Las disculpas y otros pequeños dolores
Me sobresaltó la idea de no haber comprendido por qué pedía disculpas. O de hecho, por qué creía necesario hacerlo.
Hace unos años, me disculpaba con muchísima frecuencia. Lo hacía por una serie de razones poco claras que ni yo misma entendía muy bien. Me disculpaba por hablar en voz alta — o también muy baja —, por decir lo que pensaba — o no decirlo —, por la forma en que comía, me vestía e incluso por mi forma de caminar. De pronto encontré que al parecer siempre había un motivo por el cual disculparme. Por utilizar la palabra “perdón” como muletilla para una serie de pensamientos y comportamientos que cuando los analizaba después, no tenía motivo alguno para lamentar, disculpar o justificar. Pero yo seguía haciéndolo. Metódicamente. Como si necesitara dejar bien en claro que yo era muy consciente de que era capaz de cometer errores y me disculpaba ex profeso por el hecho difuso que con toda probabilidad, los cometería.
Hasta que dejé de hacerlo. No podría decir que se trató de una epifanía súbita: que un día tomaba café y mientras dejaba caer un poco sobre el clásico platito bajo la taza debido a mi natural torpeza, me contuve de decir lo siento. Y que entonces comprendí, con la revelación de la cafeína por medio, que no tenía que disculparme por mi torpeza. Que después me levanté, heroica y torpe — y arrojando más café a la mesa — para ir por la vida olvidando el impulso automático de decir “discúlpame” por una serie de incorrecciones imaginarias. Me habría encantado que fuera así, claro: la idea tiene un tinte poético que me encanta. Pero claro está, fue algo más confuso que me llevó tiempo comprender. Una lenta toma de conciencia sobre esa compulsión por disculparme pero sobre todo por complacer, a quienes me rodeaban.
La primera vez que lo noté fue en una ocasión en que una conocida hizo un comentario que juzgué absurdo y con el que no estaba en absoluto de acuerdo. Sentí la inmediata necesidad de contradecirla… pero me contuve. Con esa extraña sensación de incorrección que de vez en cuanto me abrumaba, me pregunté por qué debía hacerlo, si valía la pena provocar una controversia, si necesitaba la discusión posterior y expresar en voz alta mi punto de vista. De manera que me quedé callada, incómoda y preocupada, hasta que ella pareció que algo me ocurría y me preguntó directamente qué era. Cuando se lo dije — explicándole que su opinión me parecía un poco fuera de lugar — me apresuré a agregar “que lo sentía muchísimo”. Ella parpadeó y me dedicó una mirada sorprendida.
—¿Por qué? — me preguntó. Me quedé un poco desconcertada.
—La verdad, no lo sé — admití en voz baja.
—Entonces deja de sentirlo o disculparte. Es lo que piensas y ya.
Me sobresaltó la idea de no haber comprendido por qué pedía disculpas. O de hecho, por qué creía necesario hacerlo. Me pregunté el motivo por el que sentía no sólo la inmediata necesidad de justificar una opinión contraria a la de alguien más y por qué me parecía tan importante dejar en claro que me preocupaba la disparidad de opinión. El pensamiento me irritó, me desconcertó, pero sobre todo, me hizo comenzar a analizar algunas de las cosas que decía en el ámbito social desde un punto de vista nuevo.
Descubrí que pasaba gran parte del tiempo disculpándome, incluso cuando como en la pequeña escena que describo antes, no sabía el motivo que ocasionaba la disculpa. Que lo hacia sin ton ni son y utilizando la palabra “disculpa” como una especie de interjección gratuita que restaba cierta coherencia a cualquiera de mis pensamientos e incluso firmeza. Porque resulta casi imposible expresar ideas concretas interrumpiendo cada cierto tiempo su explicación para “disculparte” por lo que explicas, expones, comunicas o sientes. O lo que es aún más duro de comprender: que en realidad, mucho de lo que dices o haces depende de las ideas que construyes a través de las palabras que como de la forma en que lo dices. De manera que esa necesidad mía de terminar cada frase e idea con un “lo siento” no sólo me restaba contundencia — que ya era bastante preocupante — sino que hacía parecer que todos mis planteamientos pendían de un hilo. Cabeceaban peligrosamente hacia el vacío de simplemente carecer de sentido porque en apariencia ni yo misma creía en ellos.
Cuando se lo comenté a mi psiquiatra, asintió, como si no le extrañara en absoluto lo que le contaba. Visitaba su consulta debido a mi trastorno de pánico y durante los últimos meses habíamos debatido sobre mi tendencia a complacer o, mejor dicho, a creer que complaciendo podía sentirme mejor conmigo misma. No le sorprendió que descubriera que casi todas mis palabras, frases e incluso opiniones, parecieran necesitar un “lo siento” como lo colofón.
