Donde todo el mundo ve una crisis en la pandemia, los líderes autoritarios han visto una oportunidad
Los gobiernos más autoritarios del mundo han utilizado la pandemia como cortina de humo para intensificar y ampliar sus poderes de censura a los disidentes e impedir la difusión libre de la información.
A primera vista, Venezuela parece uno de los países que más éxito está teniendo en su lucha contra el coronavirus. Ante la preocupación de que la pandemia, aún en sus primeras etapas, pudiera destrozar todavía más la economía del país, el presidente socialista Nicolás Maduro cerró las fronteras y, al parecer, detuvo la expansión del virus. A fecha de 6 de agosto, las autoridades venezolanas solo han informado de 22.299 casos y 195 fallecidos desde el inicio de la pandemia, una de las mejores cifras de toda Latinoamérica, pese a que se trata de una región especialmente castigada por el coronavirus.
No obstante, durante meses han abundado los indicios de que la situación real es mucho peor. Los médicos aseguran que las cifras son muchísimo más altas de las que comunica el Gobierno y que el maltrecho sistema sanitario del país está al borde del colapso. Los periodistas también discrepan de las cifras oficiales tras haber visitado varios hospitales y atado cabos por su cuenta.
Maduro ha silenciado a todo aquel que ha osado exponer los errores del Gobierno. Tras encarcelar a médicos y periodistas, se ha unido a la lista de líderes autoritarios que han ocultado con censura y represión su incompetencia y sus negligencias.
“No quieren que haya nadie desvelando cifras alternativas. Quieren mantener el control de lo que se cuenta”, explica Phil Gunson, investigador de la ONG International Crisis Group afincado en Venezuela. “Realmente no ha habido una reacción consistente en Venezuela, lo único que tenemos es propaganda”.
Los gobiernos más autoritarios del mundo, como Venezuela, Nicaragua, Egipto y China, han gestionado la pandemia de modo similar: utilizándola como cortina de humo para intensificar y ampliar sus poderes de censura a los disidentes e impedir la difusión libre de la información, no solo sobre la pandemia.
Para los gobiernos autoritarios, la pandemia de coronavirus es la excusa perfecta para acabar con las últimas libertades de su país. En el caso de Maduro, ha aprovechado para minar a la oposición y frenar toda inercia positiva que pudiera tener. En otros países, el coronavirus también ha sido una excusa para sacar a relucir la vena más fascista de sus líderes.
No supone solo una amenaza contra la democracia y los derechos humanos, sino que también ha ocultado el verdadero alcance de la pandemia a nivel mundial, lo que no hace sino complicarles la labor a los expertos en salud sobre el mejor modo de abordar el problema.
“Los países que adoptan este enfoque están obstaculizando el control de la pandemia”, lamenta Domingo Alves, profesor de Medicina Social en la Universidad de São Paulo. “Y, a partir de ahora, pueden incluso ser el motivo de que la pandemia empeore en los demás países durante los próximos meses”.
Durante su campaña electoral en el mes de mayo, Trump sugirió que el principal problema de salud pública no era el coronavirus, sino la cantidad de pruebas que estaban haciendo las autoridades sanitarias.
“Cuando haces más pruebas, salen más casos”, dijo Trump. “Si no hiciéramos pruebas, apenas tendríamos casos”.
El disparate recibió un sinfín de burlas, pero es cierto que muchos países prefieren hacer pocas pruebas para maquillar sus cifras.
Venezuela, que recibió el aplauso internacional por su temprana respuesta al virus, ha cerrado todos los laboratorios públicos habilitados para hacer las pruebas salvo dos y ha prohibido que los laboratorios privados realicen sus propias pruebas.
En Nicaragua, cuyo presidente Daniel Ortega negó insistentemente la existencia del virus, hay grupos de protección civil denunciando que las cifras tan bajas de positivos y fallecidos se deben a las insuficientes pruebas que hace el Gobierno a propósito para maquillar sus cifras. “Tenemos motivos para pensar que las cifras oficiales son muchísimo más bajas que las cifras reales” de positivos y fallecidos, asegura Tiziano Breda, analista internacional del International Crisis Group.
