eso quiere decir que estás expuesta a un tipo de agresión silenciosa e incómoda. Me pregunto que pensaría mi invisible interlocutor si tuviera que vivir algo semejante a diario, cada día de su vida. Durante toda su vida.
Pero vayamos más allá. Me pregunto qué ocurriría con el animado comentarista de redes sociales si tuviera que admitir que corre el riesgo — cotidiano e incluso previsible — de sufrir una agresión sexual sólo por su género. Que debiera enfrentarse a la posibilidad que su forma de vestir, hablar e incluso comportarse puede ser considerada una invitación tácita para la violencia. Que no tuviera más remedio que asumir que, antes o después, sufrirá algún tipo de abuso sólo por el hecho que es admisible, que la sociedad asume que ocurrirá — y es inevitable — y, por tanto, normaliza la posibilidad de la violencia. Millones de mujeres en el mundo deben vivir bajo el puño del miedo a diario. Millones de mujeres en el mundo deben batallar todos los días con el hecho cierto que su seguridad personal depende de la percepción de la cultura en la que nació sobre su identidad y su rol. En medio de todo, la noción sobre la violencia sexual contra la mujer no sólo parece normalizarse sino además, interpretarse como un mal “previsible” dentro del conjunto de situaciones que toda mujer “debe soportar” alguna vez. Un pensamiento inquietante y temible con el que parece inevitable tropezar en todas partes.
Unas semanas atrás, encontré entre una serie de viejos apuntes sobre el tema que conservo, la noticia sobre la violación grupal que había sufrido una mujer brasileña hace un par de años. Se trató de un hecho salvaje, de inimaginable violencia. Un suceso tan brutal y cruel que sacudió los cimientos de la muy conservadora sociedad del país, aunque no para bien. De inmediato surgieron criticas contra la víctima y como si se tratara de un ciclo inevitable, la sociedad brasileña pareció más interesada en debatir sobre la conducta y comportamiento de la mujer violada, que sobre la espantosa agresión que había sufrido. El tema me dejó de nuevo apesadumbrada y de nuevo, me hizo hacerme las inevitables preguntas sobre cómo percibe nuestra cultura la violencia sexual contra la mujer, la manera en que la matiza, disculpa e incluso disimula en medio de un entramado de excusas culturales difusas. Abrumada, comento el tema mientras almuerzo con un grupo de amigos y de inmediato el debate se centra no sólo en el hecho sino también en la reacción machista que lo rodeó. Nadie recuerda el suceso. De hecho, alguien me comenta que debió ser “muy poco importante para olvidarlo con tanta facilidad”. Cuando finalmente logró que alguno de mis contertulios lo recuerde, varias opiniones insisten en apuntar a que no “todo estuvo muy claro” con respecto a lo ocurrido, como si un delito de una naturaleza tan violenta y total debiera ser analizado desde una perspectiva abierta a interpretación.
—Hablamos de una muchacha de dieciséis años que ya tiene tres hijos a cuestas — dice alguien en tono condescendiente —, no creo que todo sea tan simple como que un batallón de salvajes la violaron.
— Además, ha transcurrido todo este tiempo y no hay justicia — añade otra voz al fondo de la mesa — sin duda es que no todo era tan fácil como lo pintaron los medios.
La última frase provoca un murmullo de aprobación en la mesa. Me quedo muy quieta, entre asustada y entristecida. En alguna parte, leí que la chica perdió el conocimiento cuando el hombre número veintiocho la agredió. Que estaba tan drogada que no sabía qué ocurría y sólo sentía dolor y miedo. Que gritó hasta que comenzó a escupir sangre y entonces le dieron alcohol y más drogas. Que uno de los agresores la golpeó con el puño cerrado hasta que le rompió tres dientes. Entonces se quedó callada, testigo impotente y horrorizado de un tipo de violencia tan hórrida como impensable. Una agresión brutal que con toda seguridad destruyó su vida para siempre. Imagino el hecho, lo dibujo a detalles con los colores vivos de mi imaginación. Y siento miedo — uno muy real y profundo — mientras escucho a mis compañeros de mesa debatir con toda tranquilidad lo ocurrido desde la distancia del prejuicio.
