Mandelstam, el maestro o el poder del escritor
La triste historia del poeta.
Triste historia la de Ósip Mandelstam que conviene recordar ahora que muchos podemos preguntarnos para qué sirve escribir en un mundo en el que lo verdaderamente importante parece ser que no se caigan redes sociales en las que podemos exhibir nuestras vidas, lucir modelos, posturas, bailes, selfies, convertirnos en virales por un instante efímero.
La triste historia de Mandelstam, aquel poeta de orígenes simbolistas que acabó en el acmeísmo, junto a Anna Ajmátova o Nikolai Gumiliov, reivindicando la claridad, la frescura y la precisión del lenguaje frente al hermetismo, la oscuridad, la multiplicidad de significados, la retórica excesiva. Fue su amiga Ajmátova la que escribió:
Mandelstam no tiene maestro. Sobre eso merece la pena pensar. No conozco en la poesía nada semejante.
Qué lejos parece Mandelstam de cualquier posición política, de cualquier oposición al estalinismo. Un hombre más preocupado por buscar su punto de encuentro personal entre esas corrientes poéticas simbolistas, futuristas, acmeístas, que desencadenaban ardientes encontronazos entre escritores del momento. Como tantos escritores recibió con ilusión la Revolución, para irse poco a poco desencantando.
Quién sabe por qué, a cuenta de qué, aquel poeta, miembro de la Unión de Escritores Soviéticos, nacido en Varsovia en 189, que se trasladó a vivir a San Petersburgo junto a su esposa Nadiezhda Mandelstam, también escritora y que luego salvaría parte de la obra de su marido, se metió en la faena de escribir un poema contra Stalin, aprenderlo de memoria, destruirlo y recitarlo en ambientes y foros discretos y cercanos.
Un poema dedicado a Koba el Temible que venía a decir, más o menos
Vivimos insensibles, sin sentir nuestro suelo bajo los pies,
Nuestras palabras no se oyen ni a diez pasos.
Cuando nos atrevemos a hablar a medias
siempre mencionamos al montañés del Kremlim
Sus dedos gordos como gusanos, grasientos,
Sus palabras certeras, como pesados martillos, caen de su boca
Sus bigotes de cucaracha parecen reir
y relucen brillantes las cañas de sus botas.
Entre una chusma de caciques de largos cuellos,
juega y se divierte con semejantes infrahombres.
Uno silba, otro maúlla, otro gime, el otro llora.
Sólo él los tutela, parlotea, dictamina
Forja un decreto tras otro como si fueran herraduras:
Golpea a uno en el bajo vientre,
A otro en la frente, al tercero en el ojo, al último en la ceja.
Cada ejecución es una fiesta
que alegra su ancho pecho de oseta
No quedó rastro alguno escrito del poema y sólo fue recitado en círculos restringidos, pero es bien sabido que no hay secreto que escape a la mirada del Gran Hermano. El 16 de mayo de 1934 tres agentes llamaron a la puerta de los Mandelstam y procedieron a registrar cada escrito, cada poema, cada apunte, cada rincón de la casa, menos el lugar donde el poema se hallaba escondido, en la memoria de Mandelstam.
Pese a todo, en algunas otras memorias delatoras se encontraban los fragmentos que llevaron al poeta a los campos de destierro durante tres años, condenado por terrorismo en 1934. Tras un breve periodo de libertad provisional volvió a ser condenado a ser internado en un campo de trabajo, en 1938, aunque no consiguió llegar, pues murió en un campo de tránsito. Su cuerpo fue enterrado en una fosa común y sus restos nunca fueron recuperados.
Nadiezhda le acompañó en su primer destierro, pero le prohibieron marchar con él al segundo. Fue ella la que memorizó sus poemas, vivió represaliada, pobre, perseguida, obligada a cambiar de trabajo y de ciudad constantemente, pese a lo cual se convirtió en guardiana de la poesía de Ósip hasta que en los inicios de los estertores del régimen soviético pudieron publicarse sus libros.
Stalin era un cruel dictador, pero no era tonto. Durante el proceso seguido contra Mandelstam llamó al también poeta Boris Pasternak, al que conocemos sobre todo por su novela Doctor Zhivago y por su Premio Nobel de Literatura, para preguntarle si el tal Mandelstam era un “maestro”, un máster.
Pasternak comprendió que de su respuesta dependía la vida o la muerte de Mandelstam. Por eso respondió que sí, que efectivamente podía ser considerado un maestro. Y tal vez por eso la condena no fue de ejecución sino de exilio en Vorónezh, en los montes Urales, un lugar duro donde Ósip intentó suicidarse. Allí nacieron los Cuadernos de Vorónezh, tal vez lo mejor de su obra, que no consiguieron ver la luz hasta 1988.
La pregunta de Stalin a Pasternak revela la obsesión de todo dictador ante el artista que no se somete a los designios del Estado, que son, en definitiva, los del propio tirano. Stalin preguntaba en realidad,
¿Es verdaderamente un maestro? Aunque yo ordene su ejecución seguirá viviendo después de muerto? ¿Si me condena, su sentencia sobre mí durará mucho más tiempo que la que yo le imponga? Es débil, es frágil, pero aun así ¿es peligroso?
Durante su destierro en Vorónezh, Mandelstam recibió sugerencias, órdenes, presiones para componer un poema en honor a Stalin. Así nació la Oda a Stalin, que formó parte de los famosos Cuadernos, aunque terminó desapareciendo de los mismos.
Nariezhda deja constancia del miedo, la locura, los efectos devastadores del poder absoluto sobre el hombre humillado, asediado, derrotado, sometido a los caprichos del dueño y señor de las vidas, la conciencia y las obras de cualquier ser humano.
El problema del poder sigue siendo una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo, aunque hayan cambiado las formas, los métodos y los instrumentos para ejercerlo. Sin embargo, los escritores, quienes crean con sus palabras o con cualquier otra forma de creación, ya sea la danza, el teatro, la pintura, la escultura, la música, siguen siendo una fuente de preocupación, un problema para los poderosos, porque su condena no es efímera, ni vana, perdura en el tiempo y supera los años de existencia de cualquier vida, de cualquier imperio.