Mínimo común denominador
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No importa por dónde empecemos, si por la política o por la justicia.
Si elegimos la política, para no ir muy lejos y hablar sólo de cambios que parecían claros o al menos posibles, se puede empezar por recordar la dura y amarga derrota de Hillary Clinton en 2016. Probablemente intervinieron un montón de factores —por ejemplo, se la criticó mucho porque se maquillaba y peinaba en exceso; me da la impresión de que si no hubiera obrado así, ahora se la criticaría por haber descuidado este aspecto, al que, por cierto, Donald Trump, aunque nunca se diga, tantas horas dedicó—. De lo que no hay duda es que el detalle que su oponente fuera un hombre pesó en su derrota, a Trump incluso le favoreció ser un agresor.
Recordemos otras políticas que han rozado la gloria. Carme Chacón se fue a dormir segura de la victoria, pero esa misma noche el patriarcado siempre diligente fue habitación por habitación del mismo hotel donde se alojaba ella y, por la mínima expresión, dio la vuelta a la votación a favor de un Alfredo Pérez Rubalcaba con bastantes más pecados que ella.
Soraya Sáenz de Santamaría ganó la votación popular, pero cuando llegó la hora del auténtico compromiso, la venció un político claramente inferior desde todos los puntos de vista, Pablo Casado. No es necesario comparar los currículos o las maneras de conseguir licenciaturas y másteres. Se prefirió a un tramposo, un fraude, a una brillante carrera, oposiciones incluidas. Cuando se escucha a Casado decir que los cadáveres que aún se pudren en las cunetas de las carreteras son un detalle viejuno (que el sí que es moderno) que no importa a nadie, o lo que piensa del derecho al propio cuerpo de las mujeres o de la gente refugiada, se puede afirmar sin ninguno género de dudas que es mucho más carcamal y retrógrado que Santamaría.
¡Qué fácil es tener manía a las mujeres! Siempre me sorprende que hombres, pero también mujeres, tengan mucha más tirria a Dolores de Cospedal o a Esperanza Aguirre, que no, por ejemplo, a José María Aznar, Alberto Ruiz-Gallardón, Federico Trillo o Rafael Hernando. Que consideren más nefasta como política a Santamaría que a Mariano Rajoy, cuando quien decidía las políticas era siempre él, que por eso era el presidente. ¿Por qué las mujeres irritan siempre más? Deberíamos dedicar un rato a pensar en ello.
Si vamos a la ley y también sólo teniendo en cuenta casos recientes, qué trompazo, qué golpe fue la sentencia sobre La Manada. Más por la decisión de la jueza Raquel Fernandino y de su colega José Francisco Cobo, que por el disparate del voto particular del misógino juez Ricardo Javier González. ¿Si aquella terrible y abyecta agresión no fue una violación, repleta además de agravantes, qué lo será?
Llegamos al caso del ya miembro del Tribunal Supremo yanqui Brett Kavanaugh. La profesora Christine Blasey Ford —una vez más la agredida— fue la que se vio obligada a dejarlo todo y huir a más de 5.000 Kilómetros para rehacerse y rehacer su vida; mientras tanto, el agresor emprendió su exitosa carrera en Washington. A pesar del dolor y el peligro y de lo mucho que se jugaba, Ford decidió exponerse para siempre más. Su testimonio es una lección de entereza y valentía pero no (le) ha servido de nada. Eso sí, ha dejado bien claro que la causa de no dar crédito a las mujeres, hasta ahora atribuida frecuentemente a que no se saben explicar, se contradicen, son emotivas o lloran, no puede ser más falsa. Kavanaugh alternó la chulería más insultante y prepotente (hasta el punto de que ha tenido que disculparse por ello) y el lloriqueo y no sólo no le ha pasado factura sino que se le ha considerado más creíble.
Hace años, siglos, que lo sabemos. ¿O es que no fue un testimonio íntegro y lleno de coraje y de sentido el de la profesora y abogada Anita Faye Hill cuando en 1991 denunció el acoso sexual de Clarence Thomas propuesto por George Bush padre para el Supremo? Es oportuno recordar que declaró ante un auténtico tribunal compuesto únicamente por hombres (una vez más, la parte por el todo) y también que lo capitaneaba Joe Biden, vicepresidente demócrata (2009-2017) de Barack Obama, que lo condecoró con la Medalla Presidencial de la Libertad, la más alta condecoración civil de EEUU; paralelamente, Biden deambula de plató en plató gimoteando y diciendo que debe una disculpa a Hill (no se sabe si la ha hecho llegar a la interesada). Por si algún voto republicano a favor de Kavanaugh fallaba, un senador demócrata, otro Joe, Joe Manchin, se apresuró a declarar que votaría a su favor. Y es que hay pocas cosas tan indestructibles, perversas y nocivas como las fratrias.
Se ha consumado el sueño dorado del Partido Republicano y del ultracatolicismo: tener una Corte Suprema escorada a la derecha extrema que durará décadas; Thomas y Kavanaugh se sientan en ella olímpicamente. Incluso parece que eso estimulará el peor voto trumpista en las elecciones de noviembre próximo (en Brasil acaba de ganar la primera vuelta, y con gran mayoría, un xenófobo, un racista y un misógino que cuanto más lo muestra, más votos saca y al que el establishment no hace ningún asco).
Si para cerrar el ciclo queremos volver a la política, se puede recordar que durante los setenta y tres años de existencia de la ONU (1945), ha tenido exclusivamente nueve secretarios generales, entre ellos uno tan dudoso, por no decir siniestro, como Kurt Waldheim.
El penúltimo, Ban Ki-moon, poco antes de irse afirmó que creía que tenía que ser reemplazado por una mujer. Es posible que el actual, António Guterres, piense lo mismo. Y el siguiente.
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