Mi marido se suicidó y esto es lo que quiero que sepáis
Preguntar por qué se ha suicidado es una forma involuntaria de culpar tanto a la persona que lo ha hecho como a la más cercana de su entorno.
La primera vez que me preguntaron por el suicidio de mi marido Peter, estaba en urgencias, cuando la Policía me interrogó mientras yo vomitaba en una papelera. Recuerdo que uno de los agentes me reconoció porque había venido a mi casa con los bomberos hacía un par de años, cuando se estropeó nuestro detector de monóxido de carbono. Comentó algo de que parecíamos una pareja feliz. Tal vez se preguntó cómo era posible que un hombre que hacía unos pocos años parecía tan preocupado por morir envenenado con un gas se hubiera suicidado.
Las preguntas de la Policía fueron las rutinarias, solo seguían el protocolo. Sin embargo, en cuanto salí del hospital, sobre todo porque no oculté que Peter se había suicidado, me asaltaron a preguntas y comentarios que no me esperaba.
Por ejemplo, un trabajador del cementerio mal informado me dijo que no podía enterrar a mi marido en un cementerio religioso debido al modo en que había fallecido. He pasado años desde entonces ignorando comentarios de gente que se preguntaba si teníamos problemas maritales, económicos o si mi marido había descubierto que yo le ocultaba un gran secreto. Al parecer, la gente necesita un motivo único y tangible para explicarse su muerte.
Lo cierto es que sí había un gran secreto que ambos ocultábamos a nuestros amigos y familiares. Peter tenía pensamientos suicidas e iba al psiquiatra. Debido al estigma, no veía con buenos ojos que lo ingresaran.
Hasta la muerte de Peter, jamás se me pasó por la mente que el suicidio me afectaría personalmente. Todo lo que sabía sobre este tema lo había aprendido de la serie de los 80 ABC After School Specials y de un episodio de The Facts of Life. Todas estas series hablaban del suicidio entre adolescentes, no entre adultos, y lo que aprendí era que el principal síntoma de que alguien iba a suicidarse era que empezaba a regalar sus posesiones más preciadas (y teniendo en cuenta el materialismo de los años 80, evidentemente era una señal de que algo no iba bien). Peter, en cambio, no regaló ninguna de sus posesiones.
De hecho, la mañana que murió, se estaba preparando para ir al trabajo. Habíamos planificado para la semana siguiente nuestras vacaciones anuales de verano y habíamos pasado el fin de semana conociendo al nuevo bebé de su hermana. Extrañamente, era un periodo sin problemas en nuestras vidas. Lo más “comprometido” que puedo contar es que llevaba 10 días con un nuevo antidepresivo o que estaba sufriendo un nuevo brote de insomnio grave, un problema que le ha perseguido durante toda su vida. Aparte de eso, no había ningún otro motivo “misterioso” de los que la gente quería escuchar.
El desarrollo del suicidio de Peter no encajaría en las series de televisión actuales mucho mejor de lo que habría encajado en la tele de los 80. Desde mi punto de vista, a las series actuales les falta empatía y esperanza al tratar este tema, dos aspectos fundamentales para afrontar cualquier enfermedad. En vez de eso, presentan el suicidio como un misterio que hay que resolver, lo que implica que hay motivos lógicos que llevan a una persona a quitarse la vida, una implicación que me choca por lo tremendamente equivocada que está y lo dañina que es para el debate sobre las enfermedades mentales.
Me preocupa que consumir esta clase de series haya dañado la comprensión colectiva del suicidio y contribuya a la idea de que está bien preguntarse “por qué” se suicidó Peter o cualquier otra persona. No digo que tengamos que volver al mundo moralista, didáctico y formulaico de los 80 a la hora de tratar el suicidio, pero al menos esas series trataban de afrontar el problema de la salud mental y el suicidio sin fetichizarlo ni idealizarlo como un misterio. Es importante contar historias reales para ayudar a la gente a empatizar con las familias afectadas por el suicidio, así como mostrar esperanza y tratamiento para quienes sufren pensamientos suicidas.
Para mí, una consecuencia involuntaria de la narrativa del “por qué ocurrió” fue que aunque comprendía que tener una enfermedad mental no es culpa de nadie, empecé a dudar de lo que sabía. Me pregunté si estaba siendo ingenua y fui presa de la presión por querer saber el motivo por el que mi marido se quitó la vida. Durante esta época, empecé a investigar en su portátil, en su móvil y en todas sus pertenencias para ver si tenía una aventura (no la tenía, pero me di cuenta de que bebía un montón de Coca-Cola light). Incluso investigué en sus cuentas bancarias para ver si tenía deudas (tampoco las tenía). Lo único que descubrí fue un diario de la universidad en el que describía un episodio depresivo que había tenido 20 años atrás. Era tan duro leerlo que tuve que parar.
