Les Cols, sensibilidad y alma
El restaurante de Olot, con dos estrellas Michelin, es un gran ejemplo de sostenibilidad.
Hace poco he regresado de un viaje a Copenhague y he entendido por qué esta ciudad es la que más restaurantes acapara en la lista de los 120 mejores restaurantes del mundo, donde además de Noma y Geranium, actualmente en el top 5, también se cuelan Relae, Kadeau, Amass y 108, además de algún otro restaurante que está a la espera de entrar, como es The Alchemist de Rasmus Munk... todo ello en una ciudad de apenas un millón de habitantes.
Les Cols reúne muchas de las bondades que he observado en algunos de estos restaurantes. La primera de ellas es el compromiso con la sostenibilidad, un debate polémico, porque realmente no sé si estos restaurantes tienen que ser un ejemplo para la sociedad y sacrificar parte de su excelencia... no lo tengo claro, pero parece que es un movimiento imparable. Les Cols cuenta con un huerto de donde saca el grueso de las materias primas de su menú, donde ensalzaban todas las virtudes del Vall de Bianya y algunas que ellos mismos han conseguido recuperar, como el cereal del alforfón.
El restaurante está situado en una masía con siglos de historia, donde Fina Puigdevall residió con su familia y que aún habita su madre en la planta superior. En la parte baja de la misma, espacio destinado con anterioridad a los animales está el restaurante, en un proyecto de RCR Arquitectes que ganaron el premio Pritzker en 2017, el Nobel de la arquitectura, donde buscan que la luz entre en un espacio que antes no la necesitaba.
Otra de las curiosidades de Les Cols es que ahora mismo conviven en él dos generaciones. En cocina Fina va dando espacio a sus jóvenes hijas Carlota y Martina y en sala Manel Puigvert comparte protagonismo con su otra hija, Clara. Siempre es bonito ver cómo las nuevas generaciones vienen con ese aire fresco, pero respetando el gran conocimiento que atesoran sus predecesores.
La oferta de Les Cols consta de dos menús, uno basado en los productos estacionales y otro más representativo de su huerto y de la cocina de proximidad que predican. En mi caso, terminé escogiendo el segundo, donde unos pases llenos de sensibilidad, en muchos casos sabores tenues y naturales y en otros casos intensos como el de su tomate de huerta (¡qué tomate!), enamoran al cliente. Creo que esta cocina tiene un sentido más intimo que mecánico y es realmente difícil encontrar restaurantes así, donde se eleva a arte la gastronomía, un arte efímero pero que el cliente interioriza.
El respeto por el producto es total, no se disfraza nada, se podría comer a ciegas y se sabría perfectamente qué se está tomando; platos como su huevo fresco del día, que evoca una ensaladilla, es una genialidad; o arroz de alforfón como homenaje al cereal que ellos han recuperado. Es, sencillamente, una idea maravillosa.