Lucrecia Pérez: crónica de un asesinato racista anunciado
Hace 30 años que un guardia civil neonazi mató a Lucrecia, considerada la primera víctima mortal del racismo en España: “Obviamente uno disparó, pero hubo muchos más culpables”.
Fue la crónica de una muerte anunciada. Lucrecia Pérez fue asesinada el 13 de noviembre de 1992 por un grupo de neonazis –el cabecilla, un guardia civil–, pero podría no haber sido ella la víctima y, quizás, hasta podrían no haber sido neonazis los autores.
Lucrecia Pérez era una mujer dominicana de 32 años, pobre, recién llegada a Madrid en busca de trabajo, madre de una niña, Kenia, de 6 años, que aguardaba en República Dominicana con el resto de la familia a que su madre volviera con recursos, o a que pudiera llevarla con ella a Europa.
A Lucrecia Pérez le tocó la peor parte de la experiencia de por sí dura que vivían los migrantes como ella. A su llegada a Madrid trabajó como interna en una casa de donde la echaron a los 20 días porque “no sabía lo que era un grifo”. “Estaba enferma, con anemia. Se caía por las mañanas”, contó después la empleadora a El País, asegurando haberle dado “un trato excelente” a su criada. Enferma, sin casa, sin papeles y sin trabajo, Lucrecia acabó en un tinte, un refugio improvisado donde malvivían sus compatriotas a falta de algo mejor. A ella le tocó en la discoteca abandonada Four Roses, de Aravaca, en el norte de Madrid. Fue en ese mismo sitio donde tuvo lugar su final.
El 13 de noviembre de 1992, Luis Merino Pérez, guardia civil de 25 años, y otros tres amigos ultras menores de edad, emprendieron su particular cacería. Querían “dar un escarmiento a los negros”, según su propia confesión. Y desde la Plaza de los Cubos, donde solían reunirse los skinheads, fueron a la Four Roses porque sabían que allí podrían hacerlo. Armado Luis Merino con la pistola reglamentaria y los demás con navajas, cuchillos y piedras, irrumpieron en la discoteca abandonada donde Lucrecia Pérez cenaba una sopa con tres compañeros a la luz de una vela. Merino disparó de forma indiscriminada contra el grupo, y las balas mataron a Lucrecia e hirieron de gravedad a Augusto César Vargas.
Hasta aquí, la historia más repetida, la oficial. Lo que no se cuenta tantas veces es que ese crimen se podía haber evitado, que se ignoraron o acallaron todas las alertas previas, y que de alguna manera el clima de odio y racismo en el barrio fue instigado durante meses con impunidad y connivencia por parte de diferentes sectores.
Hacer algo para evitar “males mayores”
En 1992, Aravaca se había convertido en punto de encuentro para la comunidad dominicana en Madrid, que se reunía dos veces por semana en la plaza de la Corona Boreal para intercambiar información sobre trabajos, o enviar cartas y dinero a su familia. Resulta que a muchos vecinos de Aravaca no les parecía bien que personas negras, migrantes, pobres –en su mayoría mujeres– tuvieran el ‘atrevimiento’ de juntarse en su barrio, así que protestaban por ello.
Mely Romero era en aquella época presidenta de la Asociación Osa Mayor de Aravaca; hoy todavía guarda los escritos con los que su agrupación se dirigió en varias ocasiones a las autoridades competentes advirtiendo de que ocurrirían “males mayores” si no actuaban para ofrecer soluciones a los migrantes y al barrio.
A diferencia de otros vecinos, la asociación que presidía Romero apostaba por que el Ayuntamiento prestara a los migrantes una sala del entonces centro cívico social del barrio para que se reunieran allí, y que de ese modo ellos estuvieran más cómodos y los vecinos racistas menos molestos.
Fue en la primavera de 1992 cuando la Asociación Osa Mayor se dirigió por escrito al Ayuntamiento solicitando este acceso, y avisando de la tensión, pero nadie les contestó. En verano de ese año, recuerda Mely Romero, empezaron a aparecer pintadas en los muros del centro cívico y social de Aravaca –‘negros fuera’, ‘stop inmigrantes’, ‘los españoles primero’–, además de “un montón” de pasquines racistas, “tremendos”, dice la mujer.
“Los vecinos de Aravaca hemos visto perturbada la tranquilidad […] por la desorbitada afluencia de inmigrantes ilegales que han invadido nuestro barrio con el aparente beneplácito de las autoridades, produciendo una inquietud generalizada de preocupación y temor entre muchos de nosotros […]. La situación ha llegado a un punto insostenible […]. Estamos hartos. […] ¿A qué estamos esperando para actuar? ¿Qué más necesitamos para actuar?”, decía uno de esos panfletos, que recupera el periodista Miquel Ramos en su libro Antifascistas (Capitán Swing).
