Las mil caras del terror
"En el terror hay demasiada mierda, como en la ciencia-ficción, la narrativa policíaca… o en la ficción realista. Poca imaginación, demasiados clichés...".
El reciente estreno de Doctor Sueño me ha hecho sentir una especie de resplandor y he pensado, una vez más, en la naturaleza del miedo, en nuestros horrores más íntimos y en el desasosiego de lo sobrenatural. No conozco a nadie con más talento y sabiduría para hablar del miedo que el escritor David Roas, autor de los libros de cuentos Invasión y Distorsiones, de novelas como La estrategia del koala, de ensayos como Tras los límites de lo real o de antologías como Las mil caras del monstruo (en colaboración con Ana Casas). Me asusta que él sea tan prolífico y que mis preguntas no le parezcan perturbadoras, sino más bien cómicas o ridículas. En cualquier caso, he superado otros temores y no pienso amedrentarme por tener a un pedazo de escritor como entrevistado. ¡Fuera miedos!
ANDRÉS LOMEÑA: Acaba de publicarse Por los aires, un libro de cuentos editado por Stephen King. Todas las historias tratan, de un modo u otro, sobre el miedo a volar. A mí cada vez me gusta menos subir a un avión. Como experto en terror, me gustaría saber si este miedo le parece primario o secundario, racional o irracional. ¿Puede describirnos los círculos del infierno por los que atraviesan nuestras mentes?
DAVID ROAS: Muchos de nuestros miedos son atávicos, otros irracionales, pero también los hay completamente racionales (el que provoca Vox, por ejemplo). Pero dejando de lado los terrores reales, prefiero hablar de aquellos que se manifiestan en el estricto ámbito de la ficción. Como ya advirtió H. P. Lovecraft en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura: “La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. Ahí descansa el efecto central de lo fantástico: dar entrada a lo imposible (lo fantástico) significa sustituir la familiaridad por lo extraño, lo intranquilizador. Esto supone introducir zonas oscuras formadas por algo completamente “otro” y oculto: los espacios que están más allá de la estructura limitadora de lo “humano” y lo “real”. Y eso da miedo, porque está más allá de nuestra comprensión.
A.L.: El escritor Theodore Sturgeon diría que en el género de terror hay tanta mierda como en cualquier otro género, pero creo que en general está devaluado por culpa de esa obsesión por los sobresaltos en el cine. Al igual que ocurre en la sociedad, veo una obsesión por la inmediatez, como si el miedo se redujera a algo inesperado para el sentido de la vista o del oído. Se puede elevar el nivel estético y narrativo del terror, ¿no cree? Me consta que le ha gustado la serie La maldición de Hill House…
D.R.: Sí, Hill House me ha devuelto la fe en el terror fantástico. Hacía tiempo que no me asustaba tanto, quizá desde que vi The Babadook. Le doy toda la razón a Sturgeon: en el terror hay demasiada mierda, como en la ciencia-ficción, la narrativa policíaca… o en la ficción realista. Poca imaginación, demasiados clichés, repetición de modelos que gozan de un gran impacto mediático, es decir, económico. El terror basado en sustos siempre es efectivo, pero resulta banal por facilón y, sobre todo, por vacío.
Volviendo a lo que decía en mi respuesta anterior, los diversos monstruos y fenómenos imposibles que pueblan las ficciones fantásticas encarnan simbólicamente nuestros terrores más universales, sintetizados en el arquetípico miedo a lo que escapa a nuestro conocimiento. Y eso está directamente vinculado a una reflexión sobre lo real y sus límites, sobre nuestra capacidad de comprensión y representación de la realidad. Pensemos en el vampiro, uno de los grandes mitos modernos y posmodernos: este monstruo no sólo da miedo porque supone una amenaza para la integridad física de los personajes con los que se enfrenta (el receptor, proyectado emocionalmente en el texto, comparte la angustia experimentada por los personajes ante la violencia y/o la muerte), sino porque no puede estar ahí, porque subvierte nuestra idea de realidad. Ante el vampiro, ante todo fenómeno fantástico, nuestras convicciones sobre lo real dejan de funcionar y perdemos pie frente a un mundo que antes nos era familiar.