—Lo que quiero decir es que no es ninguna inocente: tienes tres muchachos, estabas bebida y en compañía de treinta hombres — prosigue el primer opinador —, ¿qué se puede esperar de una mujer así? ¿Qué esperaba ella que le pasara?
— ¿Su historia personal puede hacerla víctima? — opino escandalizada. Mi amigo suelta una carcajada triste.
— Eso es ingenuidad. ¿Víctima? ¿Una víctima que no llega a los veinte y ya tiene la casa llena de chicos?
De nuevo, siento miedo. Por el rostro de la violencia escondido entre las palabras de mi amigo. Se trata de un buen hombre, un padre de familia con dos hijos pequeños. Un hombre decente, un caballero al que conozco hace más de diez años. Pero también, alguien que señala con un juicio moral directo y durísimo a la víctima. ¿Cuántos lo hacen a diario? ¿Cuantas veces todos apuntamos hacia la víctima para justificar la violencia? ¿Para tratar de entenderla mejor? Tomo una bocanada de aire. Realmente tengo miedo.
—¿O sea que se lo buscó? — digo sin disimular lo mucho que me enfurece la idea. El opinador levanta las manos en un gesto tranquilizador y se apresura a sacudir la cabeza.
— No, no. Pero…
Por supuesto que no, pero casi puedo escuchar el resto del argumento. No porque lo adivine ni lo pueda predecir, sino porque lo he escuchado cien veces. Porque en no sé cuántas ocasiones, he escuchado cómo se menosprecia a la víctima de una agresión semejante, cómo se menosprecia su dolor y angustia. Pero estaba bebiendo, dicen. Pero tiene tres hijos. Pero estaba con un grupo de hombres. Pero le fue infiel al novio, quien planeó toda la agresión para vengarse de ella. Pero era una muchacha “de la calle”. Pero… ¿Qué? ¿Hasta qué punto somos conscientes cuando disculpamos una acto de violencia inimaginable como lo es la violación por nuestros prejuicios? ¿Que cada vez que tratamos de explicar, justificar, atenuar, minimizar las consecuencias de una agresión sexual cimentamos la idea que es un delito donde la víctima también tiene responsabilidad? ¿Que en cada ocasión en que titubeamos al condenar una agresión sexual alentamos la posibilidad que otra posible víctima sea menospreciada, estigmatizada, señalada?
— Bueno, lo que ocurre es que lo estamos viendo como algo absoluto — salta alguien más — , o sea… Hablamos de que una chica que sabe lo que puede pasarle se va con treinta tipos borrachos y peligrosos. No es cultura de la violación, es que no podemos cuidarlas a todas.
— Eso no hace menos grave lo que le ocurrió — respondo.
— Grave o no, había maneras sencillas de evitarlo. Pero ella corrió el riesgo.
¿Correr el riesgo? ¿qué quiere decir eso?, me pregunto consternada. ¿Que todas las mujeres del mundo estamos sometidas y bajo la amenaza de la violencia? ¿Que la sociedad no puede hacer otra cosa que aceptar que antes o después ocurrirá? Un silencio incómodo se extiende en el grupo. Me pregunto si las demás mujeres que están sentadas a la mesa recuerdan todas las veces que les han dicho lo mismo cuando se sienten agredidas y violentadas por un hombre. Si alguna recuerda el terror que provoca caminar a solas por la calle de noche. Si recuerda la ocasión en que tuvo que soportar un insulto machista, acoso callejero o laboral. O esa ocasión en que alguien le dijo que “las mujeres no hacen eso”. O esa otra donde descubrió que su salario es mucho menor que su contraparte masculino. O esa vez que un tipo en una discoteca la tocó y la persiguió sólo porque llevaba una falda corta. Tantas pequeñas situaciones que hacen que seas muy consciente de lo mucho que se necesita profundizar en una cultura de equidad e inclusión. De todas las pequeñas heridas y grietas abiertas que exponen a la mujer al peligro, a la agresión, a la violencia sexista.
