Mi hija ha muerto durante la pandemia y no sé cómo afrontarlo
Que alguien me diga cómo despedir a mi hija cuando ni siquiera podemos celebrar un funeral ni una pequeña ceremonia conmemorativa.
Mi hija falleció el jueves 23 de abril a la 1:11 de la tarde y yo no pude estar a su lado.
Se llamaba Laura. Acababa de cumplir 33 años en marzo. Padecía cáncer gástrico difuso, pero por culpa del coronavirus, yo, su mamá oso (como me llamaba durante su enfermedad), no pude estar con ella.
Sí, murió de cáncer, pero por la repentina aparición de síntomas como la falta de aliento, fiebre y tos, la clasificaron como “posible positivo en coronavirus”.
Días después de su último ingreso en el hospital, me llamó por teléfono, frustrada y llorando porque no podía ir nadie a hacerle compañía y apoyarla, ni siquiera yo ni su perseverante prometido, Brett.
El hospital solo le había permitido traerse una muda de ropa y de ropa interior. Su preciosa melena larga estaba sucia y enredada por el sudor de la fiebre y la falta de sueño. Lloraba porque ni siquiera le permitían ducharse, acondicionarse el pelo ni peinarse.
Estaba completamente sola en esa habitación en el hospital y solo contaba con la compañía de un equipo de enfermeros saturados. Ni siquiera la visitaban sus médicos, según me contó. Debido a su “presunto positivo en coronavirus”, ellos también tenían miedo de acercarse a ella y solo la llamaban por el telefonillo o le preguntaban qué tal iba a través de la ventana de la habitación, desde la seguridad del pasillo.
Ella solo quería irse a casa.
Le dieron el alta el 12 de abril y la mandaron a casa con oxígeno y visitas médicas ocasionales. Durante su enfermedad, no dejó de impartir clases de Biología y Química a distancia para sus alumnos adolescentes.
La docencia era la pasión de Laura. De niña llegaba a casa de la guardería, colocaba a sus muñecas y peluches en corro y les ponía deberes y exámenes. Siempre le ponía sobresaliente a su muñeca favorita, Judy, mientras que Nico, su mapache de peluche, solo sacaba aprobados.
Laura pasó el otoño de 2017 con dolores estomacales. Había ido al médico, le dieron antiácidos y sus amigos le recomendaron que comiera alimentos sin gluten.
Pese a sus dolores estomacales intermitentes, Brett y mi hija pasaron las vacaciones de 2017 en Andalucía y Brett le pidió matrimonio. Para ella era una perspectiva emocionante casarse y formar su propia familia.
España era un país muy especial para Laura. A comienzos de su carrera profesional, dejó su trabajo en un laboratorio de investigación en Utah (EEUU) para impartir clases en un colegio bilingüe en las montañas de Córdoba.
Le dianosticaron cáncer en enero de 2018 después de una operación rutinaria. Su reacción a ese revés de la vida fue decidir qué era lo que le importaba en la vida: seguir dando clases, estar con sus seres queridos y explorar el mundo con Brett a su lado.
Organizó sus sesiones de quimioterapia y más tarde de inmunoterapia en torno a sus labores docentes y sus planes de viaje y pudo vivir lo que le quedaba de vida de forma intensa y con sus propias condiciones.
Le gustaba beber cerveza casera, un hábito que arrastraba desde sus días de universitaria. Algo que le frustraba mucho es que después de la quimioterapia, no soportaba beber nada frío.
A Laura le encantaba la escalada e iba al rocódromo con tanta frecuencia como podía, pese a la neuropatía inducida por quimoterapia. Me dijo una vez: “Mamá, el rocódromo es uno de los pocos sitios donde nadie me conoce como ‘la chica del cáncer’”.