A.L.: El crítico norteamericano Harold Bloom escribió que Stephen King (y J.K. Rowling) representaban un suicidio literario como el de los lemmings. Y Santiago Roncagliolo pedía, bastante en serio, el Nobel de Literatura para Stephen King. ¿Está usted en el término medio? ¿Qué autores actuales reivindicaría?
D.R.: La verdad es que no me interesa demasiado el Premio Nobel (¿realmente se da por razones literarias? Eso no se lo cree nadie), aunque me encantó que se lo dieran a Bob Dylan (gran poeta) por la cantidad de escandalizados que generó. Me divertí mucho con las quejas de tanto snob literario. Por eso sería genial que se lo dieran al maestro King. Cuántos desmayos iba a provocar entre nuestros comisarios culturales (ya veo a Javier Marías arrojándose al vacío agarrado de la mano de Pérez-Reverte)… Tampoco sigo los premios específicos de lo fantástico y lo terrorífico. No me fío mucho, sobre todo porque, en verdad, son premios para anglosajones (que no leen nada de lo que ocurre en otros idiomas, pues se traduce muy poco al inglés).
¿Reivindicar autores y autoras actuales? Pues claro: Cristina Fernández Cubas, Patricia Esteban Erlés, Mariana Enríquez (aunque ya no hace falta reivindicarla, claro), Anna Starobinets... La lista es muy larga.
A.L.: En un mundo ateo, ¿tendríamos un terror menos estimulante? Lo digo porque el cristianismo es muy dado a generar imágenes aterradoras y me suelo encontrar con todo tipo de creyentes y supersticiosos que aceptan la existencia de espíritus o de poderes maléficos. Por otra parte, el argumento de Tenemos que hablar de Kevin es lo más aterrador que puedo concebir y es muy mundano.
D.R.: La religión no hace falta para pasar miedo. Vuelvo a recurrir al vampiro: un rasgo recurrente en la mayoría de las encarnaciones posmodernas del vampiro es la eliminación del aspecto religioso tradicionalmente vinculado a dicho mito, como queda perfectamente ejemplificado en una estupenda escena de la película 30 días de oscuridad: ante el desesperado “¡Oh, Dios mío!” que exclama una mujer a punto de ser atacada por un vampiro, este, tras una pausa dramática en la que mira irónicamente al cielo, le dice a la mujer “No hay Dios”, y la deja en manos de sus compañeros para que sea devorada. Maravilloso.
Es cierto que las ficciones sobre posesiones diabólicas y demás siguen funcionando, pero, de nuevo, por los sustos que encierran y no tanto por su dimensión metafísica. Como decía antes, lo fantástico provoca nuestro miedo porque nos enfrenta a lo imposible, a lo incomprensible. Claro que la propia realidad también sigue generando elementos provocadores de nuestros miedos: el serial killer, el terrorista, el fundamentalismo religioso (esto vale para todas las religiones), Vox, el cambio climático, Trump…
A.L.: ¿La situación política actual encaja mejor con la distopía y la ciencia-ficción o con el horror?
D.R.: Es cierto que la distopía y la ciencia-ficción tienen habitualmente una clara dimensión política en su crítica/denuncia de ciertos males y peligros de la sociedad actual (la serie Black Mirror ilumina perfectamente esta idea). Pero lo fantástico y el terror también sirven a ese objetivo: basta con pensar en muchas de las novelas de Stephen King, ya que lo hemos citado en varias ocasiones, donde el retrato de la represión y violencia contra el mundo infantil es recurrente y brutal; o en las películas de Jordan Peele; o en la exploración de los horrores de la dictadura argentina que hace Mariana Enríquez en varios de sus cuentos; y si puedo dejar aflorar un poco de narcisismo, yo mismo lo he hecho en varios de mis cuentos fantásticos, a veces combinándolo con la ironía y la parodia. No hay géneros más idóneos que otros para la reflexión política. Aunque es cierto que llevamos muchas décadas aguantando las críticas contra lo fantástico y géneros hermanos (ciencia-ficción, fantasy) por considerarlos simple evasión.
