Padre Padrone
A nadie se le ocurre detener a la naturaleza. Y nadie en su sano juicio puede pensar que un niño puede vivir al margen del mundo.
“Dicen que la escuela es obligatoria. Lo que es obligatorio es la pobreza”
Con estas terribles palabras (si mi memoria no me traiciona) se llevaba el gran Omero Antonutti a su hijo, y lo condenaba al pastoreo, en la película Padre Padrone, de los hermanos Taviani, basada en la historia de Gavino Ledda, que terminaría convirtiéndose, tras fugarse de su casa camino del ejército, en uno de los grandes lingüistas italianos.
Campesino también, mi padre nunca me hurtó la educación primaria, aunque es cierto que el cuaderno de deberes, donde se apareaban las restas llevando con las “b” y “v” de los dictados, olía a romero, a precariedad y a cabras que ramoneaban por la tarde.
La escuela era una de nuestras grandes conquistas. Tras ella, nos imaginábamos, la vida se nos abriría a los pies y podríamos recorrerla con nuestro equipaje de aritmética, gramática (más bien parda), un poco de geografía patria y escasos y confusos datos de historia.
Fueron años oscuros, también en el aula. Por cada maestro decente del que tengo noticia (algunos, poco antes, habían dado un paseo hasta la tapia, solo de ida) cuando converso con los de mi quinta, surgen veinte o treinta entrenados en el pescozón, la bofetada, el golpe de regla y el abuso de autoridad. Folledo, Carrasco o Urtain, comenzaban a recitar la tabla del cuatro en cuanto recibían el primer directo.
A eso se le llama “reflejo condicionado”.
El único atisbo de democracia que vimos durante el franquismo tuvo lugar en el colegio. Todos, sin excepción, cobraban de lo lindo: el torpe, por torpe; el juguetón, el ruidoso, el lento, el despistado, el que se hurgaba la nariz… nunca faltaba una razón para un revés. Incluso los zurdos (de remo, que de ideas nadie se atrevía a mostrarse) por muy estudiosos y serviciales que fueran, tenían garantizados los reglazos y las collejas a traición hasta que sus manos se ponían de acuerdo con la autoridad pertinente.
Nada que ver con la enseñanza de hoy en día. La clásica tiza (que alterna con el puntero y la pantalla digital) la manejan en la actualidad hombres y mujeres que se han preparado a conciencia en las escuelas de magisterio; maestros por vocación y por derecho, que ponen todo su empeño en formar ciudadanos responsables, adultos capaces de afrontar los retos y disfrutar de las oportunidades, estudiantes con el acervo y la capacidad necesarios para afrontar las enseñanzas superiores.
Pero, sobre todo, están empeñados en que los niños sean niños: curiosos, alegres, aprendices, un poco descarados, abiertos de mente, alejados del miedo y el prejuicio, respetuosos.
Mi hija Julieta lleva a cabo en estos días sus prácticas de magisterio. Está en un colegio en el que se les permite a los niños hacer caso a su instinto; no es obligatorio seguir el ritmo de la clase si, por la razón que sea, el alumno se encuentra apático. No hay competición; no se pretende que los mejores destaquen, sino que todos convivan. Los resultados, me dice, son excelentes. Los niños asumen, tan irregularmente como lo hacemos los adultos, su parte de responsabilidad en el desarrollo de la clase, los mejores ayudan a los rezagados y estos, sin rencor de ningún tipo, se esfuerzan para aprender junto con los demás.
Por desgracia, hay quien se empeña en convertirlos en ciudadanos (depredadores) de pro.
La escuela enseña, por fin, igualdad, respeto, pensamiento crítico, reconocimiento de las artes, curiosidad científica y convivencia. Hay quien llama a tal conjunto de elementos sensatos “adoctrinamiento”, y clama exigiendo que los padres puedan discriminar las enseñanzas que sus hijos reciben.
Por ahora, quieren tan solo extender su control sobre las actividades complementarias al programa oficial (charlas, talleres, visitas…), pero está muy claro, al menos para mí, que su pretensión es que ni la tabla de los elementos se libre de su expurgo.
En Estados Unidos hay quien se niega, y a veces hasta lo consigue, a que su prole oiga hablar de evolución.
Los inquisidores de mesa camilla que nos gastamos temen que los pequeños cambien su orientación sexual si reciben información específica acerca de las posibilidades que el asunto guarda. O que la temprana enseñanza de los pormenores coitales les robe su inocencia.
Y puede que sean inocentes, pero lo que no son es gilipollas.
Me parece que a lo que en realidad tienen miedo los insignes miembros del Santo Oficio es a que su descendencia deje de reconocer en los demás al enemigo que la estrechez de miras siempre necesita.
¿Dónde queda la autoridad paterna si corre la noticia de que los genes no autorizan a dar una paliza por qué sí, para que aprendas, porque más me duele a mí, o porque te lo estás buscando desde hace tiempo?
¿Cómo puede una patria mantenerse si un homosexual, un transexual o un bisexual pueden aspirar a ser juez, cirujano o ingeniero de caminos?
¿Si los prejuicios sobre los que algunos asientan su vida quedan al descubierto?
En Murcia, donde el mecanismo de restricción funciona gracias al encaje de bolillos parlamentario (en el que los hilos se cruzan mientras que algunos de los encajeros juran y perjuran, con un cinismo rayano en el escándalo, que nada tienen que ver con los promotores de la idea) ha habido ya un caso “masivo” de deserción forzosa: ocho padres impidieron a sus hijos asistir a una charla sobre reciclaje.
Normal. Si yo me dedicase a arrojar desperdicios por todas partes, no me gustaría tener a mi chaval tirándome de la manga y gritando: “¡Papá, que me han dicho en el cole que eso no se hace!”.
El pasado verano, el Colegio Estilo cerró la puerta y se condenó a un recreo sin fin. Los nuevos tiempos han sido inmisericordes con aquel chalet en el que (¡en 1959!) Josefina Aldecoa creó un espacio de libertad y enseñanza ante un régimen que desconfiaba de ambas.
Aunque los profesores resistieron mucho más allá de lo razonable, aceptando rebajas de sueldo y demoras en el cobro, la dirección no encontró manera de sostener el centro, acosado por la pérdida de alumnos que supuso la crisis, y la rescisión del alquiler de aquel paraíso en que se enseñaba a pensar, a mirar la ciencia con ojos humanos y el arte con tanto detenimiento como alegría.
En su patio, durante décadas, jugaron, y exhibieron la mirada traviesa del tahúr de canicas, miles de chavales que sabían, y aún saben, que la vida puede vestirse de forma distinta a la impuesta. Que los sombreros, los colores y las ideas pueden y deben ser puestos en duda.
A nadie se le ocurre detener a la naturaleza. Y nadie en su sano juicio puede pensar que un niño puede vivir al margen del mundo.
Necesitan padres, no patrones.
Y maestros que les enseñen a ser libres y responsables.
Y, sobre todo, necesitan vivir su envidiable, salvaje y efímera vida de niños.