Lo que he aprendido después de un mes sin beber alcohol
A mediados de marzo volví a reencontrarme con mi viejo amigo, el alcohol, después de un mes de sobriedad. Podría decirse que es una tradición anual que practico desde que cumplí los veinte, cuando el alcohol y yo no pasábamos por nuestro mejor momento. Los motivos que me llevan a hacerlo son una mezcla de preocupación por la salud y otras preocupaciones menos nobles como el orgullo, la avaricia, la vanidad y otras cosas por el estilo. Puede que también tenga algo que ver el hecho de que me criara durante varios años en el seno de la iglesia ortodoxa griega.
Por cinco deprimentes meses de abstinencia.
De todas formas, en general he aprendido (y reaprendido cada año) las mismas cosas: que tengo mejor aspecto, que me siento mejor y que ahorro más dinero cuando no bebo alcohol durante un periodo prolongado. De forma invariable, mi vida social tiende a sufrir también, pero este año he tomado conscientemente la decisión de no dejar que mis tendencias abstemias me quiten las ganas de salir. Esto es lo que he aprendido:
Doy mejor conversación.
Lo siento, pero sin los cócteles el estar despierto toda la noche pierde su encanto.
Lejos de sentirme identificado con esta escena de la película Metropolitan de Whit Stillman, descubrí que mi capacidad para mantener conversaciones sobre muchos temas —desde libros a política pasando por programas de televisión o cotilleos— había mejorado en vez de verse afectada negativamente por la falta de alcohol. Como hablaba menos sin pensar, los comentarios que hacía aportaban más a la conversación y no protagonizaba escenas ridículas de las que luego tenía que avergonzarme los días siguientes. Además, si te pides una tónica, puedes seguir desviando la atención con un sorbo a tiempo después de soltar un comentario agudo.
Causo una mejor impresión a los desconocidos.
Si a tu grupo de amigos le gusta tu nuevo y mejorado tú, a la gente con la que estás obligado a chocarte en pubs y discotecas abarrotados le pasa lo mismo. En la cola del guardarropa, al salir de una fiesta, mantuve varias conversaciones sorprendentemente interesantes, en lugar de encontrarme con las respuestas monosilábicas, el silencio incómodo y las interacciones violentas que suelen ser habituales.
Bailar sobrio es mejor, y no peor.
Soy la última persona del mundo que se alegraría ante la perspectiva de "salir a bailar", pero si ese es el plan, recomiendo darle una oportunidad a bailar sobrio. Me di cuenta de que tenía bastante más paciencia con la gente que me rodeaba. Además, ya no parecía un idiota borracho en medio de la pista de baile (probablemente parecía un idiota a secas).
A todo el mundo le viene bien que haya chófer.
¿Quién te va a llevar en coche a casa esta noche?
Nadie lanza indirectas ni discute por ver quién va a llevar el coche a la vuelta y no hace falta pedir un taxi ni un Uber ni nada por el estilo.
Aprovecho más el fin de semana.
Aunque salga hasta tarde —pongamos que hasta la 1 o las 2 de la madrugada—, se aprovecha mucho más la mañana siguiente si no se tiene que aguantar una resaca. Si sales a bailar, o a lo que sea, hasta la 1:30, por ejemplo, al día siguiente puedes levantarte a las 9:30 y estar haciendo senderismo a las 11.
Así que a todos aquellos que afirman que salir por la noche y estar sobrio es contraintuitivo les digo lo siguiente: probadlo el próximo fin de semana. Aunque vuestros amigos no os lo agradezcan, seguro que el bolsillo y la resaca sí lo harán.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición estadounidense del 'HuffPost' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.