Nada importante
"En la novela pretendo plasmar, a través de una historia y unos personajes ficticios, la postura adoptada por la sociedad frente a la violencia de género desde los años 90".
Ayer me enteré de que la última muerte por guillotina en Francia se produjo hace muy poco, en 1977, y que sirvió para ajusticiar a un hombre tras agredir a su expareja, a la que torturó y asesinó.
Hamida Djandoubi, nacido en Túnez en 1949, se mudó a Marsella a los 20 años de edad, donde trabajó como paisajista. Dos años después de su llegada sufrió un accidente laboral y perdió parte de su pierna derecha. Durante su estancia en el hospital conoció a Elísabeth Bousquet, de 21 años, con la que mantuvo una relación sentimental. En 1973, Elísabeth presentó una denuncia contra su novio afirmando que había intentado forzarla a ejercer la prostitución, y zanjó la relación. Tras el arresto y su eventual liberación, Dajandoubi atrajo a otras dos jóvenes a las que obligó a prostituirse. Un año más tarde, en 1974, secuestró a Elísabeth y la llevó a su casa donde, delante de las dos jóvenes, la golpeó con crueldad y apagó cigarrillos en sus senos y área genital. Pese a la paliza, Elísabeth logró sobrevivir, así que su agresor la llevó en su coche hasta las afueras donde la estranguló. A su regreso, advirtió a las dos chicas que no hablaran sobre lo ocurrido y ellas, atemorizadas, callaron. Cuatro días después, el cadáver de Elísabeth fue encontrado por un niño que, jugando en la zona, se aventuró al interior de un viejo cobertizo donde Dajandoubi, después de patearle la cara, lo había abandonado. Un mes más tarde, secuestró a otra adolescente que logró escapar y lo denunció a la policía.
Así que, la última vez que se utilizó la guillotina en Francia fue para ejecutar a un hombre por lo que hoy sería un claro caso de violencia de género. Pero además de maltratador, Djandoubi era un proxeneta tunecino que prostituía a jóvenes francesas. Eso es peor, mucho peor. Sin contar con que fue un alegre niño, también francés, quien, durante sus juegos, se dio de bruces con el cuerpo torturado de la víctima.
No estoy a favor de la pena de muerte en ningún caso, pero me gustaría pensar que, si Djandoubi hubiera sido francés, o Elísabeth tunecina, y no hubiera de por medio proxenetismo ni niño aventurero, la sentencia habría sido igual de contundente en relación al régimen carcelario. Pero lo dudo. Lo dudo porque los asuntos relacionados con los golpes propinados por hombres a sus parejas eran, por aquel entonces, “nada importante”.
Durante el año 1991, un par de humoristas españoles parodiaron a una mujer víctima de violencia por parte de su pareja. Uno de ellos, vestido de mujer vulgar y con el rostro lleno de golpes, se quejaba de ser agredida por su marido. “Mi marido me pega”, repetía una y otra vez entre las risas del público, un público compuesto por hombres y mujeres. Me cuesta creer que a las mujeres víctimas de agresión que vieron el programa les hiciera maldita la gracia aquella pantomima, pero no dudo que los agresores rieran a mandíbula batiente con toda esa sorna. Las personas que nos sentíamos libres, si es que lo éramos del todo, de sufrir o perpetrar este tipo de violencia, lo encontramos graciosísimo, tanto que durante meses repetimos aquel “mi marido me pega” a la menor oportunidad. Lo repetíamos hombres y mujeres. Ambos. Cuidado, no culpo a los humoristas. Me consta que, años después, se disculparon por aquella barbaridad. En el año 91 también era una barbaridad, pero no lo veíamos, nadie lo vio. Esos humoristas simplemente cumplieron con las demandas del público. ”¿Qué os hace gracia? Pues a eso vamos”.
En la década de los 90 llegaron las grandes series americanas. Uno de los mayores éxitos de la FOX y una de las series más premiadas de la historia (fue nominada a 141 premios de los que ganó un total de 61 de 24 agencias diferentes, incluidos Premios Emmy, Globos de Oro, Enviroment Media Awards y Premio del Sindicato de actores.) fue la famosísima Expediente X, que, todavía hoy, continúa siendo una de las series más icónicas de todos los tiempos. La primera temporada comenzó a emitirse en otoño de 1993. No solo era adictiva por sus monstruos, sus fenómenos paranormales, y sus conspiraciones secretas, sino porque nos presentaba a una pareja mixta del FBI en la que ella, Dana Scully (Gillian Anderson) ostentaba la parte intelectual y científica frente a la impulsividad y exaltación representada por él, Fox Mulder (David Duchovny), y no tenía reparos en llevarle la contraria a su compañero, con retórica y criterio, cuando era necesario.
