Lecciones aprendidas tras la pandemia
En el segundo brote de la 'gripe española' falleció el 45% de todas las víctimas españolas.
El homo sapiens tiene querencia por las narraciones y los calificativos. Si echamos la vista atrás, a la sífilis la conocimos durante un tiempo como la “enfermedad de los franceses”, al sida como la “peste rosa”, a la gripe del año 2009 se la bautizó primeramente como la “gripe mexicana” y a la COVID-19 como la neumonía de Wuhan.
La verdad es que la terminología médica nos ha dado más de un quebradero de cabeza. En 1889 a la gripe se la denominaba en algunas zonas de España como “dengue”, una patología que actualmente designa otra entidad totalmente diferente.
El nombre de “influenza” comenzó a usarse en 1358 en Florencia, debido a que por aquel entonces se atribuía a los astros su implicación en la aparición de la sintomatología. No fue hasta mediados del siglo dieciocho cuando se acuñó el vocablo “grippe”, que quiere decir “agarrar”, y de donde ha derivado nuestra “gripe”.
El 4 de marzo de 1918 es una fecha a recordar dentro de la historia de la Medicina. Ese día un soldado del ejército norteamericano -Albert M. Gitchell- se presentó en la enfermería del campamento Camp Funston (Fort Riley, Kansas) con fiebre. En las siguientes horas llegaron más de un centenar de personas con los mismos síntomas y en cuestión de semanas ya había miles.
El ayudante de cocina Gitchell fue el primer caso de lo que la historia conocería como la “gripe española”. Sería su último acto de servicio, ya que pocos días después fallecería, pasando a formar parte de los cincuenta millones de muertos con los que se saldó la más terrible pandemia que ha conocido la humanidad.
La “spanish lady” nos enseñó muchas cosas o, al menos, eso nos gusta creer. Nos demostró que un ser microscópico puede traducirse en un huracán financiero y romper el Estado de bienestar. Y es que el principio de la homomensura que formuló hace más de veinticinco siglos el filósofo Protágoras -“el hombre es la medida de todas las cosas”- no se sostiene en momento de pandemias.
También es importante recordar que el virus de la gripe H1N1 nos mostró sus fauces en tres ocasiones. Hubo tres picos de mortalidad, el primero en la primavera de 1918, un segundo a lo largo de los meses de octubre y noviembre y, finalmente, un tercero en el verano del año siguiente, que fue el más prolongado.
La enseñanza que debemos sacar de ese epifenómeno es que no hay que bajar la guardia tras la vuelta a la pseudonormalidad. Es más, si nos detenemos en analizar la letra pequeña de las estadísticas, en el segundo brote falleció el cuarenta y cinco por ciento de todas las víctimas españolas.
Aquella epidemia de gripe nos enseñó que los patógenos no entienden de fronteras y que no llaman a la puerta antes de entrar, siendo imposible predecir el momento exacto en el cual se produce la explosión epidemiológica.
Con la ayuda de la historia de la Medicina hemos aprendido que las cuarentenas, el distanciamiento físico y los aislamientos son necesarios para evitar la sobresaturación del sistema sanitario y evitar carencias logísticas, como son la falta de trajes, mascarillas y respiradores. Porque, si llegado el momento, se producen estas privaciones los profesionales se verán abocados al terreno pantanoso de los dilemas éticos.
En aquella ocasión, como ahora, aprendimos que la única forma de vencer las pandemias es persiguiendo un bien común, haciendo comprender a todos los actores implicados, especialmente a aquellos que en teoría son los menos vulnerables, que lo importante es cuidar la salud de la población en su conjunto.
En momentos de epidemias quizás, solo quizás, no se necesitan grandes líderes ni estadistas, sino medidas políticas de consenso con “mayúsculas”, que ayuden a paliar el impacto social, tanto sanitario como económico.
El coronavirus ha golpeado la línea de flotadura de nuestro ego y nos ha vuelto a colocar en el sitio que verdaderamente nos corresponde, el de un ser vivo más, con sus fortalezas y sus debilidades. Quizás sea el momento de desempolvar a los llamados “maestros de la sospecha” -ese triángulo formado por Marx, Nietzsche y Freud- que denunciaron las ilusiones y la falsa percepción con la que vemos la realidad.
En la película Matrix el personaje principal -Neo- podía elegir entre tomar la píldora azul, que significaba despertarse en la cama, dando por finalizada la historia, y la pastilla roja, que le haría permanecer en el país de las maravillas. Nosotros no tenemos esa opción, estamos obligados a continuar en la senda de la historia. Ha llegado el momento de vivir en la “nueva realidad”. Hagámoslo con sentido común.