No hemos sido suficientemente alarmistas con Trump y su destrucción de la democracia
Las elecciones de 2020 no girarán solo en torno a Trump, sino que servirán para medir la fortaleza de la democracia del país.
Cuando los catedráticos de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt hicieron sonar las alarmas hace dos años diciendo que Donald Trump suponía un peligro real para la democracia estadounidense, muchas personas tacharon su advertencia de absurda.
“[El presentador] Joe Scarborough nos ridiculizó en la tele diciendo: ‘Estos tíos son unos alarmistas’”, recuerda Levitsky, uno de los aludidos, al hablar de las críticas que recibió Cómo mueren las democracias, el libro publicado por ambos catedráticos a comienzos de 2018.
“Pues resulta que no fuimos suficientemente alarmistas”, concluye Levitsky, que también advertía en 2018 del peligro de Bolsonaro en Brasil.
Durante los dos últimos meses, a raíz de su bajón en las encuestas sobre intención de voto y con su reelección corriendo serio peligro, Trump ha intensificado su ataque a las instituciones democráticas, una estrategia que, en realidad, ha marcado todo su mandato. Aunque muchas personas temían que esto sucediera después de las elecciones, realmente ha empezado con bastante antelación.
Trump calificó la pandemia en sus comienzos como una conspiración para debilitar su poder político. Mandó a numerosos agentes federales sin identificar a poner fin a las protestas antirracistas, que utilizó a su favor para alimentar el voto blanco retratando a los manifestantes como chusma que ponía en peligro la ley y el orden. Trató de deslegitimar a sus adversarios políticos y unas elecciones que teme no ganar, pese a que ha utilizado toda la burocracia federal a su disposición como herramienta de campaña.
Las consecuencias son múltiples: la siembra que está llevando a cabo Trump de caos y violencia en las calles ya se cobró tres vidas a finales de agosto. Gracias a su repetido discurso de que las de noviembre serán las elecciones más fraudulentas de la historia del país, casi la mitad de los estadounidenses han afirmado en diferentes encuestas que no creen que las elecciones vayan a ser libres ni justas, lo que supone un incremento drástico en comparación con las elecciones de hace dos y cuatro años.
Ahora, cada vez más analistas y líderes políticos advierten que las elecciones de 2020 no girarán solo en torno a Trump, sino que servirán para medir la fortaleza de la democracia del país. Aun así, Levitsky señala que no hay suficientes personas tan preocupadas como sería conveniente.
“Hay gente muriendo por decisiones políticas. Sobrevuela la duda de si las elecciones serán libres. Los organismos del orden público están siendo manipulados para proteger a los aliados del presidente y perseguir a sus detractores. Están sucediendo muchas cosas en varios frentes y no estamos haciendo suficiente para darnos cuenta de que nuestra democracia está al borde del precipicio”, lamenta Levitsky.
Estados Unidos nunca ha sido una democracia perfecta. Sus 250 años de historia son más bien una transición lenta hacia la democratización, con un gran salto adelante en 1965, cuando la Ley de Derecho al Voto prohibió las prácticas discriminatorias hacia los afroamericanos. Pero esta transición lenta hacia una sociedad más libre y justa también ha permitido a muchos estadounidenses (sobre todo de raza blanca) ignorar lo fácil que sería acabar con su sistema democrático.
Cuando Trump ganó en 2016, empezó a circular la creencia de que iba a poner a prueba la democracia estadounidense (y convertir Estados Unidos en un país menos democrático para las personas negras, inmigrantes y de otras minorías raciales y étnicas), pero pocos sospechaban que pudiera destruirla por completo. Las instituciones estadounidenses eran demasiado fuertes, en teoría, para que una sola persona pudiera acabar con ellas. Había demasiados muros de contención legales para limitar los daños que pudiera ocasionar una sola persona. Otros líderes en democracias menos consolidadas, como Bolsonaro en Brasil, parecían amenazas mucho más inmediatas.
Cuatro años después, está claro que esa perspectiva fue demasiado amable con él. En vez de servir como muro de contención, los republicanos del Congreso han hecho todo lo que estaba en su mano para proteger a Trump. Bloquearon el impeachment al que le sometieron los demócratas para sacarlo de la Casa Blanca y han impedido que otros altos funcionarios de su Administración asuman las consecuencias por eludir su deber de supervisar a Trump.
Sin esta supervisión, Trump ha hecho lo que ha querido: despedir a inspectores generales, atacar al sistema judicial, violar leyes y sacar provecho personal de su cargo.
Gracias a la animadversión del Partido Republicano hacia los controles que podrían frenar a Trump, “la democracia estadounidense ha demostrado ser más débil y vulnerable de lo que yo creía”, admite Levitsky.
