Mi hermano de 20 años se suicidó y yo estuve a punto de seguirle
No solo había perdido a mi hermano, sino también una parte fundamental de mis padres.
Unas pocas horas después del funeral de mi hermano Joe, me di cuenta de que mi padre había encogido. Nos sentamos juntos en el sofá de mis abuelos, él con traje y corbata, y yo con mi pantalón negro y jersey blanco. De pequeña veía a mi padre como un gigante que palmeaba mejor que nadie en baloncesto y tocaba el techo con facilidad. Ahora, era como si hubiera perdido un trozo de sí mismo al enterrar a su hijo.
Horas después, mi madre se desplomó entre lágrimas: “Mi hijo, mi hijo”. Arañaba el aire que antes había ocupado mi hermano. Estaba en posición fetal, tan encogida que parecía una niña.
El suicidio de mi hermano fue portada en el periódico de mi ciudad. Murió a los 20 en medio de una crisis de salud mental. Llevábamos dos días chillando: ”¿¡Por qué!? ¿¡Cómo ha podido pasar esto!? ¡Esto no puede ser real!”. Sin poder salir de nuestra conmoción, nos sumimos en la oscuridad y empezamos a comer cada vez menos, como si saltarnos comidas fuera a traernos de vuelta a Joe.
A lo largo de las dos semanas siguientes, intenté encontrar en los ojos de mis padres la chispa de la vida que solían emitir, pero había desaparecido para siempre. Mamá lloraba y decía que ella también moriría si perdía a alguien más. Papá me decía que recordara a Joe como solía ser.
A mis 22 años, asentía y miraba a otra parte, sin darme cuenta aún de que no solo había perdido a mi hermano, sino también una parte fundamental de mis padres. Y aunque me hubiera dado cuenta, ese duelo me habría parecido injustificado.
Siempre he oído que la muerte de un hijo es la pérdida más dura que se puede sufrir. Ahora solo tenía un hermano biológico: el mellizo de Joe. También tenía padre y padrastro, que fueron los encargados de identificar el cadáver de mi hermano, y mi hermanastra, que era demasiado pequeña para comprender esta tragedia.
Quería acabar con su dolor, pero el mío me parecía merecido. Cuando tenía 10 años tuve que encargarme de mis hermanos durante el caótico y amargo divorcio de mis padres: hacer la comida, meterles prisa para que no llegaran tarde al colegio, animarles cuando los veía tristes... Pero también fui yo la que se mudó a 1.000 kilómetros de distancia días después de mi graduación en el instituto con la firme determinación de no volver.
Todas y cada una de las células de mi cuerpo saben que debería haber estado ahí.
Debería haber reconocido las señales.
Debería haber impedido que sucediera.
Pero no lo hice.
Quizás mi negligencia le costó la vida a mi hermano.
Estaba desesperada por arreglar esta situación, que habíamos oído que solo podía ir a peor. Una superviviente de suicidio que asistió al funeral de Joe nos advirtió de que sus familiares teníamos ahora un mayor riesgo de suicidio. Lo había leído en un folleto que le habían dado en una asociación local de apoyo. Estaba demostrado que nuestra familia podía volver a ser portada en el periódico local.
Tres semanas después de la muerte de mi hermano, mamá organizó una reunión familiar.
“Prometedme que no vais a hacer nada arriesgado”, dijo con los ojos dirigiéndose alternativamente a mi hermano y a mí. Dos años antes de la muerte de Joe, yo había empezado a practicar paracaidismo. Al principio lo había hecho para demostrar que era tan guay como los compañeros de la banda de heavy metal de mi marido, pero pronto el cielo se convirtió en mi refugio. En el aire, la paz reemplazaba mis trágicos recuerdos. Con miedo de matar a mi madre de los nervios, accedí entre dientes a renunciar al paracaidismo.
En aquella época, mi marido estaba de gira con su banda por Europa. Por miedo a perderlo a él también, me uní a su gira. Todos los días luchaba por vivir, no porque tuviera ganas, sino porque en mi familia ya estábamos haciendo los preparativos para otra muerte.
Seis meses después de la muerte de mi hermano, un cáncer de colon se llevó a mi abuelo. Antes del suicidio de Joe, había visitado a mi abuelo y lo había visto mentalmente preparado para hacerle frente a su enfermedad, pero ver el ataúd de mi hermano acabó con sus ganas de luchar.
Medio huérfana y aún más destrozada, mi madre adelgazó aún más.
¿Y si ella también había dejado de luchar?
El día que enterramos a mi abuelo, decidí vivir no solo mi vida, sino también la de Joe.
