Ocho historias de huida, acogida y esperanza
De Venezuela a Afganistán, de Gambia a Ucrania, una misma experiencia de éxodo y supervivencia
El 1% de la población mundial busca refugio, pero no siempre lo encuentra. Según datos de ACNUR, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, 65,6 millones de personas en todo el planeta han tenido que dejar sus hogares como consecuencia de la violencia, la guerra, la persecución, la ideología o la orientación sexual vetada en sus lugares de origen. La cifra, escalofriante, corresponde al cierre de 2016 supone un crecimiento en 300.000 personas en el último año.
Esto equivale a que, cada tres segundos, una persona inocente se convierte en refugiado, bien interno -dentro de su país- o externo -en otro estado-. Países como Siria, Sudán del Sur, Irak o Colombia están a la cabeza de estos desplazamientos forzosos de población.
En España, el año pasado se batió un récord histórico en el número de solicitudes de asilo al alcanzar las 15.755. Venezuela se situó por primera vez como el país de origen con la mayor cantidad de demandantes de asilo (3.960), por encima de Siria (2.975), Ucrania (2.570), Argelia (740), Colombia (615), El Salvador (425), Honduras (385), Palestina (355), Marruecos (340) y Nigeria (285). Son datos de otro informe, el de (CEAR).
La Comisión Española de Ayuda al Refugiado ayuda a que los que llegan a nuestro país logren el asilo y puedan iniciar una nueva vida. Es lo que hace a diario con Zabioullah, Renzo, Olga, Noel, Lina, Alí, Alfredo y Adama. En este Día del Refugiado, te ofrecemos sus historias, con la esperanza de que encuentren justicia.
Zabioullah, 22 años. Afganistán.
"SI colaboraba con los talibanes, el Gobierno me podía matar y viceversa. Yo no quería matar a nadie". Zabioullah es un ejemplo de cómo los civiles se encuentran atrapados en Afganistán, aprisionados entre el poder de los señores de la guerra, los talibanes, el Ejército y los terroristas. Alguien como él, sin bando, sin ganas de tenerlo, vivía una "vida dura", entre el Estado Islámico, las mafias y los ladrones, relata a CEAR. Todos reclutaban a gente para su causa e incluso presionaban también a las mujeres, para establecer matrimonios forsosos, como hicieron con su hermana. "Al final la cogieron y la mataron", rememora. Zabioullah no quería ponerse el uniforme y luchar contra EEUU, pero tampoco quería ser un barbudo talibán -"te cortaban la cabeza si no llevabas barba", dice-. Así que su familia vendió un terreno que tenía, se puso en contacto con las mafias, pagó 12.000 dólares y llegó a Europa. De Afganistán fue a Pakistán, de ahí a Irán, luego Turquía. A pie. Luego siguió en camión, haciendo un tirón único entre Grecia y Bilbao. "No sabía inglés ni español. No podía ni preguntar dónde estaba". Sus compañeros de expedición tenían contactos en la ciudad vasca, pero él no. Se quedó solo, tirado en la calle, hasta que una mujer le ofreció comida y agua; le explicó que hablaba farsi, y entonces esta señora le buscó quien le entendiera, acudió con él a una comisaría. Tras unas tres semanas en Euskadi, se marcó a un centro de Málaga. Zabioullah ha pedido asilo en España, pero aún no tiene respuesta de la administración. "A quien tiene que decidir le digo que vaya un mes allá y vea si puede vivir", dice. Mientras, estudia castellano y espera. "Sólo pido que no me devuelvan a Afganistán", repite. Aquí se siente libre, feliz, sin miedo a la guerra. Quiere traerse a su madre y a sus hermanos, aún atrapados en su país. Y cumplir su sueño: ser cantante, pero en español.
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Renzo, 38 años, Perú.
Renzo, desde pequeño, se topó con la muralla de la incomprensión. Homosexual, era ridiculizado por sus vecinos y sus compañeros de colegio, en un entorno de rechazo a su condición que, denuncia, está muy arraigada aún en su país, Perú, en la sociedad, en los estamentos públicos, en los puestos de trabajo. Darse la mano o un beso con tu pareja es motivo de rechazo. "No soy diferente a los demás, no hago daño a nadie", se repetía. Pero su situación se volvió límite y sus padres decidieron que debía marcharse. Primero fue a EEUU, pero un tiempo después hablaron con un tío suyo, que estaba en España, y aquí vino. En España, remarca, nunca ha notado rechazo, "más bien todo lo contrario". Llevaba 13 años -13- en nuestro país cuando un día, paseando por el centro de su ciudad, la Policía le pidió los papeles. Vieron que no tenía antecedentes pero aún así lo llevaron a la comisaría y descubrieron que le esperaba una carta de expulsión. Le hicieron un juicio rápido y lo enviaron a un CIE durante 38 días, "sin saber qué iba a ocurrir". De esos días encerrado habla con "amargura y tristeza", con el recuerdo de la soledad y la angustia. "Es como estar nominado en un reality show", resume y no saber qué día te van a nominar o a echar. Recuerda la tensión, la falta de sensibilidad, los relatos de otros compañeros, de malas maneras, de aislamiento como castigo, las despedidas de los que iban a expulsar, sin saber si tú serías el próximo. Tuvo dos intentos de deportación en este tiempo y, con los recursos agotados, decidió apostar por pedir asilo en España. Ahora Renzo se siente "realizado", feliz con su pareja, "crecido" como persona. Con muchas ganas de pelear y de vivir.
