Mensajeros del alba
El rol del filósofo, tema bastante discutido, en medio de esta crisis ha planteado una serie de cuestionamientos.
No hace mucho, acceder a las obras completas de Blumenberg, Habermas o Arendt era un privilegio al que pocos teníamos acceso. Ahora, basta con encender el ordenador para encontramos con ellas o con algún artículo que apenas acaba de publicar alguno de los filósofos más reconocidos. La presencia del filósofo como figura pública es tan antigua como la filosofía y no ha cesado, ni de causar asombro ni de causar problemas; ya sea porque algunos apoyaron y todavía lo hacen a regímenes abiertamente antidemocráticos o porque se han convertido en voceros de algún tipo de poder. Marionetas filosóficas al servicio del fastidio común. Sin embargo, cualquiera que sea el camino que el filósofo haya elegido, no dejamos de encontramos con sus palabras y estos meses no han sido la excepción.
La famosa metáfora hegeliana del mochuelo de Minerva, levantando el vuelo cuando cae el crepúsculo nos ayudará a entender, en parte, el devenir filosófico de estas últimas semanas. El rol del filósofo, tema bastante discutido, en medio de esta crisis ha planteado una serie de cuestionamientos que nos llevan a preguntar: ¿Cuál es la frontera entre la reflexión mesurada, rumiada, del filósofo y la del comentador matutino? Un pensamiento que responde a la premura del evento y a las obligaciones editoriales bordea más la opinología con cierto barniz filosófico. Un pensamiento filosófico no puede variar de una semana a otra de forma tan radical y hasta superficial como lo hemos visto. Menciono dos casos.
Por un lado, un escéptico Agamben, en febrero, se quejaba de las “medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia”. El virus apenas tomaba fuerza y cierta confusión se extendía por el mundo. Agamben temía la prolongación de las medidas excepcionales tomando como excusa el virus. Sin embargo, a mediados de marzo retomó la pluma. No se disculpó por su prematura negación ni reconoció que se había equivocado, incluso llegó a considerar la cuarentena como un proceso deshumanizante. Para Agamben, ver al otro como “untador potencial” era la fatal abolición del prójimo. A finales de marzo dejó la pandemia de lado y abrazó la esperanza. Quizás era su forma de resarcir el ridículo en el que había caído y con el que Jean Luc-Nancy colaboró.
Por otro lado, Zizek dijo que la pandemia “nos obligará a reinventar el comunismo”, además comparó al virus con la “técnica de los cinco puntos y palmas que revientan el corazón”. Solo que Zizek la utilizó, metafóricamente, contra el sistema capitalista. No es cierto, respondió Han, el virus no ha dado ningún golpe mortal al capitalismo y, a la propuesta zizekiana, la calificó como un “oscuro comunismo”. Contra las criticas y burlas que florecieron por doquier, Zizek no respondió con un artículo, sino con un libro. Publicó Pandemic, un juego de palabras entre pánico y pandemia, en donde propaga con brevedad el ya trillado dilema: “barbarie o alguna forma de comunismo reinventado”, pero esta vez radical: “comunismo o barbarie, ¡así de simple!”. Pese a tener ideas fuertes e interesantes, Pandemic no dejar de ser una apología que, por sus precitadas aseveraciones, se vio obligado a responder a sus críticos.
Todo este vaivén en menos de dos meses.
¿Significa que las ideas filosóficas de estos filósofos sean triviales? No, de ninguna manera. Es más, concuerdo con varias ideas que ellos proponen, pero nos deja la impresión que estos artículos han sido formulados más por profetas que por filósofos. Pronosticadores de un tiempo incierto. No se corresponde, aunque resulte molesto, con un pensamiento riguroso y sistemático, propio de la filosofía. Provocadores, pueden ser para algunos. Pero no pasan de ser breves reflexiones construidas al calor de la lumbre. Agamben y Zizek son tan solo dos ejemplos de lo que ha estado sucediendo desde que empezó la cuarentena. A ellos se suman Chomsky, Esposito, Gabriel, Di Cesare, Badiou, etc. Es por esto que la metáfora hegeliana, en su sentido positivo, toma mayor significado.
Callar y pensar, aunque sea por un tiempo. Detener la pluma. Abrir la ventana. Se debe escribir, sí. Y cuando se haga para el público que circula fuera de las facultades se debería recordar lo que dijeron Ortega y Gasset, y Popper. El primero dijo que “la claridad es la cortesía del filósofo y como tal debemos evitar ostentar los bíceps del tecnicismo” filosófico. Popper refuerza esta idea, porque para él, no solo podemos, sino que tenemos que escribir de “la forma más simple, clara y civilizada que podamos. No olvidar los problemas que azotan a la humanidad y que exigen un pensamiento nuevo y osado, pero paciente”. No hay que dejar de plantear preguntas incómodas ni desafiar aquello y a quienes nos quieren imponer un nuevo orden que atenta no solo contra nuestra racionalidad, sino contra nuestra humanidad. Es por esto que la filosofía es peligrosa y el filósofo un molesto tábano social. Un perpetuo fastidio. Pero paciencia, como dice Popper. La premura en filosofía no conduce a la montaña, sino al barranco.
Hace dos meses no se contaba con suficiente información, ni siquiera hoy sabemos cómo evolucionará el virus ni cómo nos enfrentaremos a él. Las cosas cambiarán, indudablemente. Unas más que otras. No exagero al decir que es complicado comprender un evento de esta magnitud cuando todavía se está desarrollando y podemos extraviarnos con habladurías. Ofrecer reflexiones breves al borde de la futurología, del catastrofismo y apocalipsismo me parece apresurado. Parecería que esto se ha producido más por una insistencia mediática; ya que, basta con mirar a la historia para saber que este tramo ya lo hemos vivido. Toda filosofía al servicio de algo deja de ser filosofía. El mochuelo, en estas circunstancias, debería haber levantado el vuelo cuando la crisis y los problemas que giran en torno a ella se vuelven más claros, pero como se han dado las cosas el mochuelo de Minerva se ha convertido en el mensajero del alba.