Lo que el "disculpa" de una mujer esconde
Hace unos días participé en una exposición fotográfica que intenta, a través del trabajo de varias mujeres fotógrafas y artistas plásticas, metaforizar el hecho de la violencia (física y moral) que un buen número de mujeres ha sufrido en algún momento de sus vidas.
Nuestra curadora, una mujer extraordinaria y paciente, escogió cuatro obras que analizan el tema desde una mirada durísima, pero también bastante clara: una de las artistas mostró la forma en que el acoso puede deshumanizar a la mujer y convertirle en un objeto sexual o incluso, patético.
Alguien más mostró algunos de los rostros de las cientos de víctimas que cada día se suman a las cifras de un país cada vez más peligroso para la mujer con fotografías teñidas de rojo, los ojos cubiertos y una pequeña leyenda al pie, para contar sus terribles historias de violencia. También hubo un trabajo dedicado a la incapacidad de la víctima para expresar el verdadero alcance de su dolor, de su miedo y de su impotencia hacia la violencia que sufre.
En cambio, yo preferí hablar del anonimato. De la desaparición de la víctima, sepultada bajo la indiferencia, el horror y el miedo. Decidí mostrar, de una forma bastante directa y elocuente, que una víctima no solo debe soportar las heridas infringidas, sino un ataque mucho más agresivo y temible: el de la cultura que justifica la violencia.
Durante años me he preguntado qué hace que nuestra sociedad ignore, culpabilice y señale a las víctimas de violencia. De cualquier estilo y bajo cualquier ámbito. Sexual, verbal, emocional. ¿Qué hace que una mujer violada deba soportar una segunda agresión al confrontar la incredulidad de quienes le rodean? ¿Qué provoca que deba justificarse una y otra vez y de tantas maneras que resulta casi enloquecedor? ¿Por qué casi todas las mujeres que han tenido que enfrentar el sufrimiento de ser lastimadas, heridas, acosadas deben además inclinar la cabeza ante el juicio ajeno? No son preguntas con respuestas sencillas.
Supongo que debemos remontarnos siglos atrás, para entender la identidad de la mujer como una posesión, una figura secundaria orillada junto al fogón o escondida en una de las habitaciones de la casa en la cual permanecía reclusa. Una esclava de quehacer doméstico. La silueta silenciosa que camina dos pasos atrás del marido, la que restriega el suelo mientras el resto de la familia ríe y levanta la copa.
¿Es el ataque a la credibilidad a la víctima una reminiscencia directa de esa época? ¿Es un reflejo de las pequeñas cosas que quedan suspendidas en la psiquis colectivas y se manifiestan como un comportamiento normalizado hasta hacerse casi invisible? No lo sé.
Quizás el tema no sea tan evidente, me digo.
Trabajo como activista feminista y la mayoría de las veces que escucho el relato de una mujer maltratada, la primera palabra que me dice es "Disculpa". Se disculpa por tomar asiento, por el nerviosismo, por las manos húmedas de sudor, por la mirada huidiza. "Disculpa", dice, y se enjuaga los labios, se frota los brazos, cuenta su historia en voz baja y monocorde. Las escucho, sin moverme, mirándolas con amabilidad, con afecto. Sin atreverme a hacer el menor gesto que pueda interpretarse de cualquier forma.
"Disculpa", dice la víctima, mientras me habla de las interminables palizas. O del novio que ignoró la palabra "no" tantas veces hasta que dejó de importar. "Disculpa" cuando comienza a llorar, temblando, porque de pronto ni todo el consuelo de un escucha atento puede evitar el miedo, el terror físico y real que sacude a una mujer —a un hombre, a cualquiera— que ha sido herida tantas veces y de tantas formas que resulta imposible pueda describirlo de una única manera, de una sola vez.
Entonces pienso que además, esta persona que tiembla con el rostro pálido frente a mí, debió enfrentar no solo el dolor físico, la humillación del miedo, de los golpes, de los ¡"cállate!", de los "no vales nada", de los "puta". Del silencio interminable de las violaciones en la habitación marital, de los gritos aterrorizados en una esquina a oscuras, en una calle desierta.
Esta persona, deshecha, rota, también debe responder preguntas. Responder el motivo por el cual llevaba un vestido corto en lugar de uno largo. La razón por la cual bebió o se divirtió. El hecho de haber sentido amor por la persona incorrecta. De haber callado demasiado tiempo. La víctima, debe entonces remontar la cuesta de todos los dolores imposibles de contar a nadie, de la humillación que erosiona la capacidad para defenderse, para ejercer la voluntad.
Para solo ser una mujer —o un hombre— aplastado por la desolación y la desesperanza. Alguien aislado por un tipo de miedo que es parte impotencia, parte frustración y al final, un gran vacío que deja a la víctima a solas para llevar a cuestas una culpa que no le pertenece, que es un símbolo de algo más grande, más elaborado y peligroso. Ese señalamiento a ciegas que convierte a lo inadmisible en un hecho cotidiano. En una versión del mundo y de las cosas que crea un terreno fértil para el ataque, el abuso, el acoso. Todas las versiones del miedo que encarna la violencia.
De pie frente a mis fotografías observo mi rostro hundido en arena, en símbolo de algo más elaborado que el simple hecho del miedo. Pienso otra vez en los "disculpa" y los "perdone" de las víctimas aterrorizadas, de las preguntas que intimidan y golpean como un peso físico. Pienso en la cara de todas las mujeres que alguna u otra vez me han contado su testimonio, aterrorizadas por lo que pudiera decir después, por cualquier palabra que pudiera hacer la herida más profunda y dolorosa.
Y me pregunto cuándo nuestra cultura comprenderá la necesidad de enfrentar la violencia de manera frontal. De admitir que la víctima merece respeto, merece un rostro, un nombre. Merece algo más que indiferencia. Suspiro, aturdida por el súbito pensamiento que quizás tampoco haya respuesta para esa pregunta. Y que tal vez no la habrá por mucho tiempo.
Este post se publicó originalmente en el HuffPost México.