Paciencia y barajar
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Cuando hace muchos años leí esta sabia reflexión de la escritora y crítica literaria rusa Lidiya Ginzburg (1902-1990) a propósito de las interminables y durísimas colas —a veces estériles— que la población de la ciudad —mujeres y hombres, pero sobre todo, mujeres— tenía que hacer para conseguir lo más básico durante el sitio de Leningrado (1941-1944), fue un bálsamo (la literatura acostumbra a serlo) y comprendí la impaciencia que me provocaba cualquier espera no querida, cualquier parón impuesto. Fue una revelación; a veces las hay.
Por cuestiones de trabajo en aquel tiempo yo tomaba mucho el avión y recuerdo el malhumor durante las diversas y embarazosas colas a las que obligaba viajar en avión (menos que ahora, por cierto, y más benignas) o mientras esperaba para embarcar. Además, a raíz de una experiencia que ahora no viene el caso, sabía que es coveniente llegar a los aeropuertos con un margen de tiempo holgado, y así lo hacía.
Pues bien, a partir de la lectura del magnífico e indispensable libro de Ginzburg y especialmente del fragmento anterior, me hice amiga del aeropuerto del Prat. Decidí que la espera fuera «querida». Busqué en el aeropuerto lugares no muy transitados e incluso agradables (créanme, los hay); si iba en el puente aéreo (¡qué tiempos!), sabía donde ir a buscar un diario. A veces tenía exámenes por corregir; más a menudo aprovechaba para terminar de preparar la conferencia, charla, clase, a causa de la cual volaba; y siempre, siempre, tenía el recurso de la lectura variada o la excusa de escribetear. Convertí la espera en el aeropuerto en una acción «voluntaria». No diré que placentera, pero casi.
No tenía mucho mérito: era una situación transitoria y puntual, y no permanente como ahora. Continúo la lectura escogida de Ginzburg y encuentro el siguiente fragmento.
Cambien «cola» por «confinamiento» en casa por culpa del coronavirus y se explicarán la incapacidad propia y de muchas otras personas para concentrarse cuando deciden realizar un trabajo, alguna labor, ordenar un armario, hacer limpieza de papeles, terminar un artículo, leer, escribir un libro..., durante estos días de reclusión en los hogares, durante estas horas de espera eterna.
No se martiricen pensando que justamente ahora, ahora que tienen todo el tiempo del mundo, no encuentran el momento de ponerse a ello. No insisto más, no podría explicarlo mejor que Ginzburg.
Y si pueden conseguir el Diario del sitio de Leningrado, un libro tan balsámico como rebosante de enseñanzas, háganlo y pregúntense por qué no está considerado una obra capital sobre el estudio de la condición humana, sobre el análisis de los comportamientos de las personas. Sobresale en aquello tan difícil como es amalgamar (como mínimo) una narración aguda y trepidante de la vida de un grupo humano veteada de miserias y de glorias, con la explicación de un trozo de Historia, con un tratado de sociología, con nociones de antropología y de filosofía.
¿Sólo porque se llama Lidiya y no, por ejemplo, Valeri o Vasili?, ¿por qué (también) explica la diferente percepción de las colas según seas mujer u hombre, y la diferente consideración sobre el tiempo y el derecho al descanso (y los derechos en general) de unas y otros?, ¿sólo porque lo escribió una autora?