Me sometí a un transplante de heces que me salvó la vida
Si alguien me hubiera dicho hace tiempo que no solo estaría de acuerdo, sino que accedería de buen grado a que me metieran dentro del cuerpo un trozo de caca de otra persona, no me lo habría creído. Como la mayoría de la gente, habría sentido repulsa solo de pensarlo. Sin embargo, cuando estás luchando por tu vida, lo del asco te da igual.
Mi inesperado cruce de caminos con el transplante de heces empezó en mayo de 2011, cuando sufrí una infección dental para la que tuve que tomar antibióticos. Ya estaba bajo tratamiento con inmunosupresores debido a mi esclerosis múltiple, por lo que era más susceptible de sufrir infecciones. No había oído hablar nunca de la clostridium difficile, una bacteria potencialmente peligrosa más conocida como C. difficile, de modo que no sabía que yo era más vulnerable aún de contraer esa infección mientras tomaba un fuerte antibiótico. En mi mente, me sentía a salvo de las infecciones debido al antibiótico. Poco sospechaba yo entonces lo que me esperaba.
Tras un par de semanas tomando diariamente clindamicina para la infección dental, empecé a sufrir algunos síntomas intestinales extraños. El primero y más alarmante fue cuando me desperté a las cuatro de la madrugada pensando que tenía que ir rápido al baño para evacuar. Cuando me senté en el retrete, pensé que sería diarrea y que iba a vomitar, pero no salió nada. También sentía un dolor insoportable en el recto y alrededor que nunca había sentido, y eso que he sufrido fisuras y hemorroides. Era como si me hubieran apaleado con un bate de béisbol en el culo. Al día siguiente, el dolor fue remitiendo hasta el mediodía, cuando volví a tener ganas de ir al baño. Cuando fui, lo que salió fue una masa marrón de mucosa espesa con algo de sangre. Nunca había visto u oído hablar de nada parecido. Parecía algo sacado de una película de terror, y yo estaba completamente aterrorizada.
Llamé a mi médica de cabecera y me recomendó que fuera al médico de urgencia, que le era imposible verme ese día. La médica que me atendió no supo averiguar qué me sucedía, de modo que me dio el teléfono de un especialista. El especialista resultó ser un cirujano, no un gastroenterólogo, y yo estaba en un callejón sin salida. Estaba frustrada y aterrorizada; no sabía qué hacer a continuación.
No tenía diarrea, que es el síntoma más habitual que provoca la bacteria C. difficile, de modo que fue aún más complicado determinar qué era lo que me pasaba. Un par de semanas más tarde, mis síntomas ―que ahora incluían náuseas, calambres, mucosa en las heces, pérdida de apetito y dolores en toda la zona pélvica― seguían ahí y yo cada vez me encontraba peor. A estas alturas, pasaba tantas horas retorciéndome en el suelo del baño que acabé yendo a urgencias. Fue ahí donde los médicos plantearon por primera vez la posibilidad de que fuera C. difficile y me pidieron que les entregara una muestra de heces para analizarlas. Antes de que llegaran los resultados, me mandaron de vuelta a casa con una receta de Flagyl (metronidazol), el primer antibiótico al que recurrieron los médicos para tratarme de C. difficile. En ese momento, aún no tenía ni idea de lo peligrosa que es la C. difficile ni de lo difícil que es de curar.
A la mañana siguiente, me llamó el hospital con los resultados del análisis. Me confirmaron que tenía C. difficile. "Bueno, no pasa nada". Pensé. "Me tomaré este medicamento un par de semanas y ya me pondré bien". Debido a mi susodicha inmunosupresión, me dijeron que me tomara el medicamento durante cuatro semanas en lugar de las dos semanas recomendadas normalmente. Pronto empecé a sentirme mejor y pude seguir con mi inyección mensual para la esclerosis múltiple, que había pospuesto debido a la C. difficile.
Pocos días después de mi primera inyección desde que estaba infectada de C. difficile, empecé a notar los síntomas de nuevo. Mi médico me pidió que llevara otra muestra de heces para que la analizaran. Estaba volviéndome muy buena en eso de recoger muestras, meterlas en un envase pequeño de mantequilla previamente lavado y, una vez relleno, guardarlo en una bolsa de papel marrón y e intentar actuar como si no pasara nada. Los resultados llegaron al día siguiente: positivo. Otra vez. Empecé otro mes de tratamiento con Flagyl. En esta ocasión mis síntomas eran peores, y los efectos secundarios del medicamento (náuseas, dolor de estómago, calambres, dolor de cabeza, boca seca, sabor a metal en la boca y mareos), menos tolerables. En ese momento ya llevaba unas 22 semanas lidiando con mis problemas gastrointestinales. Estaba agotada, tanto de la C. difficile como del tratamiento. Por desgracia, solo estuve un par de días sin Flagyl cuando la C. difficile volvió para vengarse.
En esta ocasión, mi médico me recetó una versión oral de vancomicina, otro antibiótico utilizado para tratar la C. difficile cuando el Flagyl falla. Me tomaba ese medicamento durante dos semanas, lo dejaba y una semana después recaía, así que me lo volvían a recetar para otras dos semanas. La C. difficile no remitía. Es más, cada vez que volvía parecía más fuerte y resistente. Nos estábamos quedando sin opciones. Mi cuerpo no combatía la infección y mis órganos iban a empezar a apagarse. Estaba perdiendo pelo y peso de mi ya delgado y débil cuerpo, y seguía enfermando más que nunca.
