Miguel Bosé, lo que nadie sabe

Miguel Bosé, lo que nadie sabe

A lo largo de casi cinco décadas, Miguel Bosé ha sabido envolverse en un halo enigmático, y a veces mágico. Tras contar parte de su vida en 'El hijo del Capitán Trueno', ahora desvela los entresijos de lo más granado de su repertorio. El mito se hace carne.

Miguel Bosé, en la presentación de su libro 'El hijo del Capitán Trueno'.Jesus Briones / GTRES

Para muchos de mi generación, el ídolo nació a finales de abril de 1977. España vivía un año convulso: el franquismo se resistía a desaparecer, los terroristas sembraban de miedo y muerte las calles y la crisis económica golpeaba a los más débiles. Apenas tres semanas antes de aquel martes de epifanía, el gobierno de Adolfo Suárez legalizó al PCE, lo que despejaba el camino para la celebración de las primeras elecciones democráticas que habían sido convocadas formalmente el 15 de abril. Así estaban las cosas la noche que José María Íñigo llevó a Miguel Bosé a Esta noche… fiesta, el programa que nos hacía soñar con un país en estéreo y technicolor.

El ídolo se presentó ante nuestros ojos con unos vaqueros, que yo se por qué siempre recordé ajustadísimos,  y una increíble forma física. Algunos, sin embargo, ya sabíamos de su existencia y, casi a escondidas, confundidos por el encanto de su belleza, habíamos comprado tres años atrás Soy, el disco que le había producido Camilo Sesto, pero su presentación en Florida Park era un borrón y cuenta nueva. Desde el salón comedor, asistíamos, o al menos eso nos parecía, al nacimiento un héroe, el nuestro, a la vez sólido y gaseoso, el único capaz de enfrentarse a la España reseca, de linimento y parroquia, en la que habíamos crecido.

De las que Bosé interpretó ese martes glorioso en la tele solo retuve para siempre Mi libertad, la que abre precisamente su Historia de mis mejores canciones, el libro que acaba de editar Espasa. A punto de cumplir los dieciséis, aquella la letra era la síntesis perfecta de mis ansias de volar: «Mi libertad, desde el momento que me fui, mi libertad, para poder mucho mejor vivir mi vida…».

En contra de lo que auguraban los más sensatos, el huracán Bosé, con algún vaivén, es cierto, no fue algo pasajero. Regresó con otro atuendo para llevarnos a esos locales en los que podían convivir la música lenta y la rápida. Súper-Supermán puso melodía a mi verano del 79, el último de la minoría de edad y de depender de que los mayores te llevaran en coche a una discoteca decorada con cortinas alpujarreñas. Para entonces, ya el ídolo ya no asustaba a las madres ni arrancaba una porfía a los padres. Algunos de mi edad nos atrevíamos a intentar descifrar sus versos: «Al caer de cada noche, esperaré a que seas luna llena y te amaré…». Ahora, que ambos peinamos canas, leo lo que escribe de Te amaré y asiento con una cierta melancolía: «A esa edad y en aquellos tiempos, los veinte años aún conservaban mucha pureza y las experiencias en el amor no habían tenido efectos devastadores. No aún».

De alguna manera, el mito y yo, su juventud y la mía,  empezaron a distanciarse después de Bravo muchachos, de la que, quizás por ser una adaptación, no habla en el libro. Felipe había llegado a la Moncloa y en la facultad se le veía artificial, el típico producto con el capitalismo lobotomizaba a la juventud. Y nosotros, claro, no estábamos por rendirnos. Cambiarían muchas cosas, a España no la iba a conocer ni la madre que la parió, Alfonso Guerra dixit. No se si fueron tantas pero él, Miguel, y yo, cambiamos. Uno supo imprimir una firma más personal a su trabajo, el otro empezó a cotizar para la pensión.

Nos reencontramos a principios de los noventa. Otra vez en la televisión, se movía con sensualidad sobre unos vaqueros que me parecieron más electrizantes que los azules de la primera vez. Lo que me sugería el texto de Bambú tenía poco que ver con su de relato de hoy, que bien podría formar parte de una de las novelas de La sonrisa vertical. Otra vez la ambigüedad, tan seductora como ese violín que se cuela en Si tú no vuelves.

Viajé mucho en el nuevo milenio con Morena mía de fondo. La cargué en esos aparatos diminutos que nos permitían ir con la música a todas partes, emepetrés los llamaban. Madrid, y Chueca, empezaba a ser una fiesta. «Vamos p’al infierno, pon que no sea eterno. Suave bien, bien, que nadie como tú me sabe hacer café…» El término arritmia se instaló por entonces en mi vida. Convaleciente de la angina de pecho, en algún outlet encontré su cedé Cardio a precio rebajado y lo compré.

Los dos nos desplazábamos hacia la madurez el sábado que el mundo se paró. Lo vi otra vez en la televisión, ya sin voz, demacrado, llamando a una revolución mucho menos sensual y seductora que la que inspiraba Mi libertad en la convulsa primavera del 77. La carnicería televisiva hizo el resto.

«Me temo que este libro va a romper muchas ilusiones», empieza diciendo ahora en el repaso a la historia más o menos secreta de sus grandes éxitos. No estoy de acuerdo, no es mi caso. Esa anatomía secreta de 60 de sus canciones me ha devuelto en esta mañana parda, de este otoño seco, a aquel tiempo sensual de bailes y canciones arriesgadas cuando la libertad era nuestra única amiga.

Ah, mi libertad…

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).