Al inicio de la pandemia, los esfuerzos de China para controlar sus datos (como censurar a los expertos en medicina y a la prensa) privó a las organizaciones internacionales de una información y un tiempo valiosísimo que podría haber marcado la diferencia en la propagación de la pandemia. Li Wenliang, el oftalmólogo chino que dio la voz de alarma, murió por la Covid-19 meses después de que las autoridades silenciaran todas sus advertencias. En China está prohibido hablar del coronavirus en las redes sociales, y el Gobierno ha expulsado a los periodistas internacionales que osaron informar al mundo de la realidad de la crisis.
Estas prácticas represivas se han extendido como el propio virus durante la pandemia. Las autoridades Venezolanas arrestaron a un periodista en marzo por informar de unas cifras muy distintas de las oficiales, días después de que el Gobierno admitiera que había surgido un primer caso (oficial) en el país. El Comité para la Protección de los Periodistas asegura que al menos 10 periodistas han sido arrestados en Venezuela entre marzo y principios de mayo.
“Si eres periodista, acudes a un hospital y te pillan informando, te arriesgas a que te retengan, te confisquen el material y te lleves una paliza”, sostiene Gunson. “Puede que incluso recibas una llamada en mitad de la noche de la Policía secreta y desaparezcas unos días para volver a aparecer acusado por infringir la ley contra el odio”.
Camboya encarceló a un periodista simplemente por citar palabras textuales del primer ministro, mientras que Tailandia ha criminalizado toda información que las autoridades consideren falsas. La Policía en India ha arrestado y hostigado a miembros de la prensa que publicaron duros artículos sobre la situación del país y el Gobierno presuntamente presiona a los medios de comunicación para que solamente tengan palabras bonitas sobre la respuesta del país al coronavirus. En Zimbabue, los periodistan han tenido que esconderse para evitar las represalias del Gobierno: “Estoy escondido como una rata en mi propio país solo por hacer mi trabajo”, denuncia un periodista en The Associated Press.
La comunidad médica se ha convertido cada vez más en el blanco de los líderes autoritarios: en junio, las autoridades egipcias arrestaron a Alaa Shaaban Hamida, una médica embarazada de 26 años, acusada de terrorismo por “difundir noticias falsas” después de que una enfermera utilizara el móvil de Hamida para informar de un positivo al Ministerio de Sanidad en vez de informar primero a sus supervisores. Al menos doce sanitarios y periodistas están acusados de cargos gravísimos.
El Gobierno egipcio no ha provisto a sus sanitarios de equipo de protección individual (EPI) y sigue difundiendo cifras de contagios que todas las asociaciones de derechos civiles ponen en duda. El presidente Abdel-Fattah el-Sissi y el primer ministro Mostafa Madbouly han criticado públicamente a sus médicos por no contener el virus, y cuando la mayor organización de médicos del país organizó una rueda de prensa para defenderse, llegaron fuerzas de seguridad a la sede para silenciarlos.
“Hay una guerra abierta contra los médicos y trabajadores sociales que intentan manifestar una opinión independiente y quejarse por la falta de material y formación”, expone Amr Magdi, experta en Oriente Medio y África septentrional de la asociación Human Rights Watch.
En Rusia, los expertos en enfermedades infecciosas han sufrido el acoso de las autoridades tras cuestionar las estadísticas oficiales del Estado. En Venezuela, aunque los médicos saben que las cifras reales distan mucho de las oficiales, “se guardan mucho mucho de no hablar de cifras alternativas”, explica Gunson.
“Les han dejado muy claro que si lo hacen, sufrirán unas consecuencias muy severas”, añade.
Los profesionales médicos de Nicaragua han tratado de oponerse a la gestión de Ortega: en una carta conjunta publicada en mayo, más de 700 médicos denunciaban que “la deliberada ocultación y manipulación del número real de personas afectadas” había evitado que Nicaragua pusiera en práctica “medidas adecuadas para contener y mitigar la pandemia”.
