Los siete problemas que provoca el móvil en nuestras vidas
Somos adictos a nuestros teléfonos no porque dependamos de ellos, sino porque los usamos para evitarnos a nosotros mismos.
Cada vez nos resulta más complicado encontrar a alguien (o algo) que nos parezca más interesante que nuestro smartphone, es la cruda realidad. Esto es desconcertante y problemático, y ha tenido gran repercusión en nuestras historias de amor, la vida familiar, el trabajo, el tiempo libre y la salud. Este artículo pretende arrojar algo de cordura a nuestra relación con el smartphone, que al final es la más cercana, intensa y, posiblemente, la más peligrosa.
Decir que somos adictos a nuestros teléfonos no solo implica que los usemos muy a menudo, va mucho más allá: quiere decir que los usamos para sentirnos completos. Por culpa de nuestros teléfonos, nos resulta imposible permanecer sentados solos en una habitación, dándole vueltas a nuestros pensamientos, repasando el pasado y divagando sobre el futuro, permitiéndonos sentir dolor, arrepentimiento y emoción. Somos adictos a nuestros teléfonos no porque dependamos de ellos, sino porque los usamos para evitarnos a nosotros mismos.
Partimos de la base de que nos fascina la vida familiar y que estamos encantados y totalmente comprometidos con nuestra pareja. Sin embargo, es evidente que la realidad es distinta. Todas esas cosas maravillosas se mezclan con otras muchas que nos resultan extrañas y frustrantes. Nuestra pareja no es tan comprensiva como nos gustaría, nuestra familia es mucho más conflictiva y problemática de lo que nos parece razonable y justo. Por su parte, el móvil es dócil, responde a nuestro tacto y siempre está ahí para nosotros, dispuesto a hacer lo que nos venga en gana. Su maleabilidad nos proporciona la excusa perfecta para desentendernos de los aspectos más complicados de los demás.
Cuando nuestra pareja comienza a contarnos su día o a explicarnos cómo, a su parecer, debe gestionarse el frigorífico, resulta muy tentador desviar la mirada hacia nuestra pantalla. Los detalles de su vida y su opinión acerca de nuestra convivencia no puede competir con lo interesante que es ese apartamento tan caro que está en venta en el centro o los hábitos alimenticios del gato más grande del mundo.
Da la sensación de que es muy sencillo ligar. Al fin y al cabo, hay millones de personas ahí fuera y no debería ser muy complicado encontrar a nuestra media naranja... siempre y cuando nos registremos en la aplicación adecuada. Nos hemos vuelto esclavos de nuestras expectativas: cada persona a la que conocemos la juzgamos comparándola con aquellas que no hemos conocido todavía. Por supuesto, ninguna de las personas que conocemos a través de nuestros móviles es completamente perfecta. De modo que volvemos a emprender nuestra búsqueda, invirtiendo el doble de esfuerzo.
El amor no puede consistir en ubicar en un mapa a esa mítica persona ideal. La compatibilidad entre dos personas es una consecuencia del amor y no puede ser una condición previa. Esta es una realidad que nuestro teléfono no quiere enseñarnos. Él nos promete encontrar a alguien a quien le guste el queso, que no tenga problemas en ponerse una máscara y que viva en un radio de unos 16 kilómetros de nuestro barrio. Sin embargo, nuestro móvil no puede ayudarnos con el verdadero desafío del amor: desarrollar la afectividad y la comprensión por la fragilidad humana.
Nuestros teléfonos nos muestran el mundo de manera fugaz. No obstante, y sin que nos demos cuenta, a menudo nos impiden prestar atención a los pequeños detalles. Cuando bajamos la mirada para ojear nuestra pantalla no nos damos cuenta de que nos estamos olvidando de:
· El relajante sonido del tráfico desde la distancia
· El musgo creciendo en una antigua pared de piedra
· El placer de sentirte cansado después de un duro día de trabajo
· La emoción de levantarte temprano una mañana de verano para disponer de una hora entera solo para ti
· Un banco de nubes errantes en el cielo
· La timidez de una sonrisa indecisa
· Lo bonito que es leer en el baño
Todos esos momentos de tu día están esperando que les prestes un poco de atención
Gracias a nuestros teléfonos, estamos constantemente informados de las fascinantes andanzas de los demás: "Fuimos a tomar algo a un bar que estaba genial", "se va a casar en una pequeña iglesia en medio del campo", "el mejor after-party de mi vida", "estas vistas son increíbles", "ese bar tan moderno de Malasaña que les encanta a los lugareños". Existen tantas cosas que no estamos haciendo, tantísimos eventos a los que no estamos invitados y de los que no somos parte. Nuestras vidas están llenas de miedo a perdernos algo. Resulta tentador no ponerse un poco cínico al respecto: ¿quizá en realidad todas esas cosas a las que estamos dando bombo no son para tanto? El matiz es mucho más fuerte: Sí que existe un gran riesgo de perderse cosas.
