Pandemia y pandemónium
El problema está en nuestro tipo de ejercicio político de confrontación antagonista.
Con la fase de control ha llegado la ansiada libertad después de meses de confinamiento. Eso sí, con responsabilidad. Una responsabilidad que no es tan sólo individual con las medidas de higiene, mascarillas y distancia física, sino en particular, pero no solo, de los gobiernos autonómicos en el control de la pandemia, y más en concreto, en lo que atañe a la atención y el aislamiento de los casos detectados y el seguimiento, testeo y en su caso confinamiento de sus contactos.
Pero, como era previsible, con la libertad también ha llegado el incumplimiento y la irresponsabilidad de algunos ciudadanos, el descontrol de brotes, la intervención y también la impotencia de algunos gobiernos de comunidades autónomas, la expectativa y la alarma de los sectores económicos y, de nuevo, el cruce de reproches con el Gobierno central. Otra vez.
Después del estado de alarma parecía que, con el fin del mando único, los gobiernos autonómicos de todos los colores abandonarían la lógica del agravio por unas competencias supuestamente perdidas y primaría la lógica de la cooperación y el cogobierno de la pandemia. Sobre todo después que las recientes elecciones hayan confirmado el respaldo a la colaboración y a la oposición moderada y, por contra, el fracaso de la estrategia de desestabilización de la derecha más dura.
Pero por ahora no ha sido así. Las CCAA se han encerrado en sí mismas, obsesionadas en demostrar su capacidad en solitario para cercenar los brotes. Mientras tanto, el Gobierno central ha ido sustituyendo el mando único del confinamiento por un ensayo de cogobierno de la desescalada, para ejercer ahora tan solo de gabinete experto, de registro parcial o de notario discreto de la dinámica de los rebrotes.
En todo caso, se ha demostrando con ello una flexibilidad en nuestro modelo autonómico, más allá de lo esperado, para adaptarse a las distintas fases de la lucha contra la pandemia.
Pero tampoco este papel secundario del Gobierno central ha servido para garantizar la necesaria cooperación y el cogobierno, como tampoco la tranquilidad, y mucho menos la unidad, para enfrentar los brotes en el complejo periodo de control de la pandemia.
En cuanto han aumentado los brotes, y algunos de éstos se han descontrolado en forma de transmisión comunitaria, los gobiernos de las comunidades autónomas afectadas y los partidos políticos de oposición, primero han vuelto atrás a la fase de la desescalada y la nueva normalidad para finalmente volver su mirada acusadora hacia el Gobierno central.
Unos y otros gobiernos autonómicos y oposición política, han vuelto a echar en falta una legislación ad hoc para la pandemia, en este caso más blanda que el estado de alarma, rodeado de un halo de imposición, pero un poco más dura que la incertidumbre del caso por caso sometido a supervisión judicial.
Pero al igual que no hay científicos proféticos ni gobiernos visionarios, tampoco existe un sistema sanitario organizado para la medicina de guerra ni una legislación sanitaria que aguante la casuística de una pandemia como la que estamos sufriendo.
Aún así, todavía hay quienes después de haber esgrimido la aplicación de las leyes ordinarias de salud pública contra la declaración del estado de alarma, ahora echan en falta modificaciones legales más actualizadas y situadas a medio camino, aunque saltarían como un resorte si al Gobierno Sánchez se le ocurriese dotar a las CCAA con el poder de limitar derechos fundamentales frente a la covid-19, como ha hecho recientemente el Gobierno alemán. Casualmente, son los mismos que después de debilitar con su gestión privatizadora el sistema sanitario aprovechan ahora la pandemia para cuestionar su efectividad y la de lo público en general.
Sin embargo, yo tengo la impresión desde un principio que no se trata de carencia de instrumentos legales ni de la inadecuación de las normas sanitarias. Tampoco del modelo del sanitario público ni de las manidas disfunciones del modelo autonómico para enfrentar la pandemia. Creo que en estos aspectos institucionales somos equiparables y en algunos superiores a nuestro entorno.
