Leiva, el poeta
Sigo empeñado en introducir la poesía a mis hijos con Leiva y también con Sabina, para estupor de los dogmáticos que defienden los cánones poéticos.
—Me he emperrado últimamente en enseñar poesía a mis hijos para que aprendan a apreciarla desde niños. Así que he empezado por Leiva —hago una pausa— y por Sabina —digo en el corrillo de papás y mamás que dejamos a los peques por las mañanas en la puerta del colegio.
—¿Leiva? —responde incrédula una mamá. —¿Sabina?
—Eso no son poetas —dice otra.
—Son cantantes —dice otra más.
—Son unos golfos —dice alguien.
—Son unos crápulas —apostilla un papá.
—Son unos piratas —remata otro.
—Pues eso, poetas —digo yo.
Y les cuento que todas las mañanas cuando vamos al cole les pongo los discos de Leiva a los niños y que mientras cantan como locos sus canciones, yo aprovecho para hablarles de toda la poesía que contienen.
Les hablo de la rima, sobre todo asonante, les digo a los niños, y les hablo también de la métrica, que sirve para medir versos, niños, fijaos en los heptasílabos, que dentro del arte menor son capaces de sonoridades más graves que el octosílabo, mucho más cantarín. Y luego está la perfección del endecasílabo, que tiene once sílabas, niños, pero eso ya sólo está al alcance de los maestros: más veces Sabina que Leiva.
Y también les explico lo que son las metáforas y las vamos cantando a voz en cuello, y les digo prestad atención, chavales, si esto no es poesía: “cuando el fuego se ahoga en unas lágrimas” o “cuando el tiempo se ahoga en mi garganta” (El último incendio); o “tengo que volver a mi planeta/ colgado de la luna en soledad” (Los cantantes); o “Sigue perdida en mi laberinto mental/ desde el pecho a la garganta/ trepa cada mañana/ luego por el tobogán/ se desliza hasta la tráquea/ agarrada a mis costillas/ le cuelgan las piernas” (Godzilla).
—Pero eso… —me interrumpe una mamá—. Cualquier cantante tiene letras así —apunta con una visión del mundo pequeñoburguesa, es decir, excesivamente pragmática.
—Insisto, son unos golfos —dice otra.
—Y el tío es feo como él solo —se ríe alguien. —Y además bizco.
—Joder, ya estamos —digo yo—. Leiva no es bizco. Se lo hace.
—Y está en los huesos —apuntala una madre.
—Es como una lombriz, da grima —dice otra.
—Es como el señor Burns, el de los Simpson —se cachondea un padre.
—Es la esencia del lirismo —les explico yo a los niños que, cuando llegamos y aparcamos con tiempo, me piden que les enseñe vídeos de Leiva en Youtube, todavía en el coche. —Los poetas no pueden estar gordos —les instruyo.
—Además, todas sus canciones duran tres minutos —dice alguien—. Ya podría hacer alguna más larga.
—Nada mejor que lo que está buenísimo y te deja con hambre —replico yo.
—La verdad es que es muy feo —me dice mi hija.
—Es un cursi —dice una madre en algún momento.
Yo les digo a los niños que la música, a diferencia de la poesía, se permite tener un punto más de cursilería, que algunas canciones de Leiva puestas en un folio y sin música no sé si aguantarían. Pero que hay que reconocer que cuando uno escucha Superpoderes o Godzilla, oído en la voz de Leiva la cosa suena de lo más natural, nada engolado.
—Y esa voz que tiene. Si canta fatal, por el amor de Dios —dice otra madre—, tan nasal.
—Papá, Leiva es muy egocéntrico, ¿no? —me dice mi hija que sigue viendo los vídeos del concierto de julio en el WiZink Center que yo grabé con mi móvil. —Leiva por aquí, Leiva por allá. ¿Qué es eso del triángulo, papá?
—Es que Leiva es como Dios, cariño. Ese triángulo es el ojo, es Dios, ¿comprendes?
—¿Y por qué corre hacia él?
—Pues eso, hija, metáforas.
Yo les hablo de las letras, que son grandiosas, casi perfectas.
—Pero si siempre habla de lo mismo: de chicas y de amores —dice mi hija.
—Eso es verdad, cariño. Pero de forma distinta cada vez. Así es como los poetas trabajan la materia.
Un gran poeta no se limita a describir las cosas, divago en el coche, sino que las inventa o las reconstruye, y las saca de la oscuridad y nos las alumbra a los demás, ¿entendéis, chicos? Y les hablo de las nanas a la cebolla de Miguel Hernández o de los veinte poemas de amor y la canción desesperada de Neruda. No es tanto lo que se dice como lo que eso significa, no sé si me explico.
—A mí la que más me gusta es El gigante de Big Fish —dice mi hijo, todo entusiasta—. Pero no la entiendo mucho.
Les cuento lo que Leiva dice que significa, lo de su amiga y ese chico americano con el que se intercambiaba cartas que acabó muriendo de gigantismo. Era el actor de Big Fish, la película de Tim Burton.
—Ves, no tienes ni pies ni cabeza —dice otra vez la mamá pragmática.
A mí todo esto me da igual.
Sigo empeñado en introducir la poesía a mis hijos con Leiva y también con Sabina, para estupor de los dogmáticos que defienden los cánones poéticos. Y ellos están encantados. Cantamos “La del pirata cojo” y “Como si fueras a morir mañana” a grito pelado en el coche, cada mañana, mientras los miro por el retrovisor y veo cómo su imaginación vuela.
Y como el que no quiere la cosa, a sus seis y ocho años, ya saben distinguir entre un verso asonante y uno consonante, y empiezan a comprender el mecanismo de las metáforas, y ya distinguen las voces (poéticas) del de la Alameda de Osuna y el de Úbeda, con sus manías y sus vanidades.
—Sabina —me dice un papá propinándome un codazo—, ése sí que es un follarín.
—Más bien, un melancólico —digo yo—. Un lírico. Un banderillero. Un clown. Un dandi con voz de aguardiente. Qué sé yo.