Sin embargo, existe una lista bastante diferente de cosas que nos estamos perdiendo por hallarnos inmersos en nuestros teléfonos: conocer a nuestros padres en profundidad, aprender a lidiar con la soledad, disfrutar del reconfortante poder de los árboles y las nubes, charlar con niño de siete años. El verdadero problema no es la sensación que tenemos de estar perdiéndonos algo, sino cuáles son esas cosas que nos estamos perdiendo, y nuestros móviles distorsionan esa visión.
Puede que resulte desesperadamente ingenuo o narcisista admitirlo, pero todos queremos que nos den "me gusta". Esa emoción fugaz que sentimos cuando recibimos un mensaje que no es vergonzoso ni ridículo, esa punzada, es muy común, aunque la mantengamos en secreto: esperamos que nuestros problemas y nuestras alegrías sean comprendidas genuinamente por otras personas, que todos esos mensajes que estamos deseando mandar al mundo sean recibidos y comprendidos a la perfección, al menos por alguien. No deberíamos tener miedo o sentirnos incómodos por nuestra ubicua soledad.
No es nuestra culpa: un cierto grado de distanciamiento e incomprensión por parte de los demás no quiere decir que nuestra vida se esté torciendo. Al contrario, es lo que deberíamos esperar desde el principio. En cualquier caso, la soledad desarrolla nuestra capacidad de relacionarnos íntimamente con las personas, por si en un futuro se presenta alguna oportunidad. Gracias a la soledad se intensifican las conversaciones que tenemos con nosotros mismos, nos dota de personalidad: no repetimos lo que oímos a los demás, desarrollamos nuestro propio punto de vista. Puede que ahora mismo estemos aislados, pero seremos capaces de crear vínculos más cercanos e interesantes si una persona se cruza en nuestro camino. La soledad simplemente es un precio que debemos pagar para tener una perspectiva sincera y ambiciosa de lo que debe y podría ser la compañía.
El problema de los selfies no es que los tomemos, si no que no los tomamos en serio. Parece que tenemos la necesidad de darle un toque irónico: "Aquí estoy comiéndome una salchicha", "mira qué bien me queda este sombrero". Y sin embargo, los selfies no tienen por qué ser inherentemente absurdos o egocéntricos. De hecho, suponen una de las grandes transiciones del arte: el autorretrato. Aunque contaba con mayores dificultades y precisaba la ayuda de pinceles y pintura al óleo, Rembrandt también era adicto a autorretratarse (de hecho, lo hizo más de 100 veces a lo largo de su carrera artística). Pero nunca se retrató a sí mismo guiñando un ojo o haciendo gestos extraños con las manos. Él trataba de plasmar quién era realmente y en lo que se había convertido, poniendo de manifiesto la tristeza que se había ido acumulando de manera gradual en su rostro, tratando de averiguar qué era lo que le mantenía con vida: ¿qué ha hecho la vida conmigo? ¿he aprovechado el tiempo que tenía en este mundo? Estaba buscando la aprobación de los demás, estaba buscando conocerse a sí mismo. Cuando algo (como hacernos selfies) nos parece trivial y absurdo, tendemos a no tomárnoslo en serio. Deberíamos distanciarnos de esa perspectiva y afrontarlo desde un punto de más jocoso. Pero quizá lo inteligente sea ser mucho más ambicioso: al arte del selfie todavía le queda mucho camino por delante.
Todavía estamos lejos de inventar una tecnología que nos haga florecer. En realidad, deberíamos sentir compasión por nosotros mismos y por haber nacido en una época tan primitiva.
Este artículo fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por María Ginés Grao.