Lo que nadie te cuenta sobre el duelo cuando muere un ser querido
No hay directrices para superarlo, pero me sentía más capaz cuando no trataba de negar lo sucedido.
En el verano de 2015, le lancé una botella de agua vacía a una joven durante un vuelo. Eran más o menos las 10 de la mañana y la mujer estaba armando escándalo. Parecía muy borracha. Me había dado cuenta de que los demás pasajeros también la habían mirado con mala cara y sé que antes de nada tendría que haber hablado con los auxiliares de vuelo, pero en ese momento la mandé callar, a lo que reaccionó armando aún más escándalo. Fue entonces cuando le lancé la botella.
Cuando cuento esta historia, suele ser a propósito de anécdotas de viaje o de las veces que he perdido el control y me olvido del contexto: no hacía ni una hora que me había enterado de que había muerto mi prima. Le habían diagnosticado cáncer hacía una semana. Tenía 34 años.
Fue mi madre quien me lo dijo entre sollozos. Menos de seis meses después, yo estaba sosteniendo su mano mientras un enfermero desconectaba todas las máquinas que la monitorizaban. Tenía 65 años.
No tuvimos tiempo para hacernos a la idea por falta de indicios en ninguna de esas muertes, aunque ya había perdido a muchas personas antes que a ellas. En cuestión de cinco años, perdí a dos abuelas, a dos tías, a una prima y a mis padres. Algunas de esas personas llevaban un tiempo enfermas y muchas se fueron de repente, pero nada podría haberme preparado para su pérdida.
Tras la muerte de mi madre, me di cuenta de que era capaz de ir al trabajo e incluso de preparar funerales, pero no podía soportar que la gente infringiera las normas sociales. Me encaraba con el público que no paraba de hablar, regañaba a los pasajeros del metro que llevaban mochila y golpeaban a otros pasajeros. Me volví mucho más inflexible y egoísta. Leía libros sobre el duelo y el luto, pero nada me servía de consuelo. Al leer estos libros empecé a pensar que tenía derecho a sentir cualquier cosa (no sentir nada no era una opción, por cierto), pero no tenía ninguna hoja de ruta ni tenía nada claro, y eso era justo lo que quería, un mapa que me indicara en qué punto estaba y una previsión de cómo estaría dentro de seis meses o un año.
“Lo superarás”, me dijo mi tío en los primeros días. “Pase lo que pase, lo superarás”. Esas palabras tenían mucha importancia, así como el tono trascendente en que las pronunció. Sé que a mi madre le habría gustado que la echáramos de menos, aunque también sé que no querría verme sufrir. Pero sufrí, y mucho, a veces. Durante mucho tiempo, mi madre siguió viva en mis sueños. Era doloroso despertarme y darme cuenta de que se había ido. Los sueños se fueron agotando. Cada vez soñaba menos con ella, y eso casi fue peor.
“Si alguien me vuelve a decir que mi madre vivirá en mi interior, le pegaré un puñetazo en la cara”, comentó una prima con motivo de la muerte de su madre, un comentario que suscribo. No quería que mi madre viviera en mí, lo que quería era hablar con ella. Cuando empecé a leer libros sobre el duelo, me consolaba viendo que había personas que estaban mucho peor que yo. ¿Y si hubiera perdido a mi madre siendo mucho más joven? ¿Y si hubiera muerto por mi culpa? ¿Y si la hubiera perdido a ella, a mi padrastro, a mi hermana y a mi sobrino en el accidente de coche que tuvieron en 2011? “Poco nos faltó”, dijo mi madre por aquel entonces.
Perspectivas. Comparaciones. No dejaba de darle vueltas para que la muerte de mi madre tuviera sentido y no me resultara tan dolorosa. Lo conseguí durante mucho tiempo. Al leer esquelas o enterarme de la muerte de alguien, comparaba su edad con la de mi madre. En cierto modo, me reconfortaba que alguien muriera más joven que ella. Sabía que era egoísta y que no significaba nada, pero también sabía que no tenía ningún control, de modo que simplemente comparaba las edades y luego me olvidaba del tema. Cuando peor estaba, mi mente volvía a hacer cuentas.