En ese tiempo, recuerda Ramos, cierta prensa también puso su granito de arena, señalando incluso el lugar donde se refugiaban Lucrecia y sus compatriotas. “Inmigrantes sudamericanos ocupan desde abril la semiderruida discoteca Four Roses”, tituló, por ejemplo, El Mundo.
“Lo que había en Aravaca era racismo”
Para algunos vecinos, la presencia de migrantes suponía un problema de seguridad. Para otros, como Mely Romero, “lo que había en Aravaca era racismo”. “Este asesinato no se produce porque a unos locos se les ocurrió venir a matar, no. Fue un caldo de cultivo y un camino que se fue preparando”, zanja la mujer, autora de Lucrecia. Crimen y memoria (Ediciones Ruser).
Cuenta Romero que los bulos racistas de la época llegaron hasta el punto de difundir que había aparecido un niño muerto en la zona –asesinado por migrantes, supuestamente–, lo cual era del todo falso. La propia Mely Romero acudió a la Guardia Civil y a la Delegación del Gobierno, que le confirmaron que no constaba ninguna denuncia.
Con la llegada del otoño de 1992, el asunto “ya se estaba poniendo muy feo”, reconoce Romero. Su agrupación asistió a varias asambleas, encuentros y plenos en los que trataban de poner cordura al ‘conflicto’. Pero en vez de calmarse las cosas, en noviembre la tensión se recrudeció: el 1 de noviembre, la Policía hizo una redada, pidiendo documentación a los migrantes reunidos en la plaza de Aravaca y llevándoselos detenidos a la fuerza, ante lo cual estos reaccionaron, “hartos” como estaban de vejaciones.
Paralelamente, como cuenta Miquel Ramos en Antifascistas, el movimiento neonazi andaba cerca, planeando supuestamente una acción para el 20N, aniversario de la muerte de Franco. Militantes antifascistas que seguían de cerca a estos grupos fueron alertados de que “la ultraderecha tenía previsto atacar en la zona de Pozuelo de Alarcón y Majadahonda a personas migrantes, principalmente dominicanas o magrebíes”. Entonces los antifascistas se reunieron con sindicatos y representantes del PSOE con el objetivo de contrarrestar esta amenaza, y propusieron organizar una vigilia en la zona norte de Madrid para disuadir a los fascistas. A aquella reunión también acudieron migrantes dominicanos, que denunciaron que llevaban meses sufriendo acoso. Pero nadie hizo caso ni a unos ni a otros, y el 13 de noviembre Lucrecia Pérez moría acribillada.
“No fue en absoluto una sorpresa. Aquí hay muchos culpables”
La noticia destrozó a la comunidad dominicana, a la familia de Lucrecia y Augusto, a las asociaciones… y, sin embargo, tampoco pueden decir que no se lo esperaran. “No fue en absoluto ninguna sorpresa”, confiesa Mely Romero. “Llevábamos meses intentando que el Ayuntamiento hiciera algo, y oídos sordos”, incide la mujer. “Obviamente están quienes dispararon; pero aquí hay muchos culpables”, dice.
Kenia Carvajal Pérez, hija de Lucrecia, recuerda poco de aquel momento. “Yo apenas tenía seis años cuando mataron a mi mamá. Hay muchas cosas de las que no me acuerdo”, cuenta por teléfono.
Carvajal vino a vivir a España hace diez años y trabaja en la organización Movimiento contra la Intolerancia, precisamente en campañas de sensibilización y apoyo a víctimas de delitos de odio. Madre de un niño de 9 años, cada vez que “entra noviembre”, se pone “melancólica”, reconoce. “Crecí sin una madre”, dice con voz pausada, emocionada. “Dicen que uno lo supera, pero yo creo que esto nunca se supera”.
Kenia tampoco recuerda bien qué ocurrió tras la sentencia que condenó a los autores del crimen a un total de 126 años de cárcel, y que fijaba en 20 millones de pesetas la indemnización que ella debía recibir por el asesinato de su madre.
“Quien manejaba eso era mi tío y mi papá; sólo sé que me daban una pensión que teníamos que recoger en la embajada dominicana”, cuenta Kenia. “Me la quitaron a los 13 años, aunque supuestamente la pensión duraba hasta los 18. No dijeron el porqué, ni nada”, dice la mujer, ahora de 36 años. Los cuatro condenados, por cierto, están ya fuera de prisión.
Kenia Carvajal confiesa que aún le cuesta “navegar sobre la noticia” del asesinato de su madre –“tengo en casa varios libros sobre mi mamá y no soy capaz de leerlos”–, y que todavía se emociona en los homenajes que le hacen anualmente a Lucrecia: “Siento una mezcla de emoción y tristeza, al menos la memoria de mi mamá sigue viva”.