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Olga, 28 años, Ucrania.
La historia de Olga comienza en el invierno de 2015. Una bomba explotó cerca de su casa, en Donetsk, reventando los cristales de la vivienda, obligándolas a ella y a su madre a dormir a 23 grados bajo cero y sin más protección que la de las mantas y los abrigos. La guerra había llegado a su puerta. Su vida normal, de estudiante universitaria y trabajadora en el Ministerio de Seguridad Social de su país, saltó por los aires. Con los días, ya no pudo trabajar, porque no había agua, ni luz, ni internet, ni nada de lo que permitía mantener las instituciones en marcha. "Bajo el fuego diario", dice. Las dos mujeres decidieron abandonar su hogar, marchándose a un pueblo cercano donde aún no habían llegado los combates. Pagaron un hotel, pero el dinero se les acabó. Fue entonces cuando decidieron venir a España, donde su hermano ya vivía. Pero en un país en guerra es complicado lograr un visado, planificar un viaje, el transporte, las maletas, los papeles. Un tiempo complicado antes de la marcha. Al llegar aquí estuvieron seis meses en un centro de CEAR, tiempo en el que Olga se puso a estudiar español y un curso de auxiliar administrativo. Ahora, tras unas prácticas, trabaja en una asociación que busca alojamiento temporal a refugiados como ella. "Lo importante es que acabe la guerra", insiste desde su nueva posición de seguridad. "Me gustaría quedarme, pero un día espero tener los papeles para poder ir a visitar a mis amigos allí", ansía. Sabe que no será pronto, porque aún hay gente que muere en su cuidad. "Y eso no es vida". Desde julio de 2015 tiene abiertos los trámites de petición de asilo, aún sin respuesta.
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Noel, 24 años, Guinea Conacry.
Noel es de Guinea Conacry, pero de donde tuvo que escapar es de Costa de Marfil, donde estaba trabajando. "Mi vida corría peligro", reconoce. Antes de 2002, todo estaba "bien", se estaba formando como comercial y vivía sin problemas. Pero llegó la guerra y con ella la violencia, "mucha", y la muerte de sus amigos y el sufrimiento de su madre. Cuando vio que la situación era complicada para él también, decide huir. Su periplo es muy duro: primero fue a Guinea Conacry, luego a Mali, a Argelia y a Marruecos. En coche, por el desierto, en un coche grande ocupado por entre 50 y 60 personas, con mafias que cogían todo el dinero de los desesperados. Pagó 200 euros para ir de Mali a Argelia, otros 100 hasta Marruecos y 250 más para la travesía final hasta España. Fue su primo el que le dijo que podía cruzar por mar. Noel era consciente del riesgo, "pero era obligatorio hacerlo, porque atrás no había cosas buenas". En una barca, cinco personas iniciaron la travesía, unos remando y otros sacando agua. Salvamento los rescató. Primero fue a Valencia, pero tuvo problemas -"una agresión"- y acabó en Málaga, donde ahora recibe formación para trabajar en una lavandería o en limpieza, con la asistencia de CEAR. Sigue esperando respuesta a su petición de asilo. "Quiero seguridad, allí hay una vida de mierda, todos los días sufriendo. Aquí puedo tener trabajo, familia, una vida normal. En mi país no puedo, hay muchos problemas".
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Lina, 43 años, Siria.
Lina es de Damasco, la capital siria, ejemplo de esos más de cinco millones de refugiados que han tenido que escapar de su país, desde que en 2011 comenzó la guerra. Su vida era tranquila y fácil, relata, porque tenía a su familia, sus amigos, su red. "No tenía que pedir nada a nadie", dice esta mujer independiente. Así que tomar la decisión de irse no fue sencilla. Primero estuvieron un año en casa de su madre, algo más segura que la suya, en el centro de la ciudad, pero los combates también llegaron allí y la preocupación por sus hijos y su seguridad pudo más. Demasiados atentados cerca del colegio de los pequeños. Tuvieron que dejarlo todo. Tenía familia en España que podía ayudarla, así que llegaron con visados, "no cruzando el mar como la mayoría de la gente". "Tuvimos mucha suerte", asume. En 2014 llegaron al país y estuvieron nueve meses en un centro, integrándose en el idioma y las costumbres. Ahora trabaja con CEAR, mientras se forma y aprende hasta inglés. Para sus hijos, reconoce, es más sencillo: ya están en el colegio, plenamente integrados. "Pero siempre hay un momento en el que dicen que quieren ver a su abuela o que echan de menos su habitación", se duele. En Siria siguen su madre, sus tíos, sus amigos... Y tiene tres hermanos refugiados en Líbano, pasándolo mal. Lina reconoce que querría volver a su país, "pero cuando haya paz". Por ahora, pelea por sacar a su familia adelante en un contexto que nunca imaginó.
