Alexandr Lukashenko, el último dictador de Europa
El mandatario de Bielorrusia, que lleva años falseando las elecciones, se somete a una presión popular nunca vista para que se marche
Alexandr Lukashenko está en jaque. Nunca antes, en sus 26 años de mandato al frente de Bielorrusia, se ha topado con una oposición popular tan masiva, con un movimiento generalizado, bien articulado y harto hasta el agotamiento que pide que se vaya de una vez.
Un líder que empezó siendo un político de esperanza, que pronto mostró su cara más autoritaria, que supo sobrevivir gracias al desarrollo económico y que, ahora sí, es un hombre agotado, arrinconado por la crisis laboral y sanitaria y rechazado por las crecientes víctimas de sus violaciones de derechos humanos. “Es hora de irse”, dicen las pancartas que estos días han llenado las calles del país. Lo llaman “el último dictador de Europa”.
Comunista de raíz
Lukashenko, nacido en 1954, el presidente más longevo del continente europeo, procede de un hogar humilde. Criado por su madre, se apoyó en el sistema soviético imperante en su nación para estudiar y crecer. Es historiador e ingeniero agrícola de formación, sirvió en dos ocasiones en el Ejército Rojo (una, forzoso, en la mili, y otra voluntario) y, en sus primeros años de adulto, dirigió una granja colectiva y una fábrica de material de construcción. Siempre ha exhibido su orgullo de clase obrera.
Tras diez años de militancia en el Partido Comunista, en 1990 fue elegido diputado por primera vez. Su nombre se hizo conocido enseguida porque fue, recalcitrante, el único parlamentario de Minsk que votó en contra de la disolución de la URSS, un año después.
En esos años de turbulencias, en 1991, se produjo la independencia de Bielorrusia y, aunque Lukashenko seguía siendo partidario de un mastodonte unido, más democrático pero de una pieza, decidió emprender la carrera presidencial. Al menos, quería preservar la manera soviética de hacer las cosas.
El panorama político era desolador: primeros casos de corrupción, descomposición de las estructuras clásicas de poder y el tutor, Rusia, perdido en su propio futuro. En ese caldo de cultivo se hizo fuerte el diputado, con un partido independiente, y ganó el poder.
La esperanza, en el cajón
Los dos primeros años de gestión fueron de impulso, de intentar hacer mejor las cosas. Siempre, con dos objetivos: garantizar el cumplimiento de las promesas socialistas que había hecho a su pueblo y reforzar la alianza con Moscú, que otros países de la órbita soviética estaban olvidando. Dobló el salario mínimo, reinstauró el perdido control de precios y nacionalizó empresas y bancos que se estaban adaptando ya al capitalismo. Todo, transmitido con un mensaje muy directo, muy populista, el del hombre de campo y de fábrica. Uno más, pero en la cúspide, anclado al socialismo del siglo anterior.
En 1996, sin embargo, llegó la deriva. Tras dos años en el poder y con la economía aún sin cuajar, comenzó a tomar decisiones polémicas, como el refuerzo hasta la extrema dependencia de sus relaciones con Rusia, el cambio de símbolos (frente a la bandera nacionalista, roja y blanca, una con reminiscencias soviéticas, añadiendo el verde), la equiparación del ruso al bielorruso como lengua oficial y, sobre todo, una reforma que le permitía tener mayor control del Parlamento.
Con los años, por ejemplo, cambió la Constitución para impedir una moción de censura y, luego, para quitar el límite de renovación de mandatos, lo que hoy le permite seguir sumando legislaturas de cinco años. Las elecciones en las que se ha proclamado ganador hasta en seis ocasiones han sido denunciadas por Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y la Unión Europea (UE) por amaños y manipulación. Supuestamente, siempre ha ganado con más del 70% de los votos.
Pese a que, por todo esto -por su apoyo a Irak, por sus quejas en la ampliación al este de la UE, por sus amistades con Irán y Venezuela...-, tanto Europa como EEUU comenzaron a darle de lado hace años, Lukashenko mantenía aún un importante apoyo social porque, en los 2000, la economía tiraba mejor y había una relativa paz, aún a costa de bloquear el sector privado o las iniciativas empresariales que no le cuadrasen. El petróleo y el gas seguían llegando de Rusia, a precios muy ventajosos, y así se podía seguir subsidiando al campo y a la industria. ‘Batka’, padre, lo llamaban sus seguidores.
El descontento
Lukashenko se ha visto rodeado, ahora. Ya no es que las Naciones Unidas, Amnistía Internacional o Human Rights Watch denuncien sus desmanes, es que ciudadanos de todo tipo han visto cómo levantar mínimamente la voz les ha costado cárcel, torturas, maltratados, intimidación, en el mejor de los casos. En 2006, se produjo la llamada Revolución Blanca, primer intento de mostrar en la calle el cansancio del personal. En 2020 ha llegado el estallido total.
Los motivos son varios: a la persecución de políticos opositores (al final, el pasado 9 de agosto, sólo seis aspirantes lograron inscribirse oficialmente para pelearle los comicios) y la falta, por tanto, de elección, se han sumado que el nivel adquisitivo de los ciudadanos ha bajado, la crisis económica de 2008 sigue haciendo mella, la dependencia de Rusia fluctúa (Moscú ya no sabe bien si le conviene que siga) y, su KGB, su servicio secreto, que se sigue llamando como el de la URSS, persigue como nunca a la disidencia.
La gota que ha colmado el vaso ha sido la inacción del Gobierno para gestionar la pandemia del coronavirus. El presidente ha negado la virulencia del mal, no ha hecho nada por controlar su contagio y, luego, él mismo ha superado la enfermedad y dice que lo ha hecho “de pie”. A su gente le recomendó sauna, vodka y mucho trabajo para no cazar el virus. Los ciudadanos se han sentido indefensos y tratados como tontos.
Lukashenko se sigue comportando como siempre en su carrera: sin especial inteligencia, pero con mucho tesón y afán de control. Por eso lo primero que ha hecho es acusar a fuerzas exteriores de una conspiración en su contra, vestirse de militar y coger un arma y lucir a su hijo, Nikolai, como si fuera su heredero de 17 años. Sostiene que prefiere estar muerto a ceder, sin reparar en la falsedad del apoyo en las elecciones que él mismo acaba de manipular. Y es que los dictadores acaban por creerse hasta sus mentiras.