No es populismo, es fascismo
El ‘America first’ es una revisión de los eslóganes fascistas de la Alemania nazi y de la Italia de Mussolini.
El asalto al Capitolio por la turba alentada desde el despacho oval por Donald Trump ha conmocionado al mundo, sobre todo a la ciudadanía de las democracias occidentales que siempre mira al sistema político de Estados Unidos como una especie de espejo. Unas veces para mirarse en él, otras para buscar las diferencias, otras porque sabemos que, nos guste más o nos guste menos, con sus imperfecciones y contradicciones, la democracia en Estados Unidos ha sido durante más de doscientos años un referente. Los principios que fundaron este país, años antes de la Revolución Francesa, han inspirado al resto del mundo en la búsqueda de sistemas políticos en los que se garantizan derechos ciudadanos y libertades. Ver profanado violentamente el sanctasanctórum de su democracia por una panda de energúmenos que se han tragado todas las mentiras y la manipulación que llevaron a Trump a la Casa Blanca y que ha sido el epílogo de su ignominiosa presidencia, en mayor o menor medida nos ha hecho pensar en nosotros mismos, en nuestras propias democracias, que se han visto contaminadas estos años por el trumpismo, y nos hemos estremecido pensando que no estamos tan lejos como podría parecer de sufrir algo similar.
Durante los últimos años, una parte de la derecha europea y también en nuestro país le han venido riendo las gracias al fenómeno Trump y a su modo mezquino de hacer política, pulverizando todos los días una línea roja de las reglas de la convivencia democrática, desprestigiando las instituciones pero ejerciendo el poder de manera despiadada y sin moral ni ética algunas. Todo ello con la colaboración, por acción u omisión, de determinados grupos de comunicación que han sido el altavoz imprescindible de mentiras, bulos, noticias falsas, y disparatadas teorías conspirativas. No nos engañemos; en el fondo lo de siempre: mantener los privilegios de unos pocos frente a la mayoría.
Muchos, mayoritariamente desde la izquierda, hemos denunciado ese modo de hacer política, el riesgo que suponía aceptar en el discurso político como normal ese modo de estar en el espacio de debate público, el daño irreparable que suponen los atentados de baja intensidad hacia el sistema democrático que se van tolerando día a día. Es un veneno que se va inoculando no de golpe, sino en pequeñas dosis, porque no se persigue acabar con el envenenado, sino que termine por acostumbrarse al emponzoñamiento y así acabar completamente colonizado por el veneno, normalizándolo. Se ha roto algo que era hasta ahora, en el debate político, incuestionable: la verdad de los hechos. Lo decía Barack Obama recientemente en una entrevista. Si no se acepta ni siquiera la verdad sobre los hechos, el debate sobre la política es imposible. Y la tolerancia, la complicidad, la simpatía hacia esa forma de hacer política -que se ha copiado en otros países del mundo, con un Steve Bannon de apóstol por Europa y por algunos países de Latinoamérica- nos ha llevado, desde aquellos inicios cuando se mintió, se manipuló y se armó una historia inventada sobre la partida de nacimiento de Barack Obama, hasta el asalto al Capitolio.
Ahora, las derechas (no todas) que le han reído las gracias al trumpismo, que le han copiado el estilo, que vieron en ello un modo rápido y simple de contrarrestar el discurso de la izquierda tras la crisis financiera de la pasada década, que ponen en duda la legitimidad de gobiernos democráticos, que han extendido la idea de que solo hay un modo de ser un buen patriota, el suyo, y que han ido inoculando el veneno también en nuestras democracias europeas, se han visto retratadas y han querido desmarcarse a toda velocidad tras ver lo sucedido en Washington. Pero en una buena parte, no lo han hecho condenando lo sucedido sin más y reivindicado la vuelta a los valores democráticos y a la fortaleza de las instituciones, como ha hecho un buen número de políticos del GOP en Estados Unidos, sino que han corrido a defenderse del trumpismo con una estrategia al más puro estilo trumpista: comparar lo sucedido en el Capitolio con otros movimientos ciudadanos y políticos y, de ese modo, tapar sus propias vergüenzas trumpistas con más de lo mismo.
“Así acaban todos los populismos” es la frase más recurrida para salir del atolladero que suponía tener que condenar lo sucedido en la toma del Capitolio sin admitir lo obvio y resistirse a decir la verdad. Y han llegado en su viaje al trumpismo profundo a comparar las protestas democráticas en el exterior de los parlamentos y asambleas legislativas con el asalto y la profanación del Capitolio en Washington. Pero lo de Trump no es populismo; es fascismo puro y duro y lo han estado engordando. El chat de sables oxidados de militares españoles proponiendo acabar con 25 millones de ciudadanos es un ejemplo. Y cuanto más tardemos en decirlo claramente, más pondremos en riesgo nuestra convivencia y las reglas del sistema democrático. Repito, lo de Trump no es populismo, es fascismo.
La base ideológica del movimiento político que ha liderado Donald Trump se ha basado en varias de las recetas clásicas del fascismo: odio al extranjero, odio a otras razas, teorías de conspiración, odio a las creencias dentro del propio país que no se ajusten a las del estándar del ‘amercian white man’ y, obviamente, una supremacía racial. Lo vimos claramente en los asaltantes al Capitolio. Ni un hombre o mujer de raza negra, banderas confederadas y símbolos claramente fascistas. Por eso, no es populismo. El ‘America first’ es una revisión de los eslóganes fascistas de la Alemania nazi y de la Italia de Mussolini. Lo usó ya un grupo de estadounidenses pronazis que se oponía a que Estados Unidos combatiera a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. 20.000 personas reunieron en el Madison en febrero de 1939. El uso de la violencia es el último nivel para distinguirlo. Lo vimos en el Capitolio y en otros puntos de Estados Unidos. Ya había habido avisos, como la masacre de Charlottesville. Trump tardó días en condenar a los supremacistas y al propio Ku Klux Klan. Sus primeras palabras fueron de condena a “la violencia de muchas partes”, como si la violencia hubiera sido ejercida desde unos y otro manifestantes. Muy parecido al “así acaban todos los populismos” de los que les cuesta decir sencillamente fascismo. Una equidistancia para que todo parezca igual, pero no lo es. No es populismo, es fascismo.