Lucia Berlin. Una temporada en el cielo
Este artículo también está disponible en catalán.
Cuando se tradujeron en 2016 los excelentes cuentos recopilados en Manual para mujeres de la limpieza, los leí como ficción de la mejor; también —lo confieso— como un rompecabezas de la apasionante y apasionada vida de su autora, Lucia Berlin (1936-2004).
Cuando dos años más tarde se publicó otra recopilación, Una tarde en el paraíso (Madrid: Alfaguara, 2018, trad. Eugenia Vázquez Nacarino), casi no tenía dudas de que de una cuentista como Berlin sólo había que esperar otra orgía de literatura; así es.
Alguno de sus veintidós relatos tira un hilo de uno de los cuentos de Manual para mujeres de la limpieza. Así, el cuento que encabeza Una tarde en el paraíso, «Los joyeros musicales», es una variación (o al revés) de «Silencio» incluido en Manual para mujeres de la limpieza.
Una tarde en el paraíso presenta en un intencionado —supongo— orden cronológico, las vidas de unas protagonistas y unas situaciones que encarnan todas las virtudes de la escritura de Berlin.
En algún momento, en casi cada cuento tienes el impulso de proteger a la protagonista, de intentar evitarle el sufrimiento, hasta que te das cuenta de que es ella —más resistente que el acero, más densa que el iridio, con más recursos de los que tú sabes ver— quien en todo caso te rescataría ti. Quien te salva, vaya. Escritas y dibujadas por una mano tan potente y firme que nunca necesita ni juzgar ni tomar partido; con tanto arte, tan buena escritora es, que la bondad que rezuma por cada poro, en cada punto y coma, nunca lastra el cuento. Al contrario.
Del mismo modo que a Berlin no le gustaba dar pena, ni una brizna de autocompasión o de autoengaño las acompaña. A menudo se han comparado la literatura de Berlin y la de Raymond Carver, ella misma habló de ello. (Yo la emparentaría con otra gran cuentista, con Grace Paley). Ahora bien, mientras en la literatura de Berlin hay compasión, en la de Carver, nunca; en justa correspondencia, la autora dejó de admirarlo cuando, según ella, Carver empezó a «endulzar los finales». Cuestión de temple.
(Mutatis mutandis, recuerda la polémica entre la escritora catalana Caterina Albert y Narcís Oller: la autora de Solitud y de tantos magistrales cuentos reprochaba al timorato novelista el ambiguo final de su Pilar Prim.)
No los suaviza, no, Berlin. Sólo hay que ver el final de «Andando. Un romance gótico», en el que una hija clama en silencio, en muda súplica, un gesto, una caricia, el consuelo de su madre. El repleto de malos augurios de «La Barca de la Ilusión», más siniestro si cabe porque el entorno es idílico (como dice un personaje, «Es duro, esto de vivir en el paraíso»). Y, ya puestas y yendo a otro infierno, el muy desolador e intoxicante de «Una noche en el paraíso», a pesar de una Ava Gardner rutilante.
La vida a tragos a través de espléndidas protagonistas, seguramente con coincidencias con algunas vicisitudes de las cien vidas de la autora. No se ahorra ni te ahorra nada. Alcoholismo; adicciones a diversas drogas, entre ellas los maltratadores; la soledad y el desvalimiento de una recién casada de 19 años, además, embarazada; la precariedad de una vida ambulante y con pocos medios; los mapas y las lenguas de los muchos lugares donde vivió y sobre todo las casas; familias en varios estados de composición, con la irrupción incluso de dos Navidades, siempre tan temibles; empleos y oficios.
Se ha hablado mucho de las concomitancias entre vida y literatura en Berlin, de los rasgos autobiográficos de su prosa (ninguna autora se libra de ello). Vayamos por partes. La misma autora pone las cosas en su sitio cuando la voz narradora del ya citado «Silencio» enuncia lo siguiente:
Siguiendo esta línea, en una entrevista de 1996 para Literary Hub, declara.