Después de que mandaran a Laura a casa ese 12 de abril, pasó una buena temporada dando clases, cocinando, remodelando el baño y paseando a Delilah, su nuevo cachorro. Compartimos recetas y le encantó cuando, por su cumpleaños, le regalé la guía de viaje de bolsillo a París que me había pedido.
Mientras tanto, seguía necesitando oxígeno, y cada vez más.
El sábado 18 de abril, Laura estaba paseando a su perro, se desmayó y se cayó. Cuando me enteré, le escribí: ”¿Quieres que vaya para cuidarte?”. Ella me respondió: “No quiero que te arriesgues a coger el coronavirus”. Así que contesté: “Maldito virus”, y esperé.
Laura tenía programada una broncoscopia el lunes 20 de abril. Dos días después de la prueba, me llamó, llorando. Los resultados eran terribles. Su falta de oxígeno no tenía nada que ver con el coronavirus, sino con algo mucho peor: el cáncer se le había extendido a los pulmones. Si no se sometía a un tratamiento agresivo, le daban un mes de vida.
Valoramos las distintas opciones que había y hablamos sobre los pocos días que tenía para tomar una decisión: seguir “luchando a muerte”... o no.
Le dije que la quería con todo mi corazón y que la apoyaría fuera cual fuese su decisión. Hice las maletas y me preparé para un viaje de cuatro horas para estar con ella al día siguiente. Me mandó un mensaje para que llamara antes de llegar. Me preparé para la vigilia y me puse los pendientes que me había comprado en Colombia el verano pasado. Ambas pensábamos que teníamos tiempo.
Laura murió diez minutos antes de que yo llegara una espléndida mañana de primavera y la viera en los brazos de Brett.
Me contaron que había estado lúcida, hablando y bebiendo sorbitos de un batido hasta justo antes de morir. Había venido una enfermera para comentarle las distintas opciones de hospicio con las que contaba si decidía someterse solamente a cuidados paliativos. La enfermera había llegado a mediodía y había subido inmediatamente la dosis de los ansiolínicos y analgésicos a medida que a Laura le costaba más respirar. Llegó un momento, pasada la 1 de la tarde, que Laura se puso en pie, anduvo unos pocos pasos, se derrumbó y eso fue todo.
Y yo no estuve con ella.
No tengo ni idea de qué hacer ahora que se ha ido ni cómo afrontar esta insoportable angustia.
Alguien tiene que decirme cómo pasar este duelo, ya que chillarle a la gente cuando veo que no llevan mascarilla o quejarme en voz alta cuando empujan y no respetan las distancias de seguridad en la fila del súper no me está ayudando a llevarlo mejor.
Que alguien me diga cómo despedir a mi hija cuando ni siquiera podemos celebrar un funeral ni una pequeña ceremonia conmemorativa, cuando el queridísimo cuerpo de mi hija desapareció en el maletero de un improvisado coche fúnebre para nunca más volver a verla.
Quiero celebrar los rituales en los que que nuestra sociedad me ha enseñado a apoyarme para superar el duelo.
Ansío estar con mis nietos. Quiero abrazar a mi hermana y ver a mis hermanos, que viven a miles de kilómetros. Echo de menos a mis amigos. Quiero ir a la cervecería favorita de Laura y pedir unos aperitivos grasientos y una enorme jarra de cerveza para compartir y llorar con sus compañeros de trabajo y sus amigos.
Quiero aceptar las comidas y los bizcochos que me traen los vecinos junto con su simpatía y su cariño.
Sin embargo, tengo 64 años, estoy inmunodeprimida por la enfermedad de Addison y me da miedo abrir la puerta.
Por ahora, en vez un funeral, nuestra pequeña familia ha llorado la insoportable pérdida y ha contado historias de su intensa, breve y brillante vida. Hemos llorado, hemos hablado y hemos maldecido a este virus y su expansión. Pero más allá de eso, todas las mañanas al levantarme y todas las noches al acostarme tengo un agujero en el corazón y no sé cómo seguir adelante.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.