Con todo, la Ley de Extranjería sigue complicándole la vida a la familia Carvajal Pérez. “Mi papá sigue en República Dominicana, y quiero traérmelo, pero piden muchos requisitos que no he podido conseguir”, explica Carvajal. Ella no logró ningún permiso especial para residir a España tras el asesinato racista de su madre, sino que vino por reagrupación familiar con su marido, que ya vivía en España.
“Fue toda una convulsión, era un clima imposible”
Bernarda Jiménez sí estaba en Madrid cuando mataron a Lucrecia. Médica dominicana, asentada desde mediados de los 80 en una zona de clase media-alta de la capital, Jiménez trabajaba por aquella época con la asociación Voluntariado de Madres Dominicanas (VOMADE). Cuenta que el asesinato de Lucrecia le afecta hasta el día de hoy: “Me ha marcado tanto que no lo he superado todavía, de verdad lo digo”.
Quizás lo que más le duele del que fue considerado el primer asesinato racista en España fueron todas las advertencias desoídas. “Tocamos todas las puertas que se podían tocar”, asegura Jiménez. “Fue la crónica de una muerte anunciada. Hubo muchas personas que nos ayudaron, pero no pudimos desactivarlo”, lamenta la mujer, que cita además a la prensa como “instigadora”, las pintadas racistas en el barrio, la presencia de grupos ultras como Bases Autónomas, las redadas policiales contra los migrantes, los comentarios insultantes de los vecinos. “Fue toda una convulsión, era un clima imposible”, describe Jiménez. “Las mujeres dominicanas les molestaban, pero sobre todo cuando llegaba el fin de semana y se reunían, no cuando las tenían explotadas cuidando a los hijos y hasta acosadas sexualmente. Las tenían escondidas, sin documentación, abusaban de ellas”, relata.
Recuerda Bernarda Jiménez que, tras la muerte de Lucrecia, entonces sí, la repulsa social y política fue casi unánime, reflejada en forma de multitudinaria manifestación en Madrid, aunque esto ya llegaba tarde.
La comunidad dominicana en Madrid hizo una colecta para saldar la deuda económica en la que se había metido Lucrecia Pérez para viajar a España, consiguió que Iberia repatriara el cuerpo de la mujer –“tenía que salir de España como una heroína”, dice Jiménez–, y la familia de la víctima fue recibida en la oficina del embajador en Santo Domingo, después de que, allí también, cundieran bulos que pretendían manchar el nombre de Lucrecia. “Se dijo que habían matado a una prostituta en una discoteca”, recuerda Bernarda Jiménez. Cosa que era falsa.
La segregación en Aravaca continuó
Pese a todo, la situación en Aravaca no mejoró automáticamente. Primero el Ayuntamiento siguió negándose a prestar un espacio a los migrantes para sus reuniones; después, cuando cedieron, les prohibían usar los lavabos y la cafetería del centro cívico, cuenta Mely Romero, entonces presidenta de la Asociación Osa Mayor e impulsora de estas luchas.
Cuesta incluso creerlo, pero la segregación racial llegó hasta el punto de que, en 1995, en una charla organizada en Aravaca contra el racismo, el Ayuntamiento habilitó dos puntos de entrada a la sala: una puerta principal para los blancos y la puerta de atrás, para la población negra. Parecía mentira que, tres años después del primer asesinato racista en España, el barrio que había sido testigo de dicho crimen mantuviera el racismo a ese nivel.
Sorprende también el tono de los reportajes de la época, cuando incluso un año después del asesinato de Lucrecia una periodista de Telemadrid se preguntaba si en este crimen “hubo tintes racistas, o simplemente fue un susto, una broma pesada que acabó en tragedia”.
Treinta años después, tampoco está todo logrado. A Mely Romero le duelen especialmente las últimas idas y venidas del Ayuntamiento de Madrid a cuenta del mural en homenaje a Lucrecia Pérez, inaugurado en 2017 y retirado en 2021 –con José Luis Martínez-Almeida como alcalde– supuestamente por unas obras. Aunque entonces la Junta de Moncloa aprobó que se restituyera el mural, el Ayuntamiento parece ahora haber cambiado de opinión. “Ahora veo que siguen igual que hace 30 años”, critica Mely Romero. “Están arrinconando la historia de Aravaca. El mural representa la memoria de un barrio. Es increíble, indignante, que lo hayan tapado de mala manera”, denuncia la mujer.
La visión de Bernarda Jiménez no es mucho más optimista. “Con tristeza, puedo decir que todavía hoy hay quien puede matar por odio a los diferentes”, lamenta. Sólo hay que ver los últimos datos del Ministerio del Interior, que en 2021 registró 1.802 delitos e incidentes de odio en España, un tercio de ellos por racismo o xenofobia.
De nuevo, a Bernarda Jiménez no le sorprenden estas cifras: “No tengo ningún pudor en decir que ahora mismo hay partidos de ultraderecha que discriminan, que quieren tenernos escondidos, explotados, malpagados y desaparecidos”.