Morir ¿matando?
Rajoy trata de controlar las ansias desatadas ya para su propio relevo en la calle Génova.
Y dijo Sansón: "Muera yo con los Filisteos". Y se inclinó con todas sus fuerzas, el edificio se derrumbó y cayó sobre los príncipes y sobre todo el pueblo. Así que los que mató al morir fueron más que los que había matado en vida. Pues lo mismo. Rajoy ha dicho: muera yo, y el PP conmigo.
Una vez censurado por el Congreso, pudo dimitir para que el funeral no fuera a lo indio, esto es, quemando junto a la pira a todas sus esposas. Pero no lo hizo. Y nada indica que pueda hacerlo en las próximas horas. Cospedal lo ha desmentido porque esa opción, dice, no les garantiza poder seguir en el Gobierno. En efecto, los populares no tendrán tiempo ya ni para cerrar carpetas ni para destruir ordenadores. En menos de una semana, Pedro Sánchez estará en La Moncloa y habrá nuevo Gobierno.
Rajoy morirá matando y con él irán todos a la hoguera. Quizá al paro. Ministros, secretarios de Estado, directores generales y cientos de puestos de trabajo directos e indirectos. Porque entre la humillación y el suicido colectivo, Rajoy no ha querido salvar al PP tampoco para que el Ejecutivo permaneciera en funciones, cerrara el paso a una investidura exprés de Sánchez y pudiera controlar un nuevo proceso electoral desde La Moncloa.
Sabíamos que en su ADN está la abulia, pero no del alcance de la obediencia ciega de un PP que tampoco le ha forzado a hacerlo, más allá de las voces que en privado se echaba las manos a la cabeza para que su presidente dimitiera antes de que le echaran.
Cerrada esa puerta y con un PP en descomposición, Rajoy trata —eso dicen— de controlar las ansias desatadas ya para su propio relevo en la calle Génova. No sabe que, una vez en la oposición, aunque permanezca de presidente del partido, poco podrá influir en la sucesión quien ha llevado al partido a la humillación de ser expulsado del Gobierno y tan sólo una semana después de que el PNV le salvara del trance para aprobar los Presupuestos Generales del Estado. El mismo nacionalismo vasco que le salvó de una convocatoria anticipada le saca ahora de La Moncloa.
Y todo porque Pedro Sánchez es la constatación de que la fortuna, también en política, ayuda a los audaces. Ni quería una moción de censura en este momento ni esta vez se veía a corto plazo en La Moncloa, pero una carambola improvisada a última hora y sin más estrategia que poner a Ciudadanos contra las cuerdas le llevará hasta allí en volandas.
No lo tiene fácil tampoco desde ahora el secretario general del PSOE. Con 84 diputados, el apoyo del independentismo, sin la presidencia en el Congreso, en minoría en las Mesas de ambas Cámaras y con la mayoría absoluta del PP en el Senado, tendrá que hacer encaje de bolillos para desplegar la agenda social que pretendía. Esto por no hablar de que Podemos hará una oposición implacable desde el primer día, igual que un PP herido y un Ciudadanos, que ha sido de momento desplazado del tablero. Rivera, que no ha dejado de tropezar consigo mismo, pasará de actor protagonista a secundario en cuestión de días. Pero que una mayoría del Congreso haya querido echar a Rajoy del Gobierno no significa necesariamente que quisiera llevar a Sánchez a La Moncloa.
NI el propio Sánchez estaba seguro de que este fuera el momento. Lo repitió desde la tribuna del Congreso no menos de media docena de veces, casi tantas como dijo que "el PP no es un partido corrupto", después de haber planteado la moción en términos de decencia o indecencia y de haber sostenido que el PP era la Gürtel.
El foco en todo caso pasa ahora del quién sí y quién no puede ser presidente del Gobierno al cuándo hay que convocar las próximas elecciones. Sánchez no ha puesto plazos, pero sí tendido la mano a consensuar la fecha con el resto de partidos. En el suyo, hay una sector que no se fía y cree que una vez en La Moncloa puede instalarse allí para dos años sin importarle las consecuencias que un Gobierno en minoría y dependiente del independentismo puede tener en las próximas autonómicas para los presidentes regionales. La presidenta de Andalucía tendrá por lo pronto que reconsiderar si adelanta las suyas, como pretendía, al próximo octubre.
El pánico no se ha apoderado de los mercados, como dicen los populares que auguran el Apocalipsis, pero sí de algunos barones y notables del PSOE. Estados de ánimo aparte, lo que es obvio es que Sánchez ha logrado con su intervención ante el Parlamento liquidar los argumentos previos en su contra: el precio pagado al independentismo, la inestabilidad que iba a generar por impulsar la moción de censura y el de la ambición personal por llegar a La Moncloa. El primero lo despejó al ofrecer nuevos espacios de consenso con todas las Autonomías e invocar la letra y la vigencia de la Constitución. Y los otros cuando hizo sin ningún éxito una oferta a Rajoy para que dimitiera y se pactara una fecha para adelantar las elecciones. Nadie podrá decirle ahora que la moción la impulsó para burlar las urnas.
Lo que venga a partir de ahora no está escrito, pero lo que parece claro es que el PSOE recupera músculo, además del Gobierno por un tiempo, sale del ostracismo y, si Sánchez sabe aprovechar la ocasión, podrá ir a las elecciones en condiciones bien distintas a las que le pronosticaban hasta ahora todas las encuestas.