Las voces y los ecos del 15-M: de la indignación al polo por la libertad
El décimo aniversario de una revuelta.
El 15-M fue una revuelta frente a la austeridad y la impotencia de la representación política en las instituciones democráticas. El caldo de cultivo era el malestar social, la desafección política y la frustración de las expectativas de buena parte de la juventud. Hoy, aunque ha cambiado la receta de la austeridad por la iniciativa pública keynesiana frente a la pandemia, lo que ha permitido mantener el empleo y poner en marcha medidas de protección frente a la pobreza, el desempleo y los desahucios, con el objetivo de no dejar nadie atrás, el malestar social y sobre todo la desafección política permanecen.
Cada generación tiene su momento de politización. Ya sea la generación de la Transición, la del 23-F y la posterior llegada del PSOE al Gobierno o la del movimiento antiglobalización, la guerra de Irak y el Prestige. Más cercana en el tiempo, hace una década, ha sido la toma de conciencia de la generación del 15-M y ésta seguramente será la generación del confinamiento y la crisis provocada por la pandemia.
Las voces de la indignación
El 15-M significó la toma de conciencia y la politización de una generación precaria, sin ascensor social y sin un futuro, ni siquiera para vivir como sus padres. Su expresión política queda reflejada primero en el populismo izquierdista de Podemos y luego con la respuesta de derechas representada por los independentistas y por Ciudadanos.
Ahora, la representación genuina del populismo conservador es el trumpismo de Vox y de una parte del PP que ha comenzado a hegemonizar los sentimientos de las bases partidarias y sociales de ese partido. Después de las elecciones de Madrid, las bases de la derecha no piensan que puedan ganar, sienten que puede ganar y es ese estado emocional, tan propio del populismo, el necesario para hacer factible el reagrupamiento de toda la derecha estatal en un gran polo populista, o polo de la libertad, que sustituirá las actuales formas y esencias de la derecha española. Esta sí será la gran mutación de la democracia del 78 y la estación término de la operación política populista que instrumentalizó el 15-M.
Porque hay que diferenciar la politización de toda una generación con motivo del 15-M de la posterior representación política y de estrategia populista que tiene su origen en la indignación. En el haber de Podemos y Ciudadanos está la ruptura del duopolio bipartidista sustituida por el pluripopulismo en sus versiones una fuerte y emergente y otra débil y gregaria de aquellos. La fuerte son estos dos partidos entregados esencialmente a la mística populista. La débil son los grandes partidos tradicionales que adoptaron formas populistas que si no son capaces de reaccionar puede acabar en una mutación definitiva. El PP, como hemos señalado, subsumido en un nuevo bloque electoral dominado por el pensamiento surgido de Vox y de FAES y por otro lado el PSOE que intentó hacer del populismo una táctica electoral permanente, pero todo pacto con el diablo te roba el alma.
Además de los nuevos partidos, se renovaron los representantes políticos, pero el pluripopulismo necesita de una permanente polarización que se articuló de nuevo como dos frentes centrífugos y sin capacidad de pacto, al que siguió como consecuencia un largo periodo de inestabilidad que culminó con la moción de censura y el actual Gobierno de coalición de la izquierda con inestables apoyos nacionalistas.
Los ecos del populismo
Entre los lemas de la indignación predominaba entonces lo emocional sobre lo racional: el rechazo del que “no nos representan”, “PSOE, PP la misma mierda es”, “lo llaman democracia y no lo es” y, en menor medida, la utopía de “nuestros sueños no caben en vuestras urnas”. Sin embargo, mediante la reclamación de una democracia real —siempre indefinida racionalmente aunque reclamada emocionalmente— el populismo cuestionaba al sistema democrático mismo y no a los intereses y poderes económicos insolidarios que hacían que este no funcionara. La democracia se erosionaba en su esencia mientras que paradójicamente la infraestructura económica y política causante de la crisis de la democracia se parapetaba tras esa erosión. Como los sueños de la razón generan monstruos, de estos sueños que no cabían en urnas surge hoy el combustible social e intelectual para la operación radical conservadora que tiene su epicentro en Madrid.
