‘Palabras encadenadas’, puro juego
La historia comienza con el secuestro de una mujer por un psicópata.
Según los sabios, el teatro además de conflicto es juego. De hecho, en inglés obra de teatro se dice play. Y play también es la palabra inglesa que se usa para decir jugar e interpretar. Palabras encadenadas de Jordi Galcerán, que se estrenó a principios de agosto en el Teatro Bellas Artes de Madrid, ejemplifica como anillo al dedo todo lo que el teatro tiene de juego.
Un juego macabro, pues la historia comienza con el secuestro de una mujer por un psicópata. ¿Se acuerdan de esa figura de asesino en serie que pusieron de moda películas como El silencio de los corderos y Seven o el libro American Psycho? Tan de moda que se tenía psicópatas hasta en la sopa.
Un tiempo que se ve como pasado, ahora que solo quedan en alguna serie de tono amable, como Dexter, o en series más policiacas que otra cosa como Mentes Criminales. Una época de la que esta obra es deudora. Tanto en su anécdota como en su imaginería y escenografía. Oscura. De sótano húmedo y lóbrego.
Obra cuyo protagonista es un psicópata que, a ojos del espectador actual, es un maltratador de libro, por la relación que mantiene con la mujer que secuestra. Igual que ella sería, por lo que el espectador se enterará a lo largo de la función, el claro ejemplo para Vox de que los hombres no maltratan, sino que maltrata la persona que puede hacerlo y esa persona puede ser mujer.
Por la trayectoria de Jordi Galcerán y por la época en la que se escribió la obra, 1995, no parece que estos fueran los objetivos del autor. Aunque en 2022 no se puede asistir a ella sin que al público le resuene el maltrato o esa idea que defiende cierta derecha de que las leyes de igualdad y protección a las mujeres permite el abuso contra los hombres por parte de la población femenina.
Algo que quizás no acabe de verse del todo tanto por cuándo se escribió como por la dirección de escena de Domingo Cruz. Una dirección que funciona muy bien por partes. Como un thriller de terror en su inicio. Como comedia romántica, posteriormente. Y como proceso judicial. Incluso, como la de una insana relación entre una psicóloga y su paciente.
Sin embargo, no se ve el arco dramático en el que se mueven los personajes. De dónde a donde van. Qué cambia en ellos si es que algo tiene que cambiar. Modificarse a través de las palabras. Del intercambio que hacen de ellas, ya que hay diálogo, mucho juego dialéctico basado en replicar al otro lo que acaba de decir. Usar lo que dice para contrargumentar.
Estableciéndose una dinámica como en el juego al que se refiere el título. En el que un jugador dice una palabra, cuya última sílaba debe ser usada por el otro jugador para decir otra palabra. Cuya última sílaba servirá, a su vez, para que el primero busque otra palabra que comience por ella. Y así hasta que uno de los dos se quede sin palabra o repita palabra y pierda.
Un diálogo con tensión ya que los dos personajes juegan y se la juegan. Una tensión a la que se le dan salidas con ciertas notas de humor macabro, como solo en un thriller de estas características se puede hacer.
Una tensión y un juego que saben mantener los dos actores. Esperable en Beatriz Rico, que junto a Galcerán es el reclamo para el público mayoritario. Y a la que acompaña David Gutiérrez, un actor extremeño que en este papel muestra las muchas tablas y el mucho oficio que tiene. Sobre todo, en su faceta de psicópata guasón y de paciente enamorado de su psicóloga, presentado como ese toro enamorao de la luna de la canción.
El caso es que, como en cualquier competición, vemos como parece que ahora gana el uno, y su posición de fuerza. Y que luego gana la otra y su astucia y sutileza. Si fuera una competición de carreras de Fórmula 1 o de moto GP, sería como ver adelantamientos, derrapes y la cara de esfuerzo de dos pilotos en liza en la última recta para llegar a meta. En el que todo estaría permitido, pues se juegan la vida.
Aunque la obra también podría entroncar con la extraña pareja que protagoniza Quartet de Heine Müller o la de Dämonen de Lars Noren. Obras duras y raras donde las haya sobre las relaciones amorosas. Frente a las que esta de Galcerán se presenta mucho más soft, mucho más accesible. Con una vocación claramente popular, como siempre lo es su teatro.
Seguramente es por la cercanía del autor con las plateas a la hora de plantear los temas, que un viernes de agosto, con medio Madrid de vacaciones y el otro medio escondido en casa por la ola de calor, este teatro tiene muy buena entrada.
Un público que sigue muy bien el juego del gato y el ratón que sucede en escena. Al que se le sorprende, pues hay alguna que otra sorpresa. Al que se le hace reír, esa risa floja que provoca la tensión. Incluso calla, escucha y mira atento al escenario, con la expectativa de que algo va a pasar que anuncian los giros de guion que no siempre están justificados. Al menos no en escena.
Un espectador que seguramente ha visto muchas comedias románticas en todas sus variantes. Incluidas sus versiones gore, como La Bella y la Bestia, de la que hay mucho en esta obra. Y que sin embargo sigue interesado en el peligroso juego amoroso. En su misterio y en el daño que dos se hacen en su nombre buscando una satisfacción que no llega ni siquiera con el The End hollywoodiense.