Las generales eran un aperitivo
Las elecciones generales han movilizado el voto en España y han convocado una participación poco frecuente en nuestro país. Las anteriores elecciones habían provocado un vuelco en el destino de los votos y dieron cabida a nuevos partidos que se hacían eco de los cambios políticos, económicos, sociales y culturales que se habían producido a lo largo de las últimas décadas.
De una parte, emergieron quienes supieron recoger los malestares que expresaban las movilizaciones del 15-M. De otra parte, hubo quienes recolectaron la reacción frente a una derecha en la que el poder institucional había generado numerosos fenómenos de corrupción y demasiado volcada en actitudes conservadoras a la hora de asumir realidades como el aborto, el feminismo, la diversidad sexual, o la eutanasia.
De esta forma, a la izquierda del PSOE y en el espacio del centro liberal se hicieron hueco nuevos y pujantes grupos políticos, que parecían querer disputar la primacía al bipartidismo que había dirigido la segunda restauración borbónica durante casi cuarenta años, en una peculiar reedición de los turnos de gobierno de conservadores y liberales.
Cuatro años después, los partidos que se reclamaban de la nueva política han demostrado su capacidad para adaptarse aceleradamente a los vicios de la política tradicional. Liderazgos personalistas, clientelismos a la antigua usanza, exclusión de quien comete el error de moverse en la foto, han dejado de ser patrimonio de la vieja política.
Una de las consecuencias es que la política española sigue siendo fluctuante, imprevisible y tremendamente líquida. Se engañarían quienes hicieran una foto fija de los resultados electorales que se han producido. La realidad es que tenemos una sociedad fracturada en dos bloques, con proyectos de país diametralmente opuestos, sin que existan propuestas que permitan actuar de contrapeso, equilibrio y balance.
Podemos perdió una oportunidad cuando decidió no dejar pasar de largo aquel primer acuerdo del PSOE con Ciudadanos. Por su parte, han sido estos Ciudadanos los que han renunciado después a ejercer como centro liberal, con toques socialdemócratas, para alinearse en la derecha más rancia, en un intento compulsivo para disputar su espacio al PP y buscando la complicidad de los grandes empresarios del IBEX a base de alabarles el gusto de no pagar impuestos.
Ahora, Podemos quiere por todos los medios entrar en el gobierno, porque el poder y su reparto, calman mucho a las fieras internas. En cuanto a Ciudadanos, ha saboreado las mieles de disputar la hegemonía de la derecha al PP y corre el riesgo de enrocarse, e intentar convertirse en la cabeza de ratón de la oposición, dando por buena a la ultraderecha como animal de compañía. Algo que no entiende nadie en su sano juicio, ni aquí, ni entre sus correligionarios europeos de la Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa.
Porque si algo tienen claro en la democrática Europa es que quienes concilian, acuerdan, confraternizan, o congenian con la ultraderecha, terminan cayendo en las fauces de los monstruos que habitan en el fondo del pozo a cuyo brocal se han asomado.
En cuanto a los dos partidos que han protagonizado el bipartidismo durante los últimos casi cuarenta años de vida democrática en España, no deberían incurrir en la autocomplacencia, ni tampoco en una acomplejada agresividad que delata miedo hacia la nueva realidad política. Ni los resultados de los socialistas ganadores deben inducir a creer que nos encontramos ante una recuperación definitiva de su voto, ni los perdedores del PP tienen por qué pensar que se encuentran ante el colapso del proyecto político del centro derecha.
Los primeros se han beneficiado de la concentración del voto de buena parte de la ciudadanía de izquierdas, para evitar el ascenso de la ultraderecha y sus cavernícolas propuestas. Los segundos se han visto perjudicados por la fractura interna que ha producido la escisión de los sectores ultras que hasta el momento se sentían cómodos dentro del partido.
El problema se ha agudizado a causa del advenimiento de un líder amamantado en la cuna del aznarismo y del aguirrismo, que se ha demostrado incapaz de establecer un perfil diferenciado frente a la ultraderecha neofranquista y al ultraliberalismo españolista.
La campaña de Casado ha permitido la prevalencia del insulto abundante, el exceso de chulería a flor de piel, el predominio de las pocas ideas pero intercambiables, la exhibición de una hiperdesarrollada ambición de poder, a toda costa y con el apoyo de cualquiera, el incremento de la tensión a base de enarbolar efímeros banderines de enganche.
Pero en futuras citas electorales nada está escrito, si se toma nota y se asumen errores y responsabilidades personales y colectivas. Las elecciones generales han sido el aperitivo, el anticipo de lo que se avecina. Quien sepa interpretar bien los problemas reales de las personas en nuestras sociedades modernas, los signos de los tiempos cambiantes, los miedos latentes en la ciudadanía, las ilusiones que alientan en el interior de quienes decidimos acudir a votar.
Quienes resultes más creíbles y generen más confianza en torno a la coherencia y honestidad de sus candidaturas y sus intenciones, tienen mucho camino avanzado para consolidarse en un panorama de transformaciones aceleradas y plagado de incertidumbres.
A ello vamos, en un escenario político abierto en canal, en el que haremos bien en apostar por la sensatez y el diálogo, aunque no estén de moda.