Ortega ha sido acusado de oscurecer deliberadamente el número de casos de coronavirus clasificando como muertes por neumonía u otras enfermedades respiratorias las muertes causadas por la Covid-19, así como de realizar “entierros express” masivos en plena madrugada.
Hasta la semana pasada, al menos 21 médicos nicaragüenses habían sido despedidos por negarse a acatar la línea de actuación impuesta por el Gobierno, según informa The Wall Street Journal.
Esta estrategia de silenciar a periodistas y médicos forma parte de una estrategia represiva mucho mayor. En Turquía, el Gobierno ha arrestado sin dar demasiadas explicaciones a cientos de personas por diversas publicaciones en sus redes sociales y también han detenido a numerosos periodistas por intentar informar de la pandemia. Las asociaciones de derechos humanos de Zimbabue aseguran que su Gobierno ha arrestado a más de 60 personas por manifestarse el fin de semana pasado. Entre finales de marzo y comienzos de junio, la ONG venezolana Centro de Justicia y Paz documentó al menos 184 “violaciones sistemáticas de los derechos humanos” bajo el régimen de Maduro.
En muchos de estos países, estas prácticas no son una novedad. El gobierno Venezolano lleva cinco años sin compartir información epidemiológica, señala Gunson.
“Estamos en un vacío de información oficial”, lamenta. “No es que solo oculten información sobre el coronavirus, es que van más allá”.
El Gobierno de Ortega en Nicaragua lleva años limitando el acceso a los datos oficiales de homicidios y otras estadísticas públicas y su actuación durante la pandemia apenas se distingue de la clase de represión que llamó la atención internacional en abril de 2018, cuando una manifestación masiva contra el Gobierno paralizó Managua, la capital del país.
“La represión, la censura y las amenazas contra los periodistas han sido constantes desde la crisis de abril de 2018”, asegura Breda. “Ahora el motivo del malestar es otro: hablamos menos sobre libertades civiles y el derecho a manifestarnos y sobre cómo se ha debilitado nuestra democracia. Ahora todo gira en torno al coronavirus. El tema es distinto, pero, en la práctica, el problema es el mismo”.
Trump ha tratado de debilitar a Maduro y, en menor medida, a Ortega, con brutales sanciones económicas a ambos países desde que es presidente. Durante la pandemia, se ha negado a relajar estas sanciones y esto ha complicado todavía más la gestión del coronavirus en sus respectivos países. La pandemia ha facilitado el surgimiento de un nuevo modelo de líderes autoritarios, como Donald Trump y Jair Bolsonaro, que ahora tienen la ocasión de dar rienda suelta a sus deseos más autócratas y conspiranoicos, al tiempo que han adoptado prácticas de Ortega y Maduro, a quienes se oponen ostensiblemente.
Estados Unidos y Brasil son, respectivamente, el primer y el segundo país con más casos de coronavirus, pero la escasez de pruebas y la falta de voluntad de sus ciudadanos para hacérselas provocan que el verdadero alcance de la pandemia en estos países no se conozca realmente.
Alves, de la Universidad de São Paulo, publicó un estudio en abril que demostraba que la pandemia en Brasil era, al menos, 12 veces mayor de lo reflejado en las estadísticas oficiales, mientras que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos aseguran que la cifra real de contagios en el país es entre 6 y 24 veces mayor que la cifra oficial.
Trump y Bolsonaro han quitado hierro al creciente número de muertes, han politizado el uso de las mascarillas y han asegurado que los esfuerzos para controlar la propagación del virus son en realidad intentos de dinamitar su economía y derrocarles.
Bolsonaro y Trump han sido acusados de intentar impedir a sus ciudadanos el acceso a datos gubernamentales sobre el coronavirus y ambos han utilizado la pandemia para mermar la credibilidad de la prensa y la fiabilidad de las instituciones democráticas. Ambos miembros derechistas, que se muestran como grandes amigos en público, han destituido, forzado a dimitir o marginado a los expertos en sanidad pública que han discrepado de su gestión.