—Estás convencida que necesitas disculparte para justificar su pensamiento individual. Como si no quisieras contradecir demasiado para continuar agradando a quienes te rodean. Pero cuando se te hace imposible no hacerlo, entonces te disculpas de inmediato. Para dejar claro que sigues siendo la misma persona “amable y adorable” que quieres aparentar ser.
—Suena como si no fuera amable realmente — dije, riendo nerviosa. Mi psiquiatra no sólo no se rió sino que esperó a que notara que no lo hacía — ¿No lo soy?
—Quieres serlo. Y eso es peligroso en la medida que intentas agradar tantas veces y de tantas formas que comienzas a perder la idea sobre quién eres. Eso te produce ansiedad, pérdida de control y…
—Que me sienta siempre incómoda — añadí. Lo descubrí casi por sorpresa, como si me hubiese tropezado con la idea. Mi psiquiatra asintió.
—Que seas infeliz, en realidad.
La idea me sacudió. No es fácil admitir que tu nivel de autorespeto tiene tantas grietas y se sostiene con tanta dificultad. Pero así era: comencé a preguntarme de dónde había tomado ese habito de la disculpa espontánea, sin sentido y frecuente y, sobre todo, por qué me parecía tan necesario mantenerlo. Mi psiquiatra me recomendó entonces analizar algunas ideas sobre mi infancia y adolescencia.
—Disculparse es un hábito muy arraigado para la mujeres — me explicó — te educan para sentirte inadecuada, un poco torpe siempre. Que tus opiniones no son del todo estables, como si estuvieran a punto de caer. Y la reacción inmediata es disculparte.
—Pero en mi familia nadie se disculpaba — le respondí — o al menos, lo hacían por las razones correctas.
— Piensa entonces dónde aprendiste el hábito — me recomendó.
No fue sencillo repasar mi historia personal para encontrar respuestas. Sobre todo porque al mirar atrás me di cuenta que en algún punto entre mi adolescencia y primeros años de adultez aparentemente había olvidado todo lo que había aprendido en mi casa, para asegurarme de disculparme siempre que podía. Una idea desconcertante que sin embargo me demostró que detrás de la disculpa compulsiva, no todo es tan sencillo, ni mucho menos claro.
Porque le dije a mi psiquiatra, nací en una familia donde nadie se disculpaba. O lo hacía por razones concretas y evidentes. Mi abuela solía decir que “disculpa” era una palabra con peso y que debía ser utilizada con cuidado, antes que aplastara todo lo demás. La recordé muy claro diciéndolo. Así que comencé a preguntarme cuándo lo había olvidado.
Comencé entonces a recordar el colegio y toda la presión de la popularidad y tener “amigos”. En el lugar donde estudié sólo había niñas, y eso hizo que esa urgencia por agradar, encajar y formar parte de lo “que era agradable” fuera el triple de pesada y fastidiosa de lo que podría haber sido en cualquier otra parte. Y es que ese enorme grupo femenino era un singular gueto de pequeños prejuicios y dolores adolescentes, que sin duda crearon el caldo de cultivo exacto para cómo me sentí posteriormente conmigo misma. Me encontré que yo, solitaria, huraña, extraña, lectora, delgaducha y sin afición por los deportes, no pertenecía a ninguno de los grupos tradicionales, y que esa sensación constante de gravitar en la periferia me había hecho dudar sobre mis capacidades y, sobre todo, de mi manera de percibir el mundo.
—Pero recuerdo que pasé la mayor parte de la infancia peleándome con las niñas de mi clase — le expliqué al psiquiatra cuando hablamos del tema — Y después…
— Dejaste de hacerlo.
Era verdad. En algún punto de la adolescencia, dejé de contradecir en voz alta y pelearme, hasta llegar a una especie de pacto de no agresión que finalmente mantuve muchos años después. Y es que ese “agradar” se convirtió en un hábito que dejé de reconocer, que pareció formar parte de mi comportamiento habitual. Las disculpas se multiplicaron, mi necesidad de agradar también y me encontré perdida en una especie de extraña sensación de ser y no estar con respecto a mí misma.
Hasta que me detuve. Fue una sensación extraña esa, cuando comencé a contenerme para no disculparme y a decir exactamente lo que pensaba. Y es que parte del problema residía en que estaba convencida que expresar mis pensamientos sin disimulo podía hacerme antipática, poco querida. Un comportamiento adolescente que había conservado, sin saber cómo, durante la primera mitad de la veintena.
