Mi novio desapareció de mi vida sin decirme nada y ahora doy gracias
Ya he pasado la mitad de mi vida tratando de atraer y mantener a los hombres y creo que ya ha llegado la hora de hacer lo que me guste a mí.
“¿Qué harías si supieras que nunca te vas a casar?”, me preguntó mi psicóloga.
“Probablemente me suicidaría”, le respondí sin pensarlo, y ambas nos quedamos en shock por mi franqueza. Una vida sin pareja me parecía una vida que no merecía la pena, pese a que tenía más de cuarenta años y había pasado más tiempo de mi vida soltera que con pareja.
Había vuelto a mi psicóloga porque mi novio, con el que llevaba tres años de relación, de repente desapareció de mi vida sin decirme nada. Después de una discusión muy emocional sobre nuestro futuro juntos, dejó de responderme a las llamadas y a los mensajes. Yo solo le había propuesto dar un paso más en nuestra relación e irnos a vivir juntos.
Intenté averiguar qué es lo que pasaba y cómo podía salvar la relación buscando consejos en Google y en blogs de citas, pero apenas dormía y pasaba el día con una ansiedad atroz.
Perdí el apetito y adelgacé seis kilos en seis semanas. No podía creer que mi ex pudiera tratarme así conscientemente, de modo que supuse que estaba sufriendo una crisis. Lo que no sospechaba es que la crisis estaba a punto de pasarla yo.
Siempre he dado por hecho que algún día me casaría. Pese a que llevo mucho tiempo declarándome feminista, pensaba que el matrimonio (correcto) me haría la vida más sencilla, una idea que me inculcó mi madre. Mi madre siempre se propuso ser una buena madre y mujer católica de las que se quedan en casa a cuidar de sus hijos mientras el hombre gana el dinero. Por desgracia, se casó con su ligue del instituto, un chico listo, guapo, pero también un alcohólico con una conducta turbulenta, y acabó divorciada y con la responsabilidad de mantener ella sola a sus dos hijos a comienzos de los 70.
En aquel entonces, el divorcio no era algo tan común como ahora, sobre todo en nuestro barrio pudiente de las afueras de Chicago. Ya por entonces, yo era perfectamente consciente de que mi madre era la única divorciada de entre todos los padres de mis amigos y que mi hermano y yo éramos los únicos que vivíamos en un piso pequeño en vez de seguir en la casa unifamiliar grande en la que se había quedado mi padre.
Aunque nunca nos faltó la comida ni ningún producto de primera necesidad, íbamos justos de dinero. La ansiedad tiñó mi infancia, en la que tuve que ver a mi madre saliendo con diferentes hombres hasta que por fin encontró a un novio sano y emocionalmente disponible que nos compraba helados, nos llevaba a todas partes en su Alfa Romeo y nos llevaba de excursión en su barco.
Una vez que me puse a rebuscar en el bolso de mi madre por no sé qué motivo, encontré unos papeles en los que había garabateado su nombre de casada con el apellido de su novio para ver cómo quedaba. Me los arrancó de la mano, enfadada y humillada.
“No te cases muy joven, pero tampoco esperes demasiado o todos los hombres habrán volado”, me dijo en una ocasión.
La huida abrupta de mi novio y mi subsiguiente crisis me llevaron a iniciar la búsqueda del sentido de la vida. Tenía que hacerme a la idea cada vez más probable de que quizás nunca me casaría. Por lo menos, no en un futuro cercano. Entonces, ¿por dónde iba a reconducir mi vida?
Me daba vergüenza no ser capaz de responder esa pregunta y me acabé dando cuenta de que había utilizado el objetivo del matrimonio como vía de escape para no asumir responsabilidades sobre mi propia vida.
Siempre me ha perseguido la ansiedad por sentirme insuficiente en mi trabajo y en mi forma de escribir. Si me entregaba al matrimonio, me estaría quitando de encima parte del problema. No tendría por qué asumir tantos riesgos porque gozaría de una mayor seguridad financiera y emocional. O eso creía.
Así pues, empecé a preguntarme qué quería hacer con mi vida. Supe al instante que quería conocer mundo. En mi primer viaje después de la ruptura fui a Tulum (México). Fue un poco raro estar yo sola en aquel lugar romántico, pero lo cierto es que me relajó pasar horas en la hamaca o en una tumbona en la playa mientras los camareros me traían unos margaritas.
Cuando tenía que reservar en algún restaurante, yo pedía un sitio en la barra porque estaba sola. Cuando reservaba una excursión guiada, yo era la soltera, pero a nadie le parecía raro. Como mucho, les sorprendía, pero no les molestaba.
A lo largo de los siguientes años, viajé a Puerto Rico, Portugal, Italia, España, Turquía y por todo Estados Unidos, casi siempre en solitario.
Durante este tiempo, Donald Trump estaba en su primera campaña presidencial y sus comentarios sobre “agarrar a las mujeres por el coño” estaban a todas horas en la tele. Entretanto, el movimiento Me Too cogía impulso.
Cada vez me enfadaba más la forma en que tantos hombres se negaban a empatizar con las mujeres por el acoso y el trato desigual que sufren. Muchos hombres excusaban el comportamiento de Trump y decían que el movimiento Me Too había ido demasiado lejos. ¡Ahora incluso los hombres más poderosos tenían que asumir las responsabilidades de sus actos! También me aterraba la cantidad de mujeres blancas que votaban a Trump, un candidato que representaba la continuidad de esos roles tradicionales de género que, inocente de mí, creía que ya estaban evolucionando.
De repente, seguir soltera dejó de parecerme un fracaso, sino más bien una decisión respetable y hasta envidiable, según me hizo saber más de un excompañero de clase en el 30º aniversario de nuestra graduación en el instituto.
Aunque una relación sana sin duda enriquece la vida de las personas que la forman, a medida que veía que más y más amigos se divorciaban, más me di cuenta de que mantener una relación a menudo requiere sacrificios que no estaba segura de querer asumir.
“Parece que piensas que el matrimonio hace que todo sea más bonito, pero no es así”, me dijo una amiga casada que está en la relación más sana que he visto.
Así pues, dejé de sentirme avergonzada por ser la única mujer de mi familia que seguía soltera y sin hijos. Dejé de sentirme sola y desamparada cuando tenía algún problema en el piso o con el coche. Me saqué un máster con una media de 10 y, cuando perdí mi trabajo, tuve la confianza suficiente para hacerme autónoma y ganarme así la libertad que llevo tiempo deseando.
La psicóloga a la que llevaba un tiempo acudiendo me dijo cuando le confesé que quería recuperar a mi ex: “Algún día agradecerás que te haya dejado”.
Ahora no me cabe ninguna duda de que mi vida sería mucho más pobre y que seguiría cometiendo una y otra vez los mismos errores con los hombres si la decisión de mi ex, por cruel que fuera, no me hubiera forzado a despertar.
Quizás alguien piense que me he pasado con este cambio de actitud. Ahora tengo el listón muy alto y valoro mucho más mi tiempo libre. Hasta el momento, los hombres a los que he conocido no han superado ese listón. Mis familiares a veces me dicen en broma que voy a convertirme en una solterona con gatos, pero ya he pasado la mitad de mi vida tratando de atraer y mantener a los hombres y creo que ya ha llegado la hora de hacer lo que me guste a mí.
Si ese camino me conduce a un novio cariñoso, perfecto. Si no, también seré feliz.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.