Trump ha reaccionado a su menguante popularidad mostrándose autoritario ante las protestas raciales, mientras que Bolsonaro ha intentado expandir su influencia en las instituciones brasileñas, incluidos los organismos judiciales y de orden público. Antes de dar positivo en coronavirus, Bolsonaro se presentaba en pequeñas manifestaciones semanales en las que sus partidarios le pedían que cerrara el Congreso de Brasil.
Otros líderes han ido incluso más lejos que Trump y Bolsonaro. Hungría, por ejemplo, ha aprobado medidas que han permitido que el presidente de extrema derecha Viktor Orbán gobierne por decreto durante meses, un tiempo que ha aprovechado para debilitar a la oposición.
En Bolivia, la líder interina de extrema derecha evangélica Jeanine Áñez, que tomó el cargo tras un golpe de Estado contra el socialista Evo Morales, ha aprovechado la pandemia para asentarse en el poder con crecientes abusos de los derechos humanos. Bolivia retrasó dos veces las elecciones presidenciales al inicio de la pandemia y ha permitido que Áñez, una líder supuestamente provisional que está ejerciendo de presidenta pese a que dijo que no lo haría, permanezca en el cargo aún más tiempo. A finales de julio, el tribunal electoral de Bolivia volvió a retrasar las elecciones presidenciales, lo que ha provocado temor por el incierto futuro de la democracia del país, que lleva meses al borde del abismo.
Bajo el mandato de Áñez, que marcha rezagada en las encuestas de intención de voto, “la violencia estatal, las restricciones a la libertad de prensa y las detenciones arbitrarias han creado un clima de terror y desinformación que ha debilitado el estado de derecho y la esperanza de celebrar unas elecciones justas y libres”, expone un informe de la Facultad de Derecho de Harvard.
Entretanto, Lenín Moreno, presidente de Ecuador, ha tachado de “fake news” todas las noticias que informan de que el Gobierno ha reaccionado tarde a la pandemia. El New York Times asegura que la cifra de muertes por coronavirus en este país es 15 veces mayor que la cifra declarada (5847 a fecha de 6 de agosto). En julio, el principal partido de la oposición de Ecuador, liderado por el expresidente Rafael Correa, fue vetado de las elecciones de 2021 en un movimiento que otros líderes regionales consideran un “acto de partidismo político” que “pone en duda la legitimidad” de los comicios. (Recientemente, el partido ha sido rehabilitado por un tribunal).
En Guatemala, el presidente Alejandro Giammattei, dando la razón a quienes temían que daría la espalda a la democracia cuando ganó las elecciones el año pasado, ha aprovechado el coronavirus para arrasar las instituciones democráticas del país.
Giammattei, médico y ex agente de policía, al principio adoptó medidas agresivas para evitar la expansión del virus, incluido un toque de queda, pero en las últimas semanas “ha dejado patente que el toque de queda es una herramienta de control social”, sobre todo teniendo en cuenta la tasa de pobreza y el descontento de la población por la corrupción del Gobierno, explica Frank La Rue, experto guatemalteco en derechos humanos y presidente del Instituto Centroamericano de Estudios para la Democracia Social (DEMOS).
El Gobierno de coalición del Congreso de Guatemala, que incluye el partido de Giammattei, también ha intentado debilitar el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional durante la pandemia y ha dado varios pasos atrás en la lucha contra una corrupción institucionalizada en la que los principales partidos llevan años siendo asociados al crimen organizado.
“La tragedia está convirtiendo Guatemala en Guatepeor”, asegura La Rue sobre su país de origen, aunque su advertencia vale para muchos otros países autoritarios de todo el mundo.
“La pandemia ha sido la cortina de humo perfecta para adoptar un enfoque aún más autoritario”, concluye.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.