El programa político del 15-M era al tiempo radical democrático y a la vez tecnocrático y liberal, mostrando con ello el carácter interclasista del movimiento. Así se propugna desde un proceso constituyente (nunca definido) a una mera reforma puntual, la reforma electoral que al tiempo vincule al cargo público a su circunscripción y que garantice la proporcionalidad, la separación de los poderes del Estado y más en concreto la independencia judicial con la elección corporativa del consejo del poder judicial. En menor medida, otras reivindicaciones como la recuperación de la calidad del empleo y la causalidad en la contratación laboral o la incorporación de los derechos sociales con carácter vinculante a la futura Constitución y planeamientos más ideológicos de modelos alternativos como el republicanismo o el federalismo.
Tampoco el tiempo de la revuelta coincidió entonces con el tiempo de la política y de las instituciones. De hecho, la aparición del 15-M en las calles fue entonces compatible con unas elecciones generales en que la derecha logra la mayoría absoluta en el Gobierno.
La realidad
En paralelo con la indignación del 15-M, la derecha en el Gobierno, al calor de la austeridad europea, protagonizó una verdadera contrarreforma con los recortes de derechos y el cambio de modelo social y democrático, mediante la reforma laboral y el cambio de modelo de la sanidad, las pensiones y la seguridad ciudadana, junto a los recortes en sanidad, educación, investigación y cooperación, que en buena parte aún hoy siguen pendientes de recuperación. Una refutación palpable de la afirmación del movimiento sobre la identidad de las políticas entre la izquierda y la derecha.
Todo ello, porque los ecos de la indignación en la estrategia populista de Podemos se centran en la demolición del mito fundacional de la Transición democrática y de sus protagonistas como responsables de la crisis financiera, política e institucional, en torno a términos tan simples como peyorativos sobre el Régimen del 78, la Constitución otorgada, la casta política, la izquierda sumisa o la Europa de los hombres de negro. En resumen, la renuncia al patrimonio democrático de la izquierda. La actual crisis de régimen, pero esta vez provocada y dominada por una derecha populista emergente, será el legado más negativo o de una política izquierdista que ha sido un viaje a ninguna parte.
El populismo independentista, por el contrario, se articulará desde los propios partidos del poder político catalán, aunque hayan cambiado de nombre, identificando a España y sus instituciones democráticas como la madrastra responsable de la crisis, construyendo frente a ella la ficción de una república identitaria e idílica. De nuevo. la emoción del rechazo y la quimera como utopía.
Como consecuencia se produce la respuesta del Estado al desafío del 1 de octubre y la reacción identitaria de la derecha en Cataluña y en el conjunto de España. Otro marco de politización, esta vez del pueblo de Cataluña en términos de división y polarización que aún hoy continúa.
También aquí la ensoñación populista de Podemos teorizó la necesidad de incorporar a los independentismos a la dirección del Estado y, por tanto, al interés general. La conformación de un bloque de cambio progresista y plurinacional se antepuso a la generación de dinámicas políticas e institucionales centrípetas que son imprescindibles en el pluralismo democrático.
La actual realidad política catalana, con ERC atrapada de nuevo en su laberinto con el independentismo más radical, lo desmiente de forma evidente. Ni Gobierno tripartito con el PSOE y los Comunes, ni cambio en la agenda populista del independentismo. También aquí, la aportación histórica del izquierdismo populista ha sido una ilusión. El desinterés del populismo por la idea, estructura y realidad del Estado provoca este tipo de errores cuya repercusión erosiona el sistema de convivencia.
Tampoco, salvo la generalización y utilización cosmética de las primarias, se ha producido un avance en la participación democrática ni en el modelo de partido político. Muy al contrario, el partido del populismo es aún más personalista y menos plural y horizontal que el partido tradicional. Se ha mostrado además como estructuras con los pies de barro en los sectores y territorios, y con una cabeza más frágil que su aparente firmeza.
En definitiva, los cambios logrados de la representación política primero, y ahora con el inédito Gobierno de coalición de izquierdas e incluso la abdicación y renovación en la jefatura del Estado, no pueden ocultar tampoco que el programa de cohesión social y regeneración democrática sigue pendiente.
Todavía permanece a la espera buena parte del programa político tanto frente a la contrarreforma laboral, como en la lucha contra la corrupción, la derogación de la ley mordaza, la reforma de las pensiones, y se ven aún más lejos la reforma electoral y la reforma constitucional, todo ello debido a la polarización.
Porque su principal error es que el momento populista inicial se ha extendido a lo largo de una década de polarización, agitación, simplificación de la complejidad, con la estrategia del frentismo y la lógica del adversario como enemigo y como consecuencia de ello el bloqueo político e institucional y los obstáculos al diálogo y el compromiso imprescindibles para los cambios de fondo en democracia.