—Creo que ninguna mujer quiere que la cuiden — dice entonces una de las mujeres presentes. La noto pálida e incómoda. Yo también lo estoy — sino que prefiere no temer ni tener que preocuparse pueda ser agredida.
Recuerdo la vez en que corrí por el estacionamiento vacío de un centro comercial porque un hombre me persiguió, silbando y gritando groserías entre risas. O la ocasión en que una amiga me contó que un desconocido le acarició el trasero en medio de una multitud y que cuando lo apartó, recibió un bofetón del hombre por “gritona”. O esa vez en que una compañera de trabajo tuvo que soportar bromas sexuales de un compañero por temor a parecer “remilgada”. Una y otra vez, la percepción de la agresión sexual en cualquiera de sus formas parece oculta y disimulada bajo la percepción del prejuicio y el juicio moral. ¿Cuántas veces la mujer debe enfrentar la idea que puede “provocar” una agresión sexual? ¿Que no se trata de un crimen sino una discusión mezquina y durísima con respecto a sus decisiones sexuales y éticas? Pienso en todo eso, mientras la mesa se queda en silencio de nuevo. Nadie parece saber qué decir o qué hacer. Pienso en todas las veces en que ese silencio significativo me produce temor o algo muy parecido al desconsuelo. ¿Por qué resulta tan difícil asumir la idea que aún existe una serie de ideas que sostienen y cimientan la desigualdad entre géneros? ¿Por qué nadie analiza esa idea perenne sobre la mujer que resulta un cerco, un límite, una restricción moral absurda? ¿Qué ocurre cuando simplemente la tradición que menosprecia se normaliza hasta el punto de considerarse inevitable?
El silencio continúa. Quizás todos estamos recordando todas las veces en que hemos tenido que enfrentarnos a esa visión tan simple y dura sobre el género, la violencia, el miedo. Cada vez que alguien ha preguntado qué vestía una víctima de violación, en un impulso casi natural, normalizado por completo el pensamiento y la idea que una mujer puede merecer la violencia por la manera en que viste. Cada vez que uno de los presentes restó importancia al acoso callejero. Todas las veces en que todos hemos creído que la violencia “puede provocarse”, que la víctima tiene alguna responsabilidad en lo que le ocurre. Y más allá de eso, todas las veces que cada uno de nosotros ha sufrido la violencia machista, sin saberlo. Todas las veces que cada uno de los hombres sentados a la mesa ha tenido que responder “como un hombre”, sin saber muy bien que significa esa obligación confusa. Pórtate como un hombre. Los hombres no lloran. Deja de portarte como una mariquita. Eres un hombre, compórtate como tal. O todas las veces que las mujeres que estamos aquí, hemos alimentado ese estereotipo del macho ancestral. Las ocasiones en que hemos sostenido los estereotipos y arquetipos sobre lo masculino que son tan dañinos y violentos como los que se impone a la mujer. ¿Somos conscientes hasta qué punto soportamos el mismo peso social? ¿Hasta qué punto somos víctimas del mismo argumento fallido?
De nuevo, la brecha entre la necesaria defensa de las diferencias de género y también los derechos de la mujer, parece ser mucho más profunda de lo que podemos suponer. Y esa profundidad, ese silencio, esa ignorancia sobre lo que puede significar la agresión machista — y sus consecuencias — es cada vez más preocupante. Lo es, porque parece no sólo abarcar esa imposición cultural sobre lo que la mujer y el hombre pueden ser y más allá de eso, las implicaciones que esa insistencia en el deber ser puede acarrear. Esa visión distorsionada del género y también de la individualidad.