A.L.: ¿Cómo ve la industria editorial? O a los lectores, ya que no sé si leemos lo que nos ponen por delante o si las editoriales solo publican la bazofia que nosotros pedimos.
D.R.: Depende de a qué editoriales mires, por supuesto. Creo que a las que te refieres son las especializadas en “género”, término que usado así (por editores y escritores) me da bastante repelús pues suele ser sinónimo de literatura sin personalidad, repetidora de clichés, donde la calidad y la densidad dejan paso a lo facilón y efectista. Por educación no diré nombres, pero es fácil entender a qué editoriales me refiero. El problema es que el consumidor habitual de lo que venden esas editoriales no se acerca a las obras fantásticas, terroríficas o de ciencia-ficción que están publicando editoriales “no especializadas” (Anagrama, Páginas de Espuma, Impedimenta, entre otras) puesto que las consideran mainstream (o cualquier otro sinónimo estúpido), sin darse cuenta de que ahí se publican autoras y autores excelentes que, a diferencia de esos repetidores de clichés (sobre todo imitadores de King, Barker, Joe Hill y otros estupendos escritores), están explorando nuevas formas de representar lo terrorífico e inquietante, de ir más allá de los trillados caminos de alterar lo real.
A.L.: Le he preguntado por novelas y un poco por cine, pero he dado la espalda a los cómics y a la industria de los videojuegos. Me dicen que The last of us es una obra maestra y yo ni siquiera jugué al exitoso Resident Evil.
D.R.: De cómic siempre he sido (con altibajos) consumidor. En la actualidad se están publicando obras excelentes en lo que se refiere a lo fantástico y el terror, como las de Emily Carrol, Noelle Stevenson o Sol Díaz o la premiada Emil Ferris, que exploran de forma muy renovadora la relación entre miedo, monstruosidad e identidad femenina posmoderna. También me gustaría destacar aquí autores españoles como Paco Roca o Miguelanxo Prado, cuyas obras fantásticas me fascinan y perturban; o Le Décalage (2013) de Marc-Antoine Mathieu, de cuya subversión del tiempo todavía no me recuperado. En cuanto al videojuego, debo decir que me interesa más cómo objeto de estudio que como jugador.
A.L.: Si tuviera que escribir ahora mismo una novela de terror, la trama tendría que reflejar el miedo que siento a pelearme o distanciarme de los amigos. ¿Qué le recomienda a quienes desean dedicarse a la literatura?
D.R.: Aunque los talleres son útiles, mejor leer literatura y cómic, ver películas y series de TV (mucho más arriesgadas que lo que se está haciendo en cine actualmente). En lo que a mí respecta, paradójicamente siempre parto de la realidad, de vivencias y experiencias propias que luego distorsiono para llevarlas hacia los terrenos de lo fantástico… o del humor, otra forma excelente para reflexionar sobre la realidad y transgredirla. La realidad es tan extraña que no cesa de dictarte historias… claro que hay que saber mirar esa realidad. Yo lo hago desde mi propia distorsión, conformada por mi propia imaginación y todas esas ficciones que uno no ha dejado de consumir desde niño. Raro es el cuento que, insisto, no parte de una experiencia real que yo he vivido, incluso muchos de las más delirantes. Porque el mundo y los que lo poblamos son delirantes. Uno escribe ficciones para intentar comprender el mundo, sabiendo de antemano que vamos a fracasar. Por eso, como decía Bioy Casares: “Al borde de las cosas que no comprendemos del todo inventamos relatos fantásticos para aventurar hipótesis o para compartir con otros los vértigos de nuestra perplejidad”.
A.L.: ¿Le acojona mucho hacer una entrevista? Que le mutilen el texto y se tergiverse su mensaje podría ser algo muy gore. Como periodista, me aterra pensar que distorsiono la voz del entrevistado.
D.R.: Confío en que el Dr. Lomeña sepa controlar a su Mr. Hyde mutilador… ¡Lo que me he reído (y asustado) leyéndome en entrevistas tras pasar por ciertas manos!
Termino esta entrevista sin cercenar nada de nada (¡lo juro!) y con un gran susto: amenazo con seguir conversando con David para que publique una segunda parte de Las mil caras del monstruo.