Quizá si me esforzaba más y demostraba ser lo suficientemente inteligente, la gente me vería como algo más que una portada y una estadística. Quizá le prestarían más atención a nuestra recuperación y no tanta a lo que le pasó a mi hermano. Quizás esto les devolvería las ganas de vivir a mis padres para que cuidaran de mí y no al revés.
Tres semanas antes de la muerte de mi abuelo, me apunté para estudiar 15 créditos en la universidad que había abandonado después de mi primer año. Para financiar mi educación, pedí un préstamo estudiantil y empecé a trabajar 32 horas a la semana en una empresa de marketing durante los periodos lectivos y 50 horas semanales durante los periodos no lectivos. El resto del día lo pasaba estudiando. Ahora que me había propuesto vivir dos vidas, no me conformaba con algo que no fuera la máxima calificación.
Se me ponía la piel de gallina cuando oía el tono de voz de mis padres cada vez que comentaba que había vuelto a la universidad por Joe o cada vez que me daban un reconocimiento por mis notas. En esos momentos, durante un nanosegundo, mis padres creían que mi hermano aún estaba entre nosotros.
En mi último año, me habían aceptado en dos sociedades de honor, concedido dos becas completas y estaba entre los candidatos para graduarme summa cum laude. Aunque la Universidad solo me permitía quedarme una beca, el hecho de que me concedieran dos me parecía una especie de prueba de que de verdad estaba viviendo por mi hermano y por mí.
La beca me ayudó a centrarme más en los estudios. Sin saber muy bien qué hacer con tanto tiempo, me apunté a todos los cursos posibles. Técnica de ordenadores de laboratorio, redactora del periódico del campus, operadora en la línea de prevención de suicidios.
La vida parecía maravillosa.
Hasta que dejó de serlo.
Tras dos semanas con esta nueva rutina, empecé a pensar en ángulos: concretamente, en los ángulos de la rampa que planeaba construir para poder salir volando desde la planta más alta del garaje del campus.
El exceso de carga de trabajo de los dos últimos años había conseguido mitigar mi duelo. Ese día, sentí que una extraña fatiga me invadía mientras medía y analizaba velocidades, pero no estaba triste. No me sentía como una carga ni me sentía atrapada. No tenía ni idea de que estaba planeando mi muerte. ¿Por qué iba a querer morir? Mi vida ahora era supuestamente perfecta: un historial académico perfecto, muchas ofertas de trabajo y una vida sin sobresaltos.
El día que me di cuenta de lo que pasaba, me quedé paralizada en la planta superior del garaje, mirando el precipicio y pensando en todas las promesas que había hecho de vivir. Siempre había pensado que las promesas eran como contratos con una opción de rescisión unilateral, pero ahora que estaba viviendo dos vidas, poner fin a mi vida me parecía como matar a Joe por segunda vez. ¿Y cómo lo iban a soportar mis padres?
Dos días después, pedí cita en el centro de asesoramiento de la universidad. Antes de cruzar el umbral de la puerta, recé: “Por favor, dame fuerzas para salvarme de mí misma”.
Después de lo que me parecieron horas, una mujer me hizo pasar a su oficina. Solo me sacaba unos pocos años. Durante los primeros 30 minutos, me hizo una serie de preguntas. Cuando le conté lo de mi hermano y mis pensamientos en la planta superior, vi que tragaba saliva.
“¿Tiene usted experiencia tratando pensamientos suicidas?”, le pregunté. ”¿Alguna vez ha sentido que no le queda nada que perder?”.
Recogió unas hojas y se sentó a mi lado. Estuvimos así hasta que se acabó el tiempo. Se suponía que solo iba a verme siete sesiones, pero me acabó tratando durante los siguientes dos años. En esos dos años, desarrollé verbalmente las historias que llevaba tiempo contándome a mí misma.
Durante años había pensado que existía una jerarquía de duelos. Siendo la hija que se había marchado de casa, la hermana que no había detectado las señales y la hija que no había conseguido levantar el ánimo a sus padres, creía que mi duelo pertenecía al último escalón.
Al final, me di cuenta de que el duelo no es una competición. El único dolor que realmente podemos conocer es el propio. También es el único que podemos controlar. Por mucho que yo quisiera terminar con el sufrimiento de mis padres, no podía.
Unas semanas antes del que habría sido el 45º cumpleaños de Joe, me senté de nuevo junto a mi padre. Era la primera vez que nos veíamos desde el inicio de la pandemia. 24 años después de la muerte de Joe, todavía veo cómo su pérdida sigue haciendo mella en él. Una parte de mí sigue lamentando la pérdida de mi padre tal y como era antes.
Al tomarle de la mano, me recordé que soy suficiente. Que ambos somos suficiente. Que nuestro sufrimiento compartido es lo que importa. Que, aunque no podamos recorrer el camino del otro, no tenemos por qué recorrer el nuestro solos.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.