No es síndrome postvacacional, es volver a los problemas sin resolver
Aunque lo cuentan poco, algunos están deseando volver a la rutina después de las vacaciones. Sin embargo, para muchos esto resulta lo suficientemente desagradable o costoso como para que, desde hace unos años, se hable de síndrome postvacacional. En realidad no es una enfermedad mental, aunque los síntomas que las personas sufren son reales.
¿De dónde surgen esos síntomas entonces?
Problemas de concentración, alteraciones del sueño, cansancio, irritabilidad, pérdida de apetito, apatía... Son los síntomas habituales, y surgen cuando una persona se enfrenta a problemas relevantes que no sabe resolver, o no se ve capaz de resolver. O lo que es peor, que cree que no tienen solución.
Durante las vacaciones, la mayoría espera olvidarse de todo lo preocupante o desagradable que tienen en sus vidas y poder disfrutar, ser felices. Esto a veces se logra, más o menos. Otros al menos consiguen descansar, desconectar de las preocupaciones, salir de la rutina haciendo cosas diferentes...
Otras veces, en cambio, el intento de disfrutar lleva a excesos con la comida o bebida, a correr riesgos innecesarios, a afrontar situaciones ilusorias que no acaban bien. Incluso en muchas familias o parejas surgen más conflictos y desavenencias de las habituales... Cuando ocurre esto, las dificultades para volver a la rutina se pueden ver agravadas por la frustración de no haber pasado unas "buenas vacaciones". También empeora la situación si se comparan con las aparentemente maravillosas vacaciones que los demás muestran en sus redes sociales.
¿Qué ocurre?
En realidad los síntomas del llamado síndrome postvacacional son la reacción a la vuelta a situaciones estresantes o desagradables que la persona ha decidido soportar por no saberlas resolver. Y no se da sólo en la reincorporación al trabajo, también pueden surgir al regresar al domicilio habitual si, por ejemplo, una persona tiene problemas serios con sus vecinos de arriba.
Es decir, cualquier problema o problemas que durante las vacaciones logren obviar u olvidar (no solucionar), pueden hacer padecer estos síntomas al regresar a la vida diaria habitual. Y es así porque retoman las mismas dificultades que tenían antes de marcharse, y vuelven a surgir similares emociones, iguales pensamientos, parecidos temores y rechazos.
¿Qué hacer?
Si se fijan, los consejos que se dan habitualmente para afrontar este problema consisten en volver a acostumbrarse, poco a poco, de nuevo a la situación estresante. Es decir, reprimir el malestar que la situación provoca. Evidentemente no es la mejor solución. Tampoco rebelarse y dejarse llevar por la frustración y la ira va a arreglar nada. Hay que entender bien cuáles son los problemas enquistados y aprender a resolverlos.
Muchas veces las personas que acuden a nuestra consulta nos dicen que no les gusta su trabajo, por ejemplo. Pero no saben decirnos exactamente qué es lo que les hace sufrir. Tras un análisis más detallado, unos se hacen conscientes de que su trabajo no les gusta porque llevan mal horario, porque les impide quedar más con sus amigos o amigas. O descubren que su trabajo les gusta pero lo desvaloran porque lo comparan con el de otra persona, y tienen miedo a que les menosprecien por ello. A veces el problema es la relación con algún empleado a su cargo, o con un jefe difícil. Otras veces el problema es que su pareja se queja de que el trabajo le absorbe mucho, y trata de llegar a todo sin renunciar a nada.
Entonces, el problema no es el trabajo, ni el vecindario, ni la casa, ni siquiera los demás..., salvo casos extremos. Y aún en estos, la solución será descubrir el obstáculo psicológico que les impide cambiar su situación. Es decir, aprender, entender, para lograr que las cosas cambien. No desear que cambien o soñar que cambian, o pensar que uno se merece que cambien... eso no funciona. Y genera después frustración y más sufrimiento.
Una vez descubierto las causas reales del conflicto, hay que aprender a resolver dichas causas, incluidos los obstáculos psicológicos que impiden cambiar la situación. Por ejemplo, el temor a decir que no, a ser firme, a ceder, al menosprecio, a cambiar de trabajo, etc. Todo ello con compasión hacia uno mismo, sin exigirse ni juzgarse, con ánimo de comprender.