Normalidad y excepción en Cataluña... y en España
El Derecho tiene una característica bien peculiar en la que seguramente no hayan reparado: solo puede aplicarse en condiciones de normalidad. Cuando no se dan las condiciones necesarias para su aplicación (por ejemplo debido a una catástrofe natural, a una guerra, o porque un ataque terrorista reclame penas y procesos judiciales especiales), entonces se suspende de manera extraordinaria y temporal para reestablecer las condiciones de su normal desarrollo.
A esta suspensión de la normalidad jurídica se le llama "estado de excepción". La primera constancia de este mecanismo en la tradición jurídica occidental procede de Roma (como casi todo en lo que concierne a las leyes), solo que los romanos la llamaban... dictadura. Suena fatal, pero no se asusten. La dictadura era una magistratura que recibía el encargo extraordinario por parte del Senado, cuyas funciones cesaban una vez cumplida la misión encomendada. El mayor estudioso de esta figura fue Car Schmitt, jurista de cabecera del régimen nazi (suena fatal, lo sé, pero no se asusten), quien la denominó "dictadura comisarial", porque su validez se circunscribe a los fines y plazos comisionados por la institución en la que verdaderamente resida la soberanía (senado, parlamento, etc).
Para que no se pueda hacer un uso arbitrario de este recurso, las constituciones liberales modernas regulan en su articulado en qué condiciones, con qué funciones y plazos puede aplicarse. Como adelantábamos más arriba, el nombre genérico que recibe es "estado de excepción", aunque las cartas magnas suelen incluir variables en función de las distintas causas por las que la normalidad se vea alterada. Por ejemplo, la Constitución Española contempla tres variantes: el propio estado de excepción, el estado de sitio y estado de alarma (regulados por el artículo 116 de la CE y la Ley Orgánica 4/1981). Por regla general, cuanto más inestable sea un Estado tanto por sus condiciones naturales como por las geopolíticas, más casuística de excepción incluirá. Y por regla general también, cuanto más vagas sean las condiciones que justifiquen su aplicación, más flexibilidad tendrá ese Estado para reaccionar ante situaciones imprevisibles.
La cuestión es que el extraña y desgraciadamente célebre artículo 155 de la CE no es un artículo que regule la excepción. Dicho de otro modo: no se contempla la suspensión de la legislación ordinaria con objeto de reestablecer las condiciones para su propia aplicación. Lo intento decir más claro: según el legislador, aplicarlo no supone que las circunstancias no sean normales...
Y sin embargo, todos los miembros del Gobierno, portavoces del Partido Popular y PSOE, insisten en que el objetivo que justifica la aplicación del 155 es el restablecimiento de la normalidad en Cataluña... Vayamos por partes. Obviamente, la situación en Cataluña no es normal. No es normal que el Parlament lleve semanas cerrado y no haya posibilidad de que el Legislativo controle al Ejecutivo, no es normal que no se dé derecho a las minorías para alegar sobre cuestiones cruciales, ni tampoco es normal que toda la arquitectura legal catalana se supedite a una "ley suprema" cuya finalidad sea sustituir esa arquitectura con otra. De hecho, como bien explicaba el Doctor Ricardo Calleja en un artículo reciente, esto último se parece al otro tipo de dictadura que distinguía Carl Schmitt, la "dictadura soberana" (y aquí sí, asústense un poquito): es aquella que no suspende la normalidad jurídica (la Constitución, el Estatut) valiéndose de un derecho fundamentado en ella, sino en virtud de una decisión externa, de un soberano que no está sujeto a la ley.
En efecto, nada de esto es ni un poquito normal. A esta altura de la argumentación, podemos constatar dos perplejidades. La primera, que el 155 es un recurso encubierto al estado de excepción, pues permite actuar como si las circunstancias fueran excepcionales, pero sin los límites fijados por los artículos explícitamente dedicados a los momentos de excepción, alarma o sitio. Prueba de ello es que la Vicepresidenta del Gobierno ha adelantado que no habría una duración prefijada para la intervención del Estado en las competencias de la Generalitat, al contrario que cualquier Estado de Excepción, que siempre tiene un límite temporal para evitar que la suspensión de la normalidad se convierta en permanente. Por no hablar de la irresponsabilidad que supone que, en una situación de conflictividad como la que vivimos, se esté optando por las interpretaciones del 155 más extremas y controvertidas, empezando por una destitución del Gobierno que no convence a muchos expertos constitucionalistas. Desde luego, hay razones para estar asustados.
La segunda constatación que debe asombrarnos es que aquellos que están tan seguros de reconocer que lo que viene pasando en Cataluña no es normal, crean saber igualmente cuál es la normalidad y se consideren justificados para imponerla. Aunque el Parlament reinicie su actividad esta no será normal, porque seguirá subordinada a los fines del procés, y porque la ciudadanía catalana a la que esa cámara representa tendrá aún más razones para considerar extraordinaria la situación.
Las administraciones públicas catalanas tampoco recuperarán la normalidad porque una suerte de Gobernador Civil las comande, pues los funcionarios (desde los Mossos hasta el último administrativo) acatarían órdenes por miedo a las consecuencias y no por convicción. Y desde luego las emisiones de la TV3 no serían más normales por el hecho de que el partido que tiene intervenida la Televisión Española y todas las televisiones autonómicas ponga al mando a alguien de su confianza. La neutralidad de una televisión pública requiere un consenso bien legislado, y sabemos por triste experiencia lo difícil que es alcanzarlo.
Pase lo que pase este jueves, se aplique o no el 155, todos deberíamos tener claro que la normalidad en Cataluña no está ya escrita, ni desde luego es suficiente el "retorno a la legalidad" para alcanzarla. La nueva normalidad hay que construirla, y mejor que sea entre todos, sin demasiadas prisas, y con la humildad de aceptar que ninguno nos podemos explicar cómo demonios hemos llegado hasta aquí.
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