Aterrada ante la idea de morir por la infección, empecé a investigar cómo habían luchado otras personas hasta derrotar a la C. difficile. Lo que encontré me pilló totalmente por sorpresa. Descubrí los transplantes fecales, el transplante, literalmente, de heces del intestino de una persona al intestino de otra, mediante una operación similar a la colonoscopia. Básicamente, las heces de la persona donante se mezclan con una solución salina para crear una especie de lodo. Después, con un tubo, la mezcla se inserta en el paciente por el ano. La premisa del proceso es que las bacterias saludables de las heces del donante se instalen en el interior del colon infectado y empiecen a multiplicarse. Si lo piensas, es una idea brillante: ¿Qué mejor forma de favorecer la repoblación de los millones de bacterias saludables que necesita el organismo que usar, precisamente, bacterias?
Tras otra recaída más, cuando me encontraba en mi segunda ronda de vancomicina, le pregunté a mi médico si podíamos probar con el transplante de heces. Nunca había oído hablar de dicho procedimiento, lo cual me sorprendió, ya que es gastroenterólogo. Me dijo que lo investigaría y que volvería a contactar conmigo. Unas pocas semanas más tarde y seis meses después de que empezaran mis primeros síntomas de infección por C. difficile, el médico me preguntó si aún estaba dispuesta a probar el transplante. Ni siquiera me lo pensé, me lancé de inmediato.
Durante los siguientes meses me recetaron una combinación de Flagyl y vancomicina para mantenerme más o menos estable mientras mi médico ponía en marcha el protocolo del transplante. Realizó consultas a médicos de otros estados con experiencia en transplantes de heces para aprender sobre el procedimiento y para prepararme a mí para lo que venía.
Mi donante fue mi marido. O sea, acordamos hacerlo "para bien o para mal". En un momento determinado, el médico me miró seriamente y me dijo: "Ya no podrás volver a decirle a tu marido: 'No me vengas con tus mierdas". Estuvimos meses riéndonos de eso.
Completada la preparación y después de que mi marido se hiciera unos análisis de sangre para asegurarnos de que no tenía nada que pudiera contagiarme a través de sus heces, me programaron el transplante para el 2 de marzo de 2012. Nos pidieron que compráramos una nueva licuadora y la lleváramos para preparar la mezcla y mi marido tuvo que recoger sus heces la mañana del procedimiento. Yo me preparé del mismo modo que haría para una colonoscopia para tener el tubo digestivo lo más limpio posible y que las bacterias saludables pudieran desplazarse e instalarse.
Fui la primera paciente que se sometió a un transplante de heces en ese hospital y posiblemente una de las primeras en el estado de Utah. Recuerdo que mi médico llegó silbando y sonriendo aquella mañana. "Es un día muy prometedor", me dijo. Estaba ansioso por realizar el procedimiento y por que tuviera éxito, no solo por mí, sino también porque tenía una lista de pacientes cada vez mayor que podrían beneficiarse de un transplante de heces si funcionaba. Nunca he visto a nadie tan emocionado por la caca, salvo quizás uno de mis hijos cuando estaba estreñido y por fin pudo ir al baño. Yo simplemente estaba emocionada por la posibilidad de sentirme mejor, por no mencionar el hecho de no morirme.
El procedimiento salió increíblemente bien. Me desperté de la anestesia sintiéndome mejor de inmediato. Los calambres y el dolor habían desaparecido y tenía hambre. Fue una cura instantánea. Ahora el objetivo era mantener dentro de mi cuerpo "la cura" el máximo tiempo posible, y todo el mundo lo celebró cuando fui capaz de esperar hasta el día siguiente para ir al baño. Tengo que admitir que no estaba preparada para el olor que salió con mi primera deposición: ¡Mis heces y mis gases olían exactamente igual que los de mi marido! Si mi marido se tira un pedo, puedo irme a otra parte, pero en esa situación no podía alejarme de mí misma. No fue agradable. Todavía nos reímos de eso. Sin embargo, fue un precio muy bajo para curarme y, por perturbador y evidentemente desagradable que fuera, las bacterias de mi marido estaban haciendo su trabajo y eso era lo único que importaba.
Posteriormente, mi médico me dijo que si el transplante no hubiera funcionado, mi colon habría sido completamente invadido por la C. difficile. No solo no habría sido incapaz de absorber los nutrientes que necesita mi organismo, sino que al final mis órganos habrían empezado a apagarse uno por uno hasta morir.
Doy gracias por haber recibido un transplante de heces y por que mi médico me escuchara y diera los pasos necesarios para hacerlo posible. Aunque todavía está considerado altamente experimental y muchos médicos ―incluso los especialistas― no conocen bien el procedimiento, los transplantes de heces tienen una tasa de éxito enorme y pueden funcionar cuando nada más lo hace. Si no lo hubiera vivido, no me lo creería. Ahora que lo he hecho, quiero que tanta gente como sea posible conozca este procedimiento, porque puede suponer la diferencia entre vivir o morir. Por desagradable que sea la idea de introducirme heces en el cuerpo, la caca de mi marido me salvó la vida, literalmente.
'HuffPost' no avala ni se hace responsable de la eficacia de los tratamientos mencionados en este post. Ante cualquier problema de salud, consúltalo con el médico.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.