No creo que me obsesionen los famosos, pero cuando moría uno de ellos con una edad similar a la de mi madre, de repente parecía que cobraba mayor repercusión y que todos estaban relacionados. David Bowie murió unos pocos días antes que mi madre. Él también tenía un hígado al que culpar. Natalie Cole murió unas pocas semanas antes. Tenía la misma edad que mi madre, casi exactamente la misma. Cuando Prince murió esa misma primavera, me enteré en el aparcamiento del tribunal testamentario y sus canciones me recordaron a mi madre. Mi madre no las escuchaba, pero dio igual. Sus canciones quedaron vinculadas en mi recuerdo al sentimiento de pérdida y, por tanto, me volví a sentir de luto. En ese mismo aparcamiento, comprobé con satisfacción insustancial que Prince solo tenía 57 años, ocho menos que mi madre. Algo es algo.
Durante un tiempo, sentí que me estaba volviendo invisible, a veces de forma literal. Todo el mundo se chocaba conmigo en las tiendas o en la calle. A veces alguien se giraba y se sorprendía de verme ahí de pie, de que hubiera estado ahí todo el tiempo. Una tarde, en el metro, una mujer se sentó en mi regazo. ”¡No le había visto!”, se disculpó antes de salir corriendo.
Nadie me advirtió que también me cambiaría la cara, aunque yo mismo vi cómo le pasó a mi madre cuando murió su hermana. En las fotos de esa época, a mi madre se la ve atromentada y mayor de lo que en realidad llegó a ser. Después de morir ella, vi ese mismo duelo en mi rostro. Hay varios motivos por los que algunas culturas tapan los espejos cuando muere alguien. A veces te cuesta reconocerte, y esa discordancia resulta aún más enajenante.
Para mí, fue un periodo de aislamiento, en ocasiones autoinfligido y en ocasiones involuntario. ¿Qué se supone que hay que responder en una fiesta cuando alguien te pregunta qué ha sido de tu vida últimamente? A nadie le apetece oír historias de fallecimientos. ¡Es una fiesta! Nadie quiere hablar de seguros de vida o de lo complicado que es recuperar el suministro de agua cuando te la han cortado por impago de una factura porque la única persona autorizada para pagarla es la misma cuyos asuntos pendientes estás intentando resolver. Muchas personas evitan preguntarme por mi pérdida o se sonrojan cuando sale el tema, pese a que hablar de ello abiertamente es un gran alivio.
La verdad es que no hay directrices para superar el proceso de duelo, pero me sentía más visible y capaz cuando no trataba de negar lo sucedido. Puede que leer sobre las etapas del duelo no sea la forma de obtener unas directrices perfectas, pero el propio hecho de sentarte con un libro sobre el duelo en las manos es un modo de aceptar la situación. Estás pasando por una mala época y no estás solo.
Por extraño que parezca, recoger la casa de mi madre fue otra forma de alivio. Vivo a varios estados de distancia de su casa, de modo que no era una tarea que pudiera hacer poco a poco. Tuve dos semanas para cribar toda una vida, decidir qué quería conservar y qué prefería dejar. El piano que tocaba de adolescente lo tuve que dejar. Lo que sí me pude quedar fue un reloj de bolsillo de oro cuya existencia ni conocía.
Antes de coger el vuelo estaba nervioso por tener que dormir en una casa con tantos recuerdos. La primera tarde me puse a caminar en círculos sin saber por dónde empezar hasta que fui a la cocina y me puse manos a la obra con la vajilla china de la boda de mi madre. Habíamos dejado las ventanas abiertas después del funeral para mantener la casa ventilada y ahora olía a flores y muebles de madera envejecida, igual que en mi adolescencia. Esperaba sentirme solo, pero así encontré la claridad que necesitaba. Tenía una misión y dos semanas para completarla.
Una mañana, empezó a sonar una alarma en el antiguo dormitorio de mi hermana. No volvió a suceder y eso me hizo preguntarme si había alguna fuerza tratando de comunicarse conmigo. Una tarde, me senté en el porche y me sentí rodeado por algo que solo podría describir como un resplandor cálido. Están cuidando de mí, pensé. Alguna fuerza espiritual, mi madre y sus padres u otros antepasados. Al menos, así me sentí. Mi madre no estaba sola, y yo, tampoco.
Una semana más tarde, mi hermana y sus hijos vinieron para echar una mano y fue maravilloso. Luego llegó mi marido y cargamos el camión de mudanzas. “Di adiós”, dijo, y fue entonces cuando rompí a llorar. No quería decir adiós.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.