Lucía Bosé, una larga memoria de nuestras vidas
Se acaba de ir Lucía Bosé, una mujer que ha formado parte del imaginario de nuestras vidas durante los últimos 60 años.
Lucía era una actriz italiana bellísima y muy conocida por los grandes directores de Cinecittá y también de España. Corrían finales de los años 50 y un día conoció a un torero también muy famoso, quizás el más, porque además de rabiosamente guapo era muy simpático, dicharachero, buen torero y muy querido por el régimen fascista. Luis Miguel Dominguín, el matador por antonomasia del régimen del dictador y con fama de gran conquistador al estilo de la época. Quien no hubiera tenido algo con él no era nadie.
Se enamoraron perdidamente como en los cuentos de hadas del falaz amor romántico. En un principio, Lucía, “la bella Lucía”, como la llamaban en su país, no cayó nada bien entre la sociedad española del momento. Ella era una paloma libre que había sido miss Italia y eso, en aquella España de mantilla y rosario, no encajaba. Pero la pasión y el gancho de l@s dos amantes se impuso con una boda en Las Vegas. Algo insólito y extravagante que, según informaron los periódicos del año 1955, solo se daba entre las estrellas de Hollywood.
El matador era muy celoso, y para Lucía, según me contó en varias etapas de su vida posterior, era muy difícil de sobrellevar. Ella siempre le llamó “el torero”, nunca por su nombre. La exquisitez de Lucía y su amplio abanico de amistades internacionales no caía bien las muchas veces que acompañaba al marido en los cortejos franquistas de fiestas y cacerías, le hacían el vacío ella lo veía así. Cuando tuvieron a su primer hijo, Miguel, el padrino fue Luchino Visconti. Y en esa niñez del futuro ídolo de la canción estaban los grandes soportes emocionales de Lucía: Fellini, Hemingway y Picasso, enemigo de la negrura imperante y autor del Guernica, ni más ni menos. Un demonio rojo, comunista y ateo. Calificaciones muy similares a las usadas actualmente para muchas personas de izquierdas.
Lucía siempre me decía que las dos Españas nunca murieron y estaban más que vivas. A Miguel, cantante de éxito, a pesar del padre, le siguieron Lucía y Paola, pero las cosas del amor comenzaron a ir mal y en 1967 la pareja de moda se separa, sin que en nuestro país hubiera divorcio. Ella venía de un territorio que nos llevaba muchos años de adelanto. Una situación de la que se hizo eco la revista Hola, con una foto de Lucía con las tres criaturas explicando que todo había acabado entre el torero y ella.
Permaneció en España, donde siempre tuvo un hueco de honor y divismo en las fiestas de una sociedad que ya había caído rendida a sus pies. Decidió que el azul era su color, veía la vida en esa tonalidad. Lo lucía de los pies a la cabeza, pasando por sus originales decoraciones domésticas. Era una delicia para la prensa porque nunca se negaba a contar aspectos interesantes y vivencias con personajes de todo tipo. Cuando viajaba, me traía algún recuerdo. Tras disputas familiares y el abandono de la maravillosa casa de Somosaguas, cuando se trasladó a Brieva, hacía manualidades preciosas, y me obsequió algunas que todavía guardo. Nunca entendí porque se encerró en ese rincón tan castellano del que siempre refunfuñaba. Estaba muy cerca de Turégano y del sueño de su vida, abrir un Museo de Los Ángeles. “Mi espiritualidad y felicidad caben en este museo”, me declaró en el día de la inauguración. Por causas económicas tuvo que abandonar su amado entorno artístico y no tragó que si al Thyssen el Estado le había regalado una lluvia de millones sin igual, a ella le negaran todo.
La dama de azul seguía haciendo cosas activa y dinámica. Escribió sus memorias, polémicas como ella misma, en las que se desahogó de los sinsabores que ciertas personas le habían causado.
Nos ha dejado una mujer digna de culto. Irrepetible y buena con sus verdaderas amistades. Hoy la lloro y cuando salga de estos días tan difíciles e inciertos, llevaré flores azules junto a su cuerpo.