Ha habido, sin embargo, quien ha querido ver en la gestión del Gobierno o en alguno de estos factores institucionales la mayor incidencia de la pandemia en nuestro país. Lo que no han dicho es por qué entre modelos de estado centralistas, compuestos y federales, se ha producido de todo: entre regulares, malos y peores efectos de la pandemia. Quizá porque la transmisión de la misma no depende tanto de las instituciones ni de las gestiones, como de la mayor movilidad, el turismo, la densidad urbana, la demografía y las costumbres, que son en realidad los factores que la determinan.
Ciñéndonos a lo propiamente institucional, el problema está más bien en nuestro tipo de ejercicio político de confrontación antagonista, que dificulta no solo el funcionamiento de cualquier modelo gobierno compuesto, sino que impide también la necesaria unidad política en momentos de crisis pandémica como los actuales. Todo ello en las antípodas de lo ocurrido en el seno de nuestro sistema sanitario, que por el contrario ha mostrado una enorme capacidad de adaptación, de colaboración y empatía en los momentos más duros.
Porque solo desde un antagonismo estéril se puede explicar que una ley como la ley general de salud pública haya sido boicoteada durante dos legislaturas (en contra de sus propios intereses) por los gobiernos conservadores, tan solo por provenir de un gobierno de otro signo político. Otra cosa hubiera sido la lealtad institucional que incluye su desarrollo parcial o su legítima modificación.
Un gobierno que compartía el objetivo de la cooperación sanitaria en materias comunes como la salud publica. Que además se tuvo que enfrentar a crisis sanitarias, es verdad que de mucha menor dimensión, como la gripe A o el ébola, pero que en su momento puso en marcha la Comisión de Alertas y Emergencias Sanitarias y al que seguramente algunos de los contenidos de la ley, como el sistema de informacion y la nueva red de vigilancia de salud publica, así como la estrategia, el centro o el consejo de salud publica le hubieran venido muy bien.
Este modelo político de suma cero es el que está detrás de los obstáculos al funcionamiento cooperativo del modelo autonómico al convertir las CCAA en meros instrumentos de oposición política partidista, con el consiguiente conflicto competencial permanente y el bloqueo del cogobierno en materias compartidas como ocurre en el ámbito de la salud.
Solo así se explica que asuntos tan sensibles para los ciudadanos y tan obvias para cualquiera como la disponibilidad en cualquier viaje de la receta electrónica, la tarjeta sanitaria o la historia clínica interoperable hayan tardado décadas en ponerse en marcha. Mucho más difícil sería pues el cogobierno en otras materias más estratégicas para el SNS, como la puesta en marcha de una Agencia de Evaluación de las tecnologías sanitarias del tipo del NICE británico.
Este clima aversivo tradicional de la política bipartidista se ha agravado en medio del clima populista creado partir de la recesión y la crisis política posterior. Primero con la crisis territorial, entre la huida hacia adelante del independentismo y la nostalgia del centralismo de la extrema derecha. Y más recientemente con la estrategia de deslegitimación de las derechas frente al Gobierno de coalición y los apoyos de investidura. Pero ha llegado al paroxismo con la pandemia y el intento fracasado de la extrema derecha y del PP de convertirla, en términos de Azaña, en ‘el desfiladero del Gobierno’ y el descalabro de la democracia.
Y a pesar del fracaso de la desestabilización con el fin del confinamiento y aunque la inmensa mayoría de los ciudadanos han dado una lección de civismo, también la polarización ha agitado y sirve de excusa a grupos de inconscientes que se apuntan al todos contra todos. Tampoco ayudan las recientes crisis de confianza en la Casa Real y en supuestas las actividades ilícitas de los servicios de inteligencia.
Ahora queda por saber si la estrategia de confrontación y deslegitimación continúa con la destrucción mutua asegurada y la desafección política o, por el contrario, se asume la estabilidad del Gobierno y se trabaja desde una oposición firme pero al tiempo cooperativa, se incorpora la cultura institucional del Gobierno compuesto y el cogobierno de la pandemia y, por parte de los ciudadanos, se asume la libertad con responsabilidad para estar juntos en temas vitales como la pandemia. Me gustaría creer que eso también puede ser una cuestión de género y que el ejemplo político de las presidentas y primeras ministras puede cundir. Ojalá.