Penicilina y covid-19: la historia se repite
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Penicilina y covid-19: la historia se repite

Que Pfizer vaya a producir hasta 1.300 millones de dosis de su vacuna contra la covid-19 en 2021 es un alarde tecnológico, pero no es el primero.

tablets are scattered on a green backgroundokskaz via Getty Images

Por Manuel Peinado Lorca, catedrático de universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá:

Que la compañía farmacéutica estadounidense Pfizer vaya a producir hasta 1.300 millones de dosis de su vacuna contra la covid-19 en 2021 es un alarde tecnológico, pero no es el primero. En una carrera frenética que tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial, la empresa pudo fabricar toda la penicilina que necesitaban los aliados.

En 1932 ocurrieron dos hechos que serían cruciales en la génesis y la evolución de la Segunda Guerra Mundial. En noviembre de 1932 el partido nazi fue el más votado; ante la imposibilidad de lograr un consenso entre las demás fuerzas políticas, el presidente Hindenburg nombró canciller a Hitler y le ordenó formar gobierno. Ese mismo año, el bioquímico alemán Gerhard Domagk comprobó que la sulfanilamida era muy efectiva para contrarrestar las infecciones causadas por estreptococos en ratones de laboratorio. Gracias a este descubrimiento consiguió salvar la vida de su hija de seis años, que estaba a punto de morir debido a una infección.

Por ese hallazgo, Domagk recibió el Premio Nobel de Medicina y el ejército alemán dispuso del primer antibiótico de la familia de las sulfamidas, algo crucial para los preparativos bélicos de Hitler. Como era el primer y único antibiótico disponible, las “sulfas” tuvieron un papel central en la prevención de infecciones de heridas durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. El polvo de sulfa era parte del botiquín de primeros auxilios de los soldados a los que se les decía que esparcieran el polvo sobre cualquier herida abierta.

Pero las sulfonamidas no siempre funcionaban bien in vitro y tenían graves efectos secundarios in vivo. No solo eran ineficaces frente a salmonellas y rickettsias, las bacterias causantes ente otras enfermedades del tifus y de la fiebre de las Montañas Rocosas, sino que estimulaban su crecimiento. Otros problemas procedían de la manera en que son metabolizadas, ya que frecuentemente se obtienen productos tóxicos capaces de alterar la función celular e iniciar una respuesta inmunológica secundaria en individuos genéticamente predispuestos. En el otoño de 1937 al menos 100 personas resultaron envenenadas con sulfonamidas.

En Oxford, un equipo de bioquímicos dirigido por el australiano Howard Florey empezó a buscar una alternativa más eficaz y al hacerlo recordaron el papel de la penicilina que, en 1928, había descubierto accidentalmente Alexander Fleming cuando observó que sus cultivos de estafilococos habían sido contaminados por un hongo y las colonias bacterianas que lo rodeaban habían sido destruidas. Identificó el moho como perteneciente al género Penicillium y, después de algunos meses de llamarlo “jugo de moho”, el 7 de marzo de 1929 llamó a la sustancia penicilina.

Fleming publicó los resultados de su investigación en una memoria que aún hoy se considera un clásico en la materia, pero a la que por entonces no se prestó demasiada atención. También hizo un esfuerzo por convertir el descubrimiento en un medicamento utilizable, pero esa era una línea técnicamente compleja y en aquel momento él tenía otros objetivos de investigación, por lo que decidió no seguir con ella.

Uno de los miembros del equipo de bioquímicos de Oxford, Ernst Chain, se asombró al descubrir que la penicilina descubierta por Fleming no solo mataba a los agentes patógenos en ratones, sino que además carecía de efectos secundarios evidentes. Habían encontrado el medicamento perfecto: un fármaco capaz de destruir patógenos sin causar daños colaterales.

El problema, como ya había observado Fleming, era que resultaba muy difícil producir penicilina en cantidades suficientes. La cepa de Penicillium chrysogenum aislada por Fleming producía apenas dos miligramos de penicilina por cada litro de cultivo. Hoy, la selección de sucesivos mutantes superproductores y la mejora en las técnicas de fermentación realizadas por la industria biotecnológica, han logrado que se obtengan 60 g/l.

Bajo la dirección de Florey, en Oxford comenzaron a extraer cantidades minúsculas de penicilina, gracias, entre otras cosas, al trabajo paciente y minucioso de las llamadas “chicas de la penicilina”. A principios de 1941 disponían ya de la cantidad suficiente para probar el fármaco en humanos. Comenzó la carrera: era muy importante producir suficiente penicilina para las tropas aliadas, puesto que los alemanes ya usaban la sulfamida.

Como la guerra impedía seguir con la investigación en Europa, los ingleses cedieron sus resultados a Estados Unidos. Florey llevó muestras de penicilina a Andrew Moyer, un investigador del Departamento de Agricultura en Illinois. En pocas semanas, Moyer propuso mejoras en el proceso, consistentes principalmente en sustituir el cultivo en superficie que habían llevado a cabo en Oxford por una fermentación con cultivo sumergido.

¿Quién tendría experiencia en fermentaciones de cultivo sumergido en Estados Unidos? Sin duda Pfizer, una empresa química relativamente pequeña con sede en Brooklyn, Nueva York, que aprovecharía la experiencia que había desarrollado veinte años antes para producir ácido cítrico por fermentación en cantidades industriales.

El ácido cítrico es un ingrediente clave en los alimentos y bebidas, especialmente en los refrescos. Desde 1880 Pfizer había elaborado ácido cítrico de la forma tradicional, a partir de cítricos inmaduros, principalmente importados de Italia, pero la Primera Guerra Mundial complicó el suministro.

Ante la imposibilidad de importar cítricos desde Europa, la compañía había ideado una técnica para sintetizar ácido cítrico a partir de microorganismos cultivados en fermentadores en profundidad. Pfizer se había convertido en la principal productora de cítrico de Estados Unidos, donde había una gran demanda de este producto por la ya próspera industria de las bebidas azucaradas.

En un plazo de seis meses, y a pesar de las limitaciones de la guerra, Pfizer puso a punto una planta de 14 fermentadores de 28 500 litros cada uno. Hacía falta tanto volumen de reacción porque solo se producían cuatro gramos de penicilina por cada diez litros de caldo de cultivo y más del 60 % de ellos se perdía durante su purificación.

Utilizando reactores cada vez mayores, cepas de mayor productividad y mejores métodos de recuperación, en cinco años se multiplicó por 800 la producción de penicilina. En el plazo de un año, las compañías farmacéuticas estadounidenses producían 100 000 millones de unidades de penicilina al mes, suficientes para atender toda la demanda del ejército aliado.

El 6 de junio de 1944, unas semanas después de que el proceso industrial estuviera a punto, tuvo lugar una de las operaciones más famosas de la II Guerra Mundial: el Desembarco de Normandía. Ese día desembarcaron en Francia 150 000 soldados aliados. Todos contaban en su botiquín de campaña personal con una dosis de penicilina para utilizarla si eran heridos.

Unos años después, la penicilina se convirtió en un fármaco de uso generalizado, lo que cumplía el sueño que Fleming había tenido 25 años antes. Florey era un emigrante australiano y Chain un judío alemán. Con Pfizer, el desarrollo industrial de la penicilina se llevó a cabo en Estados Unidos.

Ugur Sahin y Özlem Türeci, los dos científicos que están detrás de la vacuna anti Covid-19, son dos alemanes de origen turco. Con Pfizer, el desarrollo industrial de la vacuna se lleva a cabo en Estados Unidos. La historia se repite.

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