Loca, pero no tanto: los dilemas de sufrir un trastorno psiquiátrico
Continúo sufriendo de ataques de ansiedad. Y es probable, los padezca toda la vida.
Hace unos días un cliente que acababa de conocer en una conversación vía Zoom comentó que era “bastante distinta” a como me había imaginado. ¿Se refería a mi edad? ¿A mi aspecto físico? Mi interlocutor me corrigió de inmediato.
—Ah, no, no... me refiero a que se ve bastante tranquila — explicó — me la imaginaba… un poco más nerviosa.
—¿Por qué?
—Leí varios de sus artículos sobre… la enfermedad que sufre. Pensé… que estaría un poco…
Se sonrojó. Por supuesto, como cualquier persona hoy día, el cliente había googleado mi nombre, sólo para encontrar la larga serie de artículos en los que hablo sobre mi trastorno de ansiedad. ¿Qué pensaba este buen hombre? ¿Imaginaba que la mujer con quien había conversado por semanas a través de escuetos correos y cortas llamadas telefónicas llegaría con la camisa de fuerza a cuestas? Aguardé hasta que mi interlocutor logró retomar el hilo de la conversación, pasándose un pulcro pañuelo por la frente.
—Estoy loca pero no incurable — le dije—. No se preocupe, me río de mí misma siempre que puedo.
Ahora fue él quien sonrió. Noté el alivio en su rostro y supuse que mi tono burlón había disipado la tensión en la conversación. Luego de algunos minutos, suspiró con un gesto casi melodramático y sacudió la cabeza.
—Lo que pasa es que le leí y pensé que la ansiedad era una cosa…incontrolable.
—Lo es — afirmé —, pero pasado el tiempo, las cosas mejoran.
Mi cliente se refería claro al trastorno de ansiedad generalizada que sufro. He escrito sobre el tema el suficiente tiempo como para encontrarme familiarizada con la sorpresa, los prejuicios y la cautela ajena. Pero desde hace más de una década me propuse normalizar padecer un trastorno psiquiátrico que requiere terapia y medicación. Por supuesto, en un país tan prejuicioso como el mío — y con tan poca empatía con circunstancias semejantes — ha sido una labor titánica. La mayoría del tiempo escucho comentarios como los de mi futuro cliente o directamente mucho más crueles sobre mi estado mental. En una ocasión, un escritor al que acababa de conocer me dijo que me veía “sana para acabar de salir del manicomio” — a lo que le respondí que eso era debido a la sangre con que me había bañado antes de asistir al lugar en que nos encontrábamos —, y en más de una vez, he tenido que lidiar con la discriminación que provoca el desconocimiento sobre lo que en realidad es un cuadro médico como el que sufro.
—¿Se llega a mejorar de algo así? — preguntó el hombre.
— Sí, pero para hacerlo se requieren algunas cosas.
El hecho es que sí, sin duda se puede mejorar de un trastorno de pánico como el que sufro (y que padece, según cifras de la OMS, el 35% de los adultos entre los 25 y 45 años) pero se trata de un proceso arduo, que requiere esfuerzo, trabajo, pero sobre todo, comprender que cualquier padecimiento de índole psiquiátrico requiere atención médica y farmacológica apropiada, a la que muy pocos pacientes tienen acceso.
Luego de varios año en terapia, fui diagnosticada formalmente como paciente de TAG (Trastorno de Ansiedad Generalizada), un padecimiento que dificulta el control sobre las emociones y, sobre todo, mi capacidad para sobrellevar situaciones muy estresantes. En algún punto perdí el control de cómo asumo y construyo mis decisiones, mi ideas y más aún: mi interpretación sobre el mundo. Un paciente de TAG puede verse superado y aplastado por preocupaciones muy sencillas y con frecuencia les lleva mucho esfuerzo diferenciar sus temores y la realidad.
Durante los momentos más duros solía preguntarme si a todo el mundo le afectaba de la misma forma que a mí la ansiedad. Me tomó unos cuantos años entender que los padecimientos relacionados con la salud mental, pocas veces son tomados en serio y, sobre todo, asumidos como un cuadro clínico. Como me ocurrió a mí, muchísimos pacientes están convencidos de que la angustia, el miedo, la ansiedad y el dolor pueden ser controlables por un mero esfuerzo de voluntad. Y si bien en cierto que todos nos preocupamos en menor medida por problemas comunes como la salud, el dinero y dilemas domésticos, la manera como nos afecta es de hecho una reacción por completo personal y distinta en cada uno de nosotros. Mucho más si esa preocupación constante se convierte en invalidante, como le ocurre a los que sufrimos un trastorno de ansiedad crónico.
Continúo sufriendo de ataques de ansiedad. Y es probable que los padezca toda la vida. No obstante, a pesar de eso, soy mucho más fuerte de lo que supuse y, sobre todo, me descubro en ocasiones con una sonrisa casi aliviada, capaz de superar mis propios espacios oscuros para disfrutar de los luminosos. Un trayecto complicado pero profundamente personal hacia mi identidad. Una manera de crear mi propia visión del mundo. Un pequeño triunfo personal.
—Entonces… sigue estando un poco ¿loca? — pregunta mi cliente.
Escuchó con atención todo lo que tenía que decir sobre el tema de mi salud mental. Lo hizo además con un amable respeto que me sorprendió: no es lo más común. Aún parece tímido y un poco incómodo, pero la sonrisa que me dedica es de inequívoco humor. No puedo evitar soltar una carcajada y tomar el último sorbo de café de la taza con deleite.
—“Un poco” es una apreciación gentil — digo en tono pretendidamente misterioso — porque nunca se sabe…
Mi cliente ríe también. Unos minutos después estamos por completo dedicados a su idea, visión y lo que desea plasmar en fotografía. Y pienso, mientras le escucho narrar imágenes fabulosas de guacamayas y tucanes bailarines, que en ocasiones la locura es un don del que no estamos del todo conscientes. O tal vez sí, me digo con una sonrisa privada. Y eso es suficiente.