Incluso tras confirmar que no me guardaba ningún secreto, me obsesioné con la idea de que era un fracaso para mí no haberle salvado. Empecé a repasar en bucle los últimos días de su vida y a preguntarme qué más podría haber hecho para salvarle.
Desde entonces, más de una vez he deseado tener una respuesta que logre que las personas que no se han visto afectadas por un suicidio (por suerte para ellas) entiendan que preguntar “por qué” se ha suicidado alguien es una forma involuntaria de culpar tanto a la persona que se ha suicidado como a la más cercana de su entorno. Sigue sentándome fatal cuando alguien me pide que le narre una versión peliculera de mi nueva vida como superviviente del suicidio de mi marido decorándola con detalles personales. En lugar de hablar de eso, prefiero hablar de medicamentos y de terapias para las enfermedades mentales, cosas que no aparecen en el guion de una historia satisfactoria, pero que son herramientas necesarias para que los pacientes sean capaces de sobrellevar estas terribles enfermedades.
Durante los últimos años, a través de una organización sin ánimo de lucro de Nueva York, he dirigido un taller semanal de escritura creativa en una unidad psiquiátrica que forma parte de los programas de hospitalización completa y parcial. He tenido la suerte de leer los escritos de muchísimos pacientes. Cuando comento que dirijo un taller en una unidad psiquiátrica, la gente tiene curiosidad, aunque en realidad se parece mucho más de lo que se piensan al resto de plantas del hospital, donde distintos pacientes luchan por recuperarse.
Todas las semanas me siento inspirada por la fortaleza y la resiliencia de los participantes del taller, así como por su audacia al escribir. Como grupo, tienen esperanza y les gusta hacer distintos tipos de terapia, como escritura o yoga, para ayudarles en su lucha. He visto a incontables personas que encontraron un tratamiento que les funcionó y a otras personas que seguían reticentes ante la idea de ser hospitalizadas. Esto me ha ayudado a comprender mejor las enfermedades mentales y me ha ayudado a encontrarle sentido a la vida tras la muerte de Peter, pero sigo triste cuando recuerdo que Peter no quiso ir al hospital por culpa del estigma.
Como tanta gente, me encantaría vivir en un mundo en el que las enfermedades mentales no estuvieran estigmatizadas. Sé que un paso necesario para alcanzar este objetivo es no añadir a estas personas la carga de hacerles creer que deben ocultar su enfermedad o evitar que les ingresen. En mi caso, intenté que Peter fuera más abierto con sus problemas, pero, en última instancia, sé que no era decisión mía. Lo que sí fue decisión mía fue el modo en que compartí la noticia de su fallecimiento. Pude haber dicho que le había dado un infarto, una opción que probablemente él habría preferido, pero no lo hice.
Una consecuencia positiva de admitir el modo en que murió mi marido ha sido que mucha gente me ha confesado que en su familia también ha habido suicidios y que hasta entonces lo habían mantenido en secreto. Según ellos, mi sinceridad les ayudó a comprender que las enfermedades mentales y el suicidio no son algo de lo que avergonzarse. Comprendo que en un principio hubieran tratado de ocultar estas experiencias, pero esa no era una opción para mí y me alegro de que ahora estén reconsiderando sus motivos para mantener el secreto. También quiero advertirles de que reconocer públicamente estas experiencias familiares les expondrá a comentarios y preguntas insensibles. Tras ocho años soportando estas situaciones en persona, he llegado a la conclusión de que la mejor forma de explicarlo es también la más simple: “Tenía depresión y se suicidó”.
Me he dado cuenta de que al resaltar que tenía depresión, la gente se corta mucho a la hora de hacer preguntas. Me lo tomo como una señal de esperanza. Significa que muchas personas comprenden que la depresión es una enfermedad que a veces se puede superar y a veces, no. Estamos un paso más cerca de acabar con el estigma. Espero que logremos terminar con los mitos del suicidio, aunque en realidad tampoco puedo culpar a nadie que afronte instintivamente un suicidio como si fuera un detective. Al fin y al cabo, yo misma soy tan culpable como cualquier otra persona de intentar encontrarle sentido a esta enfermedad.
Ocho años después, parece que la gente comprende mejor las enfermedades mentales que cuando Peter murió, pero todavía oigo de vez en cuando el típico comentario de que suicidarse es un acto egoísta. He llegado a escuchar eso mismo de gente que ni siquiera conocía a Peter. Parece que es una respuesta típica cuando alguien se suicida. Aunque Peter, como todos nosotros, era bastante egoísta a veces, el día que se quitó la vida no fue una de ellas.
Cuando pienso en él, lo recuerdo como un padre cariñoso, como la pareja y el amigo que era en mi vida, no del modo en que murió. Y estoy tratando de que su suicidio no determine su legado. Tengo la esperanza de que cualquier persona que haya perdido a alguien por el suicidio (o a cualquier persona que conozca a alguien en esa situación) encuentre la empatía y la perspectiva para hacer lo mismo.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.