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Alí, 38 años, República Centroafricana.
Alí lo tenía todo: un buen trabajo como inspector comercial en la firma petrolera TOTAL -en la que ya llevaba ocho años-, una familia sana y feliz, una casa, amigos. Estabilidad. Sin embargo, una serie de golpes de estado en su país acabaron desembocando en una guerra interconfesional que le golpeó de lleno: hijo de musulmán y de cristiana, él no era practicante, pero "mucha gente" pensaba que profesaba el Islam y por eso lo persiguieron. Tuvo que salir de forma precipitada. Un vecino lo avisó de que iban a asaltar su casa. Escapó justo a tiempo: nada más llegar a la vivienda-refugio de otro amigo, se enteró de que estaban desvalijando su hogar. Así, con lo básico, él, su esposa y sus hijos de cinco años y seis meses, tuvieron que emprender una nueva vida. "No sabía que no iba a volver", repite. Como la República Centroafricana tenía un convenio con Israel, decidió ir allí, porque no hacía falta visado. Salvó la vida, pero no encontró cobijo, porque Israel no es firmante del Convenio de Ginebra y no asume el acogimiento como un deber. Vio cómo estaban los refugiados de Eritrea o de Sudán, abandonados, y decidió que no era su lugar. Al mes, se marcharon a España. Estuvieron un año en un centro de acogida, aprendiendo el idioma e integrándose, y luego salieron seis meses a un piso alquilado con ayuda. El dinero se acabó, pasaron un mes sin ayuda, pero finalmente Alí encontró trabajo de conserje con CEAR y es "independiente". Aunque se encuentra bien en España, donde hay "buena gente", siempre piensa en volver. "Si no hay problemas, mi futuro está en mi país".
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Alfredo, 39 años, Venezuela.
"Si no estás con la revolución, estás muerto, estás frito, te tenemos". Eso le dijeron a Alfredo, un hombre asentado, trabajador de mantenimiento en una central hidroeléctrica, que un día vio cómo hubo un colapso en su lugar de trabajo, un apagón, y empezaron a buscar culpables donde fuera. "Decían que fue un saboteo". Con echarlos les valía, indica, pero no, los detuvieron. A él le dieron el aviso del arresto y puedo escapar. A un amigo lo mataron. "Tienes que despedirte de tu familia en una noche", resume. Los primeros meses fueron duros, de encontrar su lugar, de saberse exiliado. "Yo no sabía lo que era la depresión", dice. Pero en Caracas sabía que tenía "garantizada la cárcel, la tortura y tal vez la desaparición", y por eso se hacía fuerte en su decisión de estar en España. Sin familia próxima, poco a poco encontró trabajo y encontró sentido, de nuevo, a cada despertar. Hace un año que solicitó el asilo y aún no sabe si se lo van a conceder. Quiere ver a su familia, claro, pero es una pesadilla pensar el volver. Vive en la angustia constante del que escapa.
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Adama, 18 años, Gambia.
Adama es una chica valiente que se enfrentó a su familia. A los cinco años sufrió la ablación de sus genitales, pero lo hicieron "muy mal" y a los 16 querían volver a hacerlo. Ella se negó, pensando que moriría si se dejaba, vistas las consecuencias de la primera intervención. "Quería buscar una vida mejor". Aunque en su familia se veía como una tradición, que se hacía a todas las chicas, ella se negaba, sabiendo las consecuencias: el fin del placer sexual, las infecciones, la infertilidad, las "molestias mentales"... Así que una noche, con todos durmiendo, se fue con una amiga que vivía en Senegal. Pasados unos meses ya tuvo que dejar ese refugio y se marchó a Marruecos, con algo de dinero que le dio esta amiga. Estuvo limpiando, consiguiendo fondos para sus movimientos, hasta que se metió en un barco camino de España. Tratada como mercancía, soltada de noche en mitad de la nada. Fue a un centro de menores de Almería. A los tres meses ya hablaba español. Contactó entonces con su familia, pero su padre no quiso saber nada de ella. Luego pasó a un centro de CEAR en Málaga. Ha tenido ayuda psicológica y formación y no siente que su vida esté ya en peligro. "Las chicas tienen que decir no a la ablación", replica. En su país no tendría la libertad que hoy tiene, el futuro, acabando como está la ESO y con el deseo de ser enfermera. "Yo creo que tengo futuro", dice ilusionada.
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