Malos tiempos para los complementos directos
Pensamos con eslóganes en base a términos vacíos, meramente connotativos, estímulos pavlovianos.
No entiendo. ¿Por qué es mejor ser tolerante que ser intolerante? No sé… si estamos hablando sobre delito fiscal lo bueno será ser intolerante, ¿no? Si estamos hablando sobre orientación sexual lo bueno será ser tolerante. Pero “ser tolerante” o “ser intolerante”, así, a secas, no significa nada. En la lógica medieval se denominó con la enrevesada palabra “sincategoremáticos” a aquellos términos que no significan nada, vacíos, que obtienen su significado de otras palabras de la oración. “Hay que ser tolerante” suena a “hay que ser proclive”, “hay que ser partidario” o “hay que ser aficionado”. ¿Pero a quéééé?
¿Por qué incluir es mejor que excluir? “Hay que hacer política inclusiva”. Bueno, si hablamos de Dinamarca respecto de África, o de los calamares respecto de los mamíferos, lo correcto será excluirlos, ¿no? Si hablamos de Etiopía o de los tigres de dientes de sable lo correcto será incluirlos. Pero defender que el carácter inclusivo de algo es ya una virtud per se… “Hombre, venga, ya estás tú, es una forma de hablar, todos sabemos a qué nos estamos refieriendo”. Pues no, lo siento, ninguna forma de hablar es sólo una forma de hablar y nadie sabemos a qué nos estamos refiriendo. Ya estoy yo.
¿Por qué “abierto” es mejor que “cerrado”, “plural” mejor que “singular”, “unido” mejor que “separado”, “nuevo” mejor que “antiguo”? ¿Por qué leer es mejor que no leer? Dependerá de lo que leas, ¿no? ¿Por qué pensar es mejor que no pensar? Dependerá de lo que pienses, ¿no? ¿Por qué ampliar derechos es mejor que reducirlos? ¿Siempre? ¿También el derecho de pernada? ¿Por qué amar es mejor que odiar? ¿Siempre? ¿A los incendios, a la droga, al reggaeton, a la extrema derecha austríaca, a los atascos, a los cólicos nefríticos, a Gran Hermano? “¡Cómo eres! Todo el mundo sobreentiende que cuando decimos que es mejor amar que odiar sólo nos referimos a las cosas a las que es mejor amar que odiar”. Ah, vale.
¿Por qué la igualdad es mejor que la diversid…? Ah, no, espera, perdón, ¿por qué la diversidad es mejor que la iguald…? Eh… un momento… ¿por qué la igualdad es tan buena como su contraria, la diversidad, y la falta de diversidad es tan mala como su contraria, la falta de igualdad? “Perdone, pero no, porque se puede ser igual en lo diverso y diverso en lo igual, y cuanto más celebremos nuestras diferencias, más iguales seremos, y cuanto más iguales seamos, más aceptaremos que somos diferentes”. ¿Pero iguales en qué y diversos en qué, señor mío? ¿En qué momento las letras de las canciones de Fito y Fitipaldis se han convertido en argumentos de discusiones políticas?
Pensamos con eslóganes en base a términos vacíos, meramente connotativos, estímulos pavlovianos. Nos vinculamos emocionalmente a palabras cliché que no significan nada, -completamente a favor, completamente en contra-, y a partir de ahí el razonamiento no es más que una farsa retórica para fingir que no tenemos ya decidida la conclusión de antemano. Confundimos pensar con reaccionar ante un señuelo que nos muestra Vox, Podemos, el papa Francisco o Twitter. Somos incapaces del matiz, de la precisión, de la racionalidad de la oración subordinada. Corren muy malos tiempos para los complementos directos.