'Marie': ópera y feminicidos, ruidos feos y raros
Una ópera que resulta difícil de clasificar incluso para el propio equipo artístico.
Se estrena en el Teatro de la Abadía una producción del Teatro Real. Se trata del estreno absoluto de la ópera Marie. Una ópera lo suficientemente pequeña para que no se estrene en la sala grande del Real y lo suficientemente grande para no haberla estrenado en su sala pequeña, la Gayarre. Pequeña porque con un ensemble de cinco músicos, Proyecto Ocnos, unos buenos altavoces, para su música acusmática, y un elenco de dos cantantes y tres actores se resuelve.
Una ópera ninguneada por el ámbito musical, porque parte de la idea de una dramaturga contemporánea, Lola Blasco que es Premio Nacional de Literatura Dramática. Y ninguneada por el ámbito teatral, por tratarse de una ópera contemporánea, compuesta por Germán Alonso que tampoco está falto de premios y reconocimientos. Ninguneo que se ve en el poco interés periodístico y crítico que ha suscitado. Ni siquiera la revista on-line Beckmesser ha podido hacer su típico Diálogo de Besugos recopilando las críticas de los periódicos de toda la vida.
Una ópera que resulta difícil de clasificar. Incluso para el propio equipo artístico. En la rueda de prensa la soprano Nicola Beller Carbone, la Marie del primer reparto, llegó a definirla como teatro musical. Según contó, la tendencia o deriva que está adoptando la ópera en Alemania y sus áreas de influencia cultural, en la que cada vez se hacen más óperas como estas. Óperas inclasificables, como suele ser toda aparente novedad, que habla de la inquietud de libretistas y compositores por salir de su zona de confort, o del de sus disciplinas. Y, también por sacar al público, teatral u operístico, del suyo.
Para ello, Lola Blasco, cambia el título a Woyzeck, la obra de teatro de Büchner, y al Wozzeck, la ópera de Berg, en las que se basa. La llama Marie, el nombre que tienen la mujer de Woyzeck, el protagonista de la obra y de la ópera citadas, porque está convencida que lo que cuentan es una historia de sobra conocida. La historia de como una sociedad de hombres y mujeres, con sus comentarios, actitudes y cultura, contribuye a la violencia de género. A los feminicidios con los que la población se desayuna, se come y se cena cada día gracias a los telediarios, de tal manera que acaba normalizando su existencia, insensibilizándose.
Ella, la dramaturga, quiere conocer a Marie. Pero Marie está muerta. Ha sido asesinada por Woyzeck, su pareja, tras sospechar que flirtea con otros hombres, incluso, que les cobra, en vez de cuidarle a él y a la hija que tienen en común ¿o es la hija de otros? Por eso tiene que recurrir a que los personajes que contribuyeron a su muerte, le quitaron la vida, “le canten” quién era Marie. Marie no solo es asesinada, sino que le roban, también, la palabra, su canción. De Marie solo es posible tener el reflejo.
A esas voces le pone música el compositor Germán Alonso.Un compositor que no tiene reparos en decir que lo que le interesan son los sonidos raros, los ruidos feos. Esos que habitualmente son rechazados por el público que se mece con óperas y sinfonías de otro tiempo, que posiblemente sonaron raras y extrañas a sus contemporáneos. Por ejemplo, Madama Butterfly fue, en su estreno, un rotundo fracaso a pesar de componerla Puccini.
Con estos elementos la pregunta que se plantea es: ¿se puede crear belleza con un feminicidio y ruidos raros de por medio? Este equipo artístico bajo la dirección escénica de Rafael Villalobos responde como Obama: ‘Sí, se puede.’ Para ello recuerdan el barroco y las escenas sangrientas de Caravaggio o Gentileschi. Un equipo artístico que entiende la belleza como el canal con el que atraer la atención del público hacia un tema al que ya se ha acostumbrado, hasta hartado. Que ha dejado de interesarle.
Bien, hasta aquí los objetivos. La pregunta crítica es ¿los consiguen? Belleza visual en el escenario de la Abadía, esa preciosa iglesia convertida en teatro, hay a puñados. Curiosamente conseguido gracias a una gran cruz de 300 kilos cubierta de espejo y a una tierra negra, que se ha vuelto recurrente en el teatro desde que Lluis Pasqual la usara, en color azul, en El Público. Espacio al que contribuye una iluminación eficaz e inteligentemente usada.
Lo hay en el texto. No tanto en las citas a los autores de la ilustración como Rousseau, como en los diálogos y monólogos de los personajes. Unos textos hechos para ser dichos, algo que han entendido muy bien los actores y los cantantes. Solo hay que fijarse en el monólogo del Tambor Mayor por Luis Tausía, en el dúo del segundo acto entre Xabier Sabata-Woyzeck y Nicola Beller Carbone-Marie, o en el diálogo de las limpiadoras que parece salido de una obra de Troncoso y, que funciona en el estilo de Lola Blasco, de Büchner, de Germán Alonso y de Berg.
Lo hay en la música. En esos riffs de guitarra eléctrica. En el uso del acordeón (tan querido a los compositores contemporáneos). Y en el uso de la música acusmática que se oye a lo largo de toda la representación. Una música grabada, de la que se desconoce el instrumento del que procede, y que condiciona, fija, el tiempo del canto, del texto y de la acción dramática. Una música que por momentos llama al espectador a moverse, a bailar, porque le suena, en profundidad, al oscuro techno del que se escucha en los antros berlineses.
Pero la clave la da el olvido de toda esa información que las maquinarias de comunicación del Teatro Real y Teatro de la Abadía han puesto en circulación. Da la clave, porque los nombres del equipo que se acumulan como capas y como argumentos, pasan a segundo plano a medida que sucede la representación y solo importa lo que sucede y lo que se oye en escena. Lo demás, el ruido mediático, da lo mismo. Ahí está Marie, muriendo una y otra vez ante el espectador.
Y toda esa previsible fealdad y oscuridad de la pobreza, los garitos de carretera como el Via Crucis, pues así se llama en el que trabaja Marie, los cuartos de baño por limpiar, los descampados y las autopsias del cuerpo del delito, los sonidos raros, feos y, para muchos espectadores, difíciles, se convierten en cisnes.
Negros e incomprendidos cisnes, cuya belleza iluminan otras óperas, también llenas de violencia de género. Sobre todo, cuando la Marie de Nicole Beller Carbone sale erróneamente vestida con camisón y bata satinada como la dama que no es. Se piensa, entonces, en la Tosca acosada por Scarpia y toda una sociedad, una Traviata condenada a la pobreza por su pasado, una Turandot obligada a casarse con quien no quiere, una Madama Butterfly abandonada después de usarla, la Lulú de Berg asesinada sin más motivo que ser mujer. Se desgranan en la imaginación del espectador uno tras otros los nombres de mujer que protagonizan tantas y tantas óperas aplaudidas por los profesionales, la crítica (que suele ser fundamentalmente masculina) y el público de ópera (entre el que abunda, curiosamente, el femenino).
Todas Maries, o Marías, nombre de virgen, con su propio vía crucis violento a cuestas. Con su propia cruz, tan pesada y omnipresente como la que preside esta representación. Una ópera que pide, está pidiendo, que se le ponga música de principio a final. Convertir la voz grabada de Lola Blasco y sus citas bibliográficas en los recitativos que tiene toda obra clásica, y acabar transformándola en un contemporáneo singspiel en español.