Es esta verdad la que explica mejor que diez tratados, por ejemplo, los malos tratos y la violencia contra las mujeres. Que diga verdades como puños de ellos a través de una ficción. Sólo hay que leer «Guardas de nuestros hermanos», la historia de una mujer excepcional asesinada por un marido —todo el mundo sabía que no le convenía, pero es que así tenía pareja, este bien tan publicitado—, y, una vez muerta, la mala conciencia y el pesar de quien la rodeaba. Una vez más, su última frase es demoledora; un final revelador, toda una epifanía.
Por otra parte, en algún momento de los años 60 manifestó que la escritura era un lugar «donde sentía que estaba a salvo». En 1996 dio un paso más allá y dijo que «Es el sitio en el que soy, donde siento que está mi yo más honesto».
Si vamos a las fuentes, por ejemplo, a uno de los cuentos, a «Lead Street. Albuquerque», vemos que hay rasgos de su vida: aquel primer marido real, esteta y escultor, que la hacía dormir boca abajo porque consideraba que tenía la nariz demasiado respingona (no es una excepción: Donald Trump obligó a firmar un papel a Melania Knaus, su actual esposa, que la comprometía después del parto a recuperar el tipo en pocos meses), pero no lo explica la voz narradora de sí misma —que, por cierto, es una primera persona—, sino que es esta voz quien lo atribuye a otra de las protagonistas.
Sin ir más lejos, también en este cuento se ve, a pesar de todo y todos los horrores, la flexible firmeza de una protagonista indoblegable que media hora después de ser abandonada por su marido, se ha sobrepuesto a ello, ha cambiado el escenario, el entorno y casi la manera de funcionar.
Se ha hablado mucho de las dificultades de todo tipo de la vida de Berlin y su posterior «descubrimiento»; tanto, que yo prefiero recordar que los últimos veinte años de su existencia estuvo bien sobria; es decir, superó el alcoholismo, y escribió mejor que nunca. O, por ejemplo, que publicó en vida (que no es poco) y en revistas prestigiosas; o que ya en 1985 ganó el premio Jack London Short por el relato «My Jockey» (cinco párrafos en una sola página), o que en 1991 ganó el American Book Award con la recopilación Homesik.
O que en 1994 consiguió una plaza en la Universidad de Colorado y pasó los siguientes seis años en Boulder como escritora visitante y profesora asociada. Reconocida y adorada por el alumnado, el segundo año allí ganó el premio de esta universidad a la excelencia.
Saber que todavía quedan algunos cuentos sueltos para traducir es un gozo inmenso, una gran alegría. De momento, y a cargo de Jeff, uno de sus hijos, sabemos que pronto se publicará Welcome Home, una serie de bocetos autobiográficos.
Podremos, pues, seguir disfrutando de la prosa de Berlin. A juicio de otra magnífica cuentista, Lydia Davis, autora del iluminador prólogo de Manual para mujeres de la limpieza, se trata de unos cuentos eléctricos y vibrantes, que chisporrotean como los cables pelados cuando se tocan entre sí y la mente del público queda seducida y fascinada porque recibe la descarga y las sinapsis se disparan, y es así, según Davis, como nos gusta leer, con el cerebro en funcionamiento y sintiendo latir el corazón.
Poco se puede añadir. Tal vez la precisión de cada palabra, los giros inesperados que transmutan los sentidos y crean metáforas insólitas. Quizás que siempre, siempre, encuentra ese camino de lo que es emocionalmente verdad, y ello hace que encuentre el ritmo y la belleza de la imagen, tanto, que roza la poesía. Hay crudeza y desolación, pero también alegría y ternura, y un sentido del humor que pondera y desarma.
Los últimos años los pasó pegada a un tanque de oxígeno. Como explicaba en una carta a Stephen Emerson:
En una de las últimas, dijo que un buen epitafio para su tumba podría ser: «Sin aliento».
Genia y figura.
Síguenos también en el Facebook de El HuffPost Blogs