En un capítulo de la primera temporada, vista en todo el mundo por millones de telespectadores de ambos sexos y diversas edades, la agente Dana Scully solicita en una comisaría de otro estado información sobre un sospechoso y la respuesta del policía que la atiende, tras comprobar en la base de datos, es la siguiente: “Henry, 28 años. Cumplió condena en Iowa, Lousiana, por agresión sexual y drogas. Nada importante”. No dice “tráfico de drogas”, solo “drogas”, vamos, que lo habían pillado fumándose un porro. Lo que sí dice bien claro es “agresión sexual”. ¿Nada importante?, ¿de verdad la agresión sexual era considerada en los 90 “nada importante”?
Sí, sí que lo era. También era considerada “una putada”. Si eras mujer y te gustaba salir de fiesta con tus amigas y amigos y, al volver a casa de madrugada, tenías la mala suerte de encontrarte con un violador, era, sin duda, una gran putada, porque, si te atrevías a denunciarlo públicamente eras señalada y juzgada por gran parte de la sociedad del momento, que venía a decir que a las mujeres que regresaban a casa acompañadas, y a una hora decente, no les sucedían esas cosas. Y lo defendían hombres y mujeres, que quede claro. Las mismas mujeres y hombres que habían sido educados bajo una perspectiva que daba prioridad a las necesidades del hombre frente a las de la mujer, incluidas las fisiológicas de carácter sexual, visto está. Una perspectiva en la que ellos poseían unos derechos natalicios frente a las obligaciones con las que habían nacido ellas, nosotras. Y todos y casi todas lo respetábamos.
Ahora parece, o debería parecer, ciencia ficción. Pero han sido muchos los años en los que hemos convivido con ese reglamento social (sí, así eran las reglas) como para conseguir adaptarnos al cambio en un periquete. Un cambio que lo único que propone es la igualdad de derechos y oportunidades (¡por favor, no olvidemos las oportunidades!) de hombres y mujeres. Algo básico y sencillo. Algo que parece fácil de asimilar y de llevar a la práctica. Algo que nos permita, entre otras cosas, regresar a casa a la hora que nos dé la gana y de la manera que nos parezca oportuna sin tener miedo a ser agredidas primero por algún (o algunos, visto lo visto) bestias y, después, por la sociedad en general.
Ese Nada importante es el que ha dado título a mi última novela. En ella pretendo plasmar, a través de una historia y unos personajes ficticios, la postura adoptada por la sociedad frente a la violencia de género desde los años 90, cuando se consideraban “crímenes pasionales”, hasta la actualidad. A lo largo de sus páginas acompañaremos a la joven Minerva, atacada de manera brutal en plena calle y abandonada a su suerte junto al cadáver de su expareja, muerto de un tiro en la sien, en lo que parece un ataque de violencia machista. Minerva sobrevive a la terrible agresión y, tras recuperarse, se enfrenta no solo a secuelas físicas y psicológicas, sino a la opinión pública. Además, la persona responsable de ese asalto la sigue durante años esperando la oportunidad de acabar definitivamente con ella. ¿Cuánto ha cambiado la sociedad desde entonces en relación a estos actos violentos hacia las mujeres?
Las personas de mi edad (rondo los 50) todavía tenemos muchas cosas que aprender, y quien mejor puede enseñárnoslas son los jóvenes. El otro día, durante las pasadas vacaciones de Semana Santa, vi junto a mi hija de 20 años una de las películas emitida por una de las cadenas de televisión, no recuerdo cuál. En ella, Sandra Bullock y Keanu Reeves se enamoraban por carta pese a estar separados por un lapsus temporal de dos años. Ella, médico. Él, arquitecto. Los dos con buena salud física, aunque ambos algo tristones y un poquito densos, sin problemas de odios o acoso por parte de personajes secundarios, con familia cercana, y una situación económica más que envidiable. Pues bien, en el momento álgido del film, cuando el amor imposible estalla como un campo de flores en primavera, él le promete a ella que, aunque no sabe cómo, conseguirá llegar a su lado para cuidarla. ”¿Para cuidarla?”, preguntó mi hija con indignación. ”¿Cuidarla de qué? ¿Es que ella le ha pedido que lo haga en algún momento y yo me lo he perdido? Igual es más lógico que sea ella quien lo atienda, que es médico y está sana. No como él, que tiene el síndrome del ‘gallito protector’. ¡Menudo enfermo!”, dijo, y se levantó del sofá para irse a su habitación. Desde el pasillo me gritó: “Mamá, deja de ver películas de boomers, que esconden unos mensajes subliminales aterradores”.
Tiene razón. Con esos mensajes crecimos como sociedad y le dimos forma, nuestra forma, pero, a pesar de ellos, estamos evolucionando a marchas forzadas para adaptarnos a la suya, la de esta nueva generación mucho más igualitaria.
Me consuela pensar que con cada paso, el recorrido se hace más corto.