La era Trump se ha convertido en un estudio de caso sobre cómo se desmoronan las democracias modernas: no a través de la violencia y de forma repentina, sino desgastando poco a poco las instituciones hasta que ya no sea en realidad una democracia. Los expertos en ciencias políticas los denominan “regímenes híbridos”: países que a primera vista parecen democracias e incluso mantienen la fachada con muchos de los derechos civiles y constitucionales de los países democráticos, pero que institucionalmente funcionan como un país autoritario.
“Antiguamente distinguías a los países autoritarios porque no tenían sistema democrático”, explica la experta en ciencias políticas Amy Erica Smith, de la Universidad Estatal de Iowa. “Un régimen híbrido actual tiene todos los rasgos externos de una democracia, pero no funciona como tal”.
De todos los movimientos autoritarios de Trump como presidente, su forma de afrontar las elecciones de 2020 son la prueba más clara de que Estados Unidos está al borde de una crisis democrática e institucional, y a punto de convertirse en uno de estos regímenes híbridos como los que Vladimir Putin y Viktor Orbán impusieron en Rusia y Hungría, respectivamente.
“La característica más definitoria de un régimen híbrido es que el líder (y lo digo en masculino porque casi siempre es así) utiliza todas las herramientas gubernamentales de las que dispone en su cargo para ser reelegido de forma injusta”, expone Smith.
Trump está haciendo precisamente eso, no solo con su plan de desmantelar el servicio postal del país para impedir el voto por correo, sino también con su insistencia por restarle legitimidad a la votación antes de que se produzca, (una táctica extraña y torpe que él mismo ha admitido).
A finales de agosto, la Oficina del Director de Inteligencia Nacional decidió que no seguiría informando al Congreso sobre las potenciales amenazas extranjeras para la seguridad de las elecciones porque Trump estaba “cansado” de las filtraciones. Esta semana, un denunciante del Departamento de Seguridad Nacional (la agencia federal que Trump ha militarizado aún más para ejercer su mano dura contra la inmigración y las manifestaciones antirracistas de todo el país) ha alegado que la Administración Trump ha tratado de alterar los informes de Inteligencia en repetidas ocasiones para quitar importancia a la amenaza de los grupos supremacistas blancos y retratar a Antifa como un grupo terrorista. Bajo el mando del fiscal general William Barr, el Departamento de Justicia se ha movilizado en apoyo del presidente, para intervenir en demandas contra este y tratar de destituir a otros fiscales cuyas investigaciones podían salpicar muy de cerca a Trump.
En la cuenta atrás para las elecciones, Trump y el Partido Republicano han intensificado sus esfuerzos por saltarse las limitaciones legales e institucionales de la presidencia. La Convención Nacional Republicana fueron cuatro días de falta de respeto a la ley y a las normas democráticas. El Secretario de Estado, Mike Pompeo, que ayudó a Trump a convertir el Departamento de Estado en otra herramienta al servicio de Trump, dio un discurso que probablemente transgredía el protocolo del departamento e incumplía la Ley Hatch, que prohíbe a los empleados federales participar en actividades partidistas mientras ocupan el cargo. Una noche después, Trump aceptó la candidtura republicana en una ceremonia celebrada en el jardín de la Casa Blanca, lo que supone un incumplimiento aún más flagrante de dicha ley.
A los votantes quizás les dé igual un estatuto federal algo opaco, pero “la violación de la Ley Hatch es muy importante para la democracia estadounidense”, asevera Smith, “porque la Ley Hatch protege la democracia ante la posibilidad de que uno de los jugadores quiera saltarse las normas”.
Son esa clase de desacatos de la ley los que han hecho que la democracia de Estados Unidos reciba una nueva consideración entre los expertos en ciencias políticas.
Las elecciones de 2016 fueron una señal de que son demasiados los estadounidenses que “han llegado a un punto en el que piensan que la democracia está garantizada y que da igual lo temerarios que seamos porque nuestra democracia es irrompible”.
Los ataques de Trump a la democracia suponen el final de esa idea de excepcionalismo que sobrevolaba la mente de muchos estadounidenses. Hay muchos países que afrontan ciclos de regímenes democráticos seguidos por etapas autoritarias. Durante gran parte de nuestra historia, Estados Unidos parecía una excepción, un país capaz de seguir desarrollando su democracia sin dar grandes pasos atrás. Sin embargo, si entendemos que Estados Unidos no fue realmente una democracia hasta la Ley de Derecho al Voto de 1965, resulta que el país está en un momento propicio para dar esa clase de giro autoritario que muchos países han vivido en el siglo XX, argumenta Smith.
Nunca ha sido más evidente que Trump y el Partido Republicano están intentando que el momento sea este. Los dos próximos meses determinarán si sus esfuerzos dan frutos.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.