No era una niña tímida, tenía mutismo selectivo
Tal vez desde fuera no parezca un problema tan grave, pero solo el hecho de existir a veces me resulta agotador.
Tengo 27 años y soy directora de arte en Nueva York. He sido autónoma, he tenido varios trabajos y tengo una vida social bastante sana para ser una persona introvertida. Me saqué el título universitario en 4 años y participé en diversas actividades del campus, incluida la asociación de estudiantes. Me han dicho que doy la impresión de tener un montón de amigos y que tengo buenos contactos. Pero lo más interesante de hacer amigos siendo adulta es que llegan nuevas personas a tu vida sin ningún recuerdo ni conexión de cuando eras pequeña. La mayoría de las personas que he conocido desde que entré a la universidad no tienen ni idea de que socializar no siempre me ha resultado tan sencillo.
Crecí con mutismo selectivo, un trastorno de ansiedad que hace que las personas que lo sufren se queden calladas en determinadas situaciones aunque en condiciones normales puedan hablar con normalidad. Todavía a día de hoy a veces me olvido de que tengo ansiedad social porque no es tan grave como antes, pero me sigue complicando algunas facetas de mi vida. Estar rodeada de gente durante periodos largos me agota y se lleva mi iniciativa; estar con gente nueva sigue siendo desafiante, y cuando intento ser yo misma, empiezo a preocuparme por si he dicho algo que no debía o por lo que pueden estar pensando de mí. Tal vez desde fuera no parezca un problema tan grave, pero solo el hecho de existir a veces me resulta agotador.
Mi madre me dice que “nací con ansiedad”. Evidentemente, no tengo recuerdos de esa época, pero sí que me acuerdo de cuando era niña y tenía miedo por razones que no podía y sigo sin poder explicarme. No tenía muchos amigos ni participaba en las actividades de clase. Aunque me supiera las respuestas, nunca levantaba la mano. Tenía siempre una sensación inexplicable de miedo que me consumía si abría la boca.
Pese a mi naturaleza silenciosa, conseguí hacer amigos de niña. A los monitores del campamento les parecía gracioso que la chica más habladora fuera siempre conmigo. Se me daba bien escuchar aunque no lo pareciera. Mi única amiga del colegio era una niña de Japón que no sabía hablar inglés bien. No necesitábamos hablar para entendernos, así que la relación nos funcionaba perfectamente.
En casa me sentía a gusto hablando con mi familia, pero fuera, todo el mundo me conocía como una niña callada. A veces decía algo sin querer y al darme cuenta el miedo me invadía y se me retorcía el estómago. Tenía la sensación de que había hecho algo horrible, pero no sabía qué. Llegó un momento en el que todos en el colegio y en el campamento supieron que era una chica callada, así que sentí que tenía una imagen que mantener y que todo el mundo estaba esperando a que cometiera un desliz.
Mis padres cada vez estaban más frustrados por mis dificultades para socializar. No solo se preocuparon por mi futuro académico, sino que también se cansaron de que mis compañeros de clase me trataran como un bebé porque no hablaba. En un intento por arreglarme, empezaron a mandarme a un montón de psicólogos y psiquiatras. Yo no entendía por qué estaba ahí. Creo que pasé la mayor parte de esas sesiones dibujando o pintando y no hablé nada. Más bien me hablaban. Incluso me hicieron ver a un logopeda, algo que no llegué a entender, porque yo sabía hablar, solo que no quería.
No tenía un trastorno del habla ni dificultades con el lenguaje: tenía mutismo selectivo de primer grado. Mutismo selectivo no es un sinónimo culto de timidez. Así como la timidez es un rasgo de la personalidad socialmente aceptado, el mutismo selectivo es un trastorno de la ansiedad poco frecuente. Según la Selective Mutism Association, “para diagnosticar mutismo selectivo, el niño o el adolescente debe mostrar una disfunción significativa en su día a día, normalmente en un contexto educativo u ocupacional, y rehuir de la participación social en el colegio y en otros lugares por un miedo excesivo a hablar en público”.
Recuerdo muy bien un viaje en coche después de haber ido a un psiquiatra. No entendía cómo iba un medicamento a ayudarme a hablar. Creo que mis padres me intentaron explicar lo que era la ansiedad, pero era un concepto muy difícil de comprender para una niña. Yo no veía ningún problema con mi comportamiento. No quería hablar y una pastilla no iba a obligarme a hacer algo que no quería.
Vaciar las cápsulas en mi leche con chocolate o en mi compota de manzana se volvió parte de mi rutina. Es imposible no notar la fluoxetina cuando te la echan en la leche. Yo no tuve ni voz ni voto en esto. En realidad, nunca tuve voz ni voto en nada, y precisamente por eso acabé con fluoxetina en la leche.
Hablar se volvió más sencillo con el paso del tiempo gracias a los medicamentos y al constante uso de pegatinas de recompensa por parte de mis profesores. En quinto, me cambiaron de colegio. Ha habido gente de mi antiguo colegio que me habló por chat en redes sociales para preguntarme de malas maneras si había aprendido a hablar ya. No es que mi familia se mudara para ayudarme a empezar de cero en un nuevo colegio ya que me sentía más cómoda comunicándome, pero justo fue en el mejor momento para mí. Podía olvidarme de todo el mundo y empezar de cero sin sentir el mismo miedo que antes.
No voy a mentir y decir que ya no tengo ansiedad desde entonces, pero ahora es un poco diferente. Apenas tuve problemas haciendo presentaciones en la universidad. Si les hubierais dicho a mis padres cuando yo era pequeña que me mudaría un año a Japón después de graduarme y que enseñaría inglés en cuatro colegios públicos distintos o que sería capaz de dar clase en un aula repleta de gente todos los días, no se lo habrían creído. No ha sido sencillo, pero lo he conseguido. A veces siento que debería hablar menos, aunque sigo siendo amiga de mi compañera habladora del campamento, y eso que ya no soy ni de lejos tan callada.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.