Nuestros privilegios matan
Para muchos policías de Estados Unidos un blanco que corre por la calle hace running, pero un negro podría estar huyendo.
La vida de George Floyd valía 20 dólares falsos.
8 minutos y 46 segundos bastaron al policía Derek Chauvin para asfixiarle. 8 minutos y 46 minutos que, además de haber propiciado las protestas de personas negras más masivas desde el asesinato de Martin Luther King en EEUU, demuestran que no se puede mirar hacia otro lado ante las injusticias. Que los blancos que vivimos en Occidente debemos ser conscientes y revisarnos los privilegios. Porque matan. Teniendo en cuenta que también resulta difícil deshacerse de ellos de un día para otro, podemos utilizarlos para señalar este tipo de injusticias y dar voz a los que no la tienen.
El asesinato no es un hecho puntual: los negros tienen tres veces más posibilidades de ser asesinados por un policía que los blancos en el país. Para muchos policías de Estados Unidos un blanco que corre por la calle hace running y un negro huye. El simple hecho de que tu piel sea más oscura te da más papeletas para que te culpen de un delito, para recibir una paliza o para acabar muerto.
Como mujer blanca, no puedo hablar de lo que significa sufrir el racismo en mis propias carnes. Pero sí sobre el deber de revisarnos los privilegios. Unos privilegios que matan y que tienen su base en relaciones de poder: blanco-negro, hombre-mujer, padres-hijos, directivos-trabajadores… Los blancos, en los sistemas occidentales, hemos nacido con un paquete de ventajas bajo el brazo que las personas racializadas no tienen. Esto no sólo pasa en Estados Unidos: aunque la población negra en España supone menos de un 3%, también nuestros compatriotas latinoamericanos, árabes o gitanos han denunciado el racismo en muchas ocasiones. También el institucional. Estados Unidos está al otro lado del charco y queda lejos, pero el racismo puede estar en tu casa, en tu bloque, en tu barrio, en tu ciudad. O en tu propia cabeza.
Nos consideramos el centro del mundo. Se percibe al blanco como ‘el normal’, y a las personas racializadas como “el otro”. Habrá quien lea estas palabras y se pregunte qué hay de privilegio blanco en una familia que no tiene para comer. Pero aquí entra el concepto de interseccionalidad: se trata, sin duda, de una situación complicada. Pero si esa familia, además de pobre, es racializada, la dificultad se vuelve mayor a la hora de encontrar trabajo, alquiler o apoyo familiar en un país que no es el suyo.
Emmett Till fue un joven afroamericano de 14 años asesinado y arrojado al río en 1955, convirtiéndose este episodio en uno de los casos que hizo explotar el movimiento por los Derechos Civiles. Entre él y Floyd han pasado más de 50 años y un presidente negro ha ocupado la Casa Blanca. Pero ni eso ha servido para que el racismo cese. Aproximadamente uno de cada 1.000 afroamericanos muere a manos de la Policía, sus condenas son alrededor de 20 veces mayores que las de los blancos por delitos similares, el 40% de los reclusos es de raza negra. Se abolió la esclavitud, pero no desapareció el racismo. Parte de él se convirtió en racismo institucional, que dos siglos después se sigue produciendo. Y no posicionarse en contra o mirar hacia otro lado, nos convierte en cómplices. Porque a nosotros, los blancos, el sistema sí que nos deja respirar.