Nada fue como había previsto
Artur Mas ha sido el político más alemán de Catalunya, pero a diferencia de Merkel se dejó llevar por los índices de opinión.
Hace diez años, Artur Mas iniciaba la que estaba destinada a ser una larga, sólida y, previsiblemente, brillante etapa al frente de la Generalitat. Tras dos intentos fallidos en 2003 y 2006 –en que, a pesar de haber ganado las elecciones en ambos casos, los acuerdos entre PSC, ERC e ICV le cerraron el paso–, en 2010 se impuso con la mayor ventaja obtenida nunca entre el primer y el segundo partido en unas elecciones catalanas.
Pero nada fue como había previsto: la suma de la pronunciada deuda que heredó del tripartit, el déficit fiscal excesivo que castiga a Catalunya, los recortes desmesurados, la carrera hacia ningún sitio del Procés y la confesión de Pujol acabaron minando su camino. Una suma de elementos externos y errores propios lo dejaron sin margen para implantar todo aquello que había estado diseñando en los siete años de jefe de la oposición.
Cartesiano, rigoroso y metódico, Artur Mas ha sido el político más alemán que haya habido en los tiempos actuales no sólo en Catalunya, sino probablemente en todo el Estado español. Pero el resultado de su paso al frente de la Generalitat dista mucho del que habrá dejado Angela Merkel en la cancellería alemana. A Mas no le superaron los elementos –por difíciles y turbulentos que fueran–, sino haber decidido combatirlos con los recursos que tiene un gobernante para ganar la partida a corto plazo, a costa de distorsionar la fotografía final. Esa es la principal diferencia entre su hoja de servicios y la de la estadista Angela Merkel. Sólo al principio, cuando aplicó unos recortes de gran calado, dictados por la troika, Mas actuó prescindiendo de encuestas y, sobretodo, de medidas populistas con las que gustar a la mayoría. Pero, al cabo de poco tiempo, giró la estrategia al completo y se entregó prisionero a la dictadura de los índices de opinión.
Mas llegó a la presidencia de la Generalitat con dosis notables de confianza por parte del conjunto de la población. El triste expediente que presentó el tripartit generó una necesidad de cambio, que, sobretodo, dotase de mayor solidez, seriedad y liderazgo al Govern. El escenario de 2010 que alentó su indiscutible victoria era sombrío, pero el que acabó encontrándose cuando abrió la caja –y se le cerraron los mercados– fue de absoluta oscuridad. Allí empezó a darse cuenta que nada sería cómo había imaginado. La mala gestión del tripartit, sumada a una financiación insuficiente e injusta, había dejado la Generalitat al borde la bancarrota, dónde sólo la habilidad de su consejero de Economía, Andreu Mas Colell, permitió que no se dejaran de pagar las nóminas ni un solo mes.
Lo que vino después tiene su origen en esa asfixia económica. Pero la medicina acabó siendo peor que la enfermedad. Mas no organizó el Procés –como repitieron hasta la saciedad en determinado Madrid–, pero sí que lo alentó y se dejó llevar por él para superar las heridas que los recortes estaban dejando en una parte sustancial de la sociedad catalana y de sus votantes. La evolución de la mayoría del catalanismo hacia el independentismo fue una reacción social de la continua negativa del Estado para resolver el problema catalán y cortar de raíz la voluntad de sus ciudadanos, como pasó con el Estatut, pero para Artur Mas fue una oportunidad dorada para cambiar las tornas y dejarse llevar por un relato idílico que compraron dos millones de catalanes, pero que él sabía que era irreal.
Cuando en 2010 alcanzó la presidencia de la Generalitat, lo hizo arropado por un amplio apoyo, que superaba el de sus propios votantes y alcanzaba amplias capas de la sociedad. Pero cuando dos años después suspendió la legislatura para dotarse de una “mayoría excepcional” que no llegó, ya sólo se dirigía a la mitad de los catalanes. Entonces inició una absurda carrera con ERC para ver quien era más independentista y llegó lo de la CUP. Y cuando se dio cuenta que el camino no llevaba a ninguna parte, ya era tarde.
Diez años después el resultado no es, en absoluto, el que se había imaginado el que fuera delfín de Jordi Pujol: Catalunya no es independiente ni lo será a corto ni a medio plazo, por infinitas razones que sólo el fanatismo se niega a asumir. La actividad económica y empresarial del que había sido el territorio más avanzado de la península es hoy un espejismo –a causa del centralismo español, efectivamente, pero también del cúmulo de errores propios, como se ha puesto de manifiesto en el último lustro sin rumbo en la Generalitat–. Y en los índices de calidad de vida y políticas de apoyo a las personas, en los que Catalunya siempre había sido un modelo ejemplar y se equiparaba con los territorios más avanzados del continente (¿alguien se acuerda de los cuatro motores de Europa?), se ha dejado de ser una locomotora para convertirse en un simple vagón de los del medio.
Si pudiera volver a escribir la historia, Artur Mas –que, no lo olvidemos, ha tenido que pagar personalmente un elevado precio hipotecando su patrimonio familiar por la furia vengativa de los poderes del Estado– probablemente mantendría exacto buena parte del guion, pero escribiría otro relato y, sobretodo, una trama más acorde a su pensamiento reformista y su manera de entender la sociedad, lejos de dogmatismos y de falsas verdades absolutas a las que él, a su pesar, contribuyó a dibujar.