—Nadie te corrigió — me dijo mi psiquiatra — y la cultura que te rodea considera que está bien que una mujer se disculpe. Y no se trata de feminismo, sino una idea histórica. Por mucho tiempo, la opinión de la mujer se infravaloró y se menospreció y la sociedad heredó de décadas pasadas la tendencia a asumir que la mujer se disculpa. Que nunca está muy segura de lo que hace. O no debería estarlo, al menos. De manera que está bien que la mujer siempre tenga que añadir una “lo siento” tácito en todo lo que hace, una especie de mirada hacia la opinión general buscando aprobación.
Pero ya no lo necesitaba. Y lo noté cuando comencé a decir palabra por palabra lo que deseaba. Fue un choque por supuesto. Me desconcertó el hecho que muchas veces sentí que debía disculparme por una opinión elemental o incluso por un punto de vista polémico. Asumir que no debía hacerlo, fue un punto de ruptura en mi vida, pero sobre todo fue un replanteamiento de mi forma de comprender muchas cosas sobre mí misma. Porque no se trataba sólo de no disculparme, sino de aceptar que no tenía que complacer, sentirme cómoda o feliz, que tampoco tenía que aceptar las ideas de los demás, que no había nada que evitaba que yo pudiera contradecirlas. ¿Parece obvio y sencillo? No lo es tanto cuando te habituaste a disculparte, no solamente usando la palabra más de lo necesario sino asumiendo que debías hacerlo en una especie de saboteo personal con respecto a tu punto de vista.
Porque disculparte es algo más que utilizar las disculpas para hacer menos contundente una frase. Es asegurarte que quienes te escuchan asuman que tus ideas no te parecen tan valiosas como para asumirlas en toda su integridad. Que necesitas quitarle un poco de importancia, restañarlas un poco, agrietarlas para que no molesten a nadie, para que nadie se sienta incómodo con respecto a lo que piensas. Disculparse insistentemente además, es parte de esa noción social de que “algo está mal en ti” por el mero hecho de no aceptar algunos puntos de vista. ¿Es necesario hacerlo? ¿Te resulta imprescindible? Comienza a preguntarte el motivo.
Me asombró muchísimo descubrir que a mi alrededor mucha gente pasaba buena parte del tiempo pidiendo disculpas por fallas imaginarias. Y que la mayoría eran mujeres, pero que también había una considerable cantidad de hombres agachando la cabeza y tratando de hacerse entender entre temores e inseguridades. ¿Qué hace que la cultura te haga pensar que está bien tener que justificar todo lo que dices y haces? ¿Qué te presiona tanto como para asumir que la disculpa es necesaria?
Comencé a pensar que somos una sociedad aterrorizada por la prepotencia pero que celebra la humildad sin tener idea de qué se trata. Una sociedad que condena la vanidad, pero tampoco enseña a sostener una autoestima saludable. Y en mitad de tantos conceptos a medias, de tantas percepciones levemente sin sentido, hay una conclusión obvia: La disculpa sustituye el miedo o mejor dicho, lo representa. Porque cuando te disculpas. Cuando insistes en asumir “que algo va mal” sólo porque no forma parte de tu idea de la normalidad, te conviertes en parte de esa sociedad tambaleante, que aspira a ser aceptada sin lograrlo nunca. Una generalización que preocupa y cuando no, desconcierta. Que carece de verdadera profundidad.
De pronto, esa nueva perspectiva sobre las cosas pareció abarcar no sólo el hecho de haber dejado de pensar que necesitaba disculparme, sino en cientos de aspectos nuevos que hasta entonces no sabía se encontraban relacionados. Dejé de ocultar mi mal humor, mis días no tan buenos, mis opiniones no tan políticamente correctas. Dejé de ser el “oído” amable que parecía siempre estar a disposición de las amigas que lo necesitaban. Dejé de sentirme obligada a ayudar, consolar, comprender a quienes me rodeaban. Y es que de hecho el “disculpa” parecía sólo un fragmento de una especie de complejo entramado de hábitos perniciosos que por mucho tiempo me hicieron daño. Que por años me hicieron verme envuelta en situaciones complicadas y dolorosas. Dejé de disculparme pero también dejé de justificarme ser quién era. Dejé de disimular en favor de cierta necesidad de encajar la verdadera dimensión de mi carácter y manera de pensar. Me negué a continuar siempre bordeando una cierta incomodidad general para obtener la aprobación ajena y lo que resultó más tranquilizador: comencé a comprender que está bien aceptarme con mis defectos, virtudes y desigualdades. Pero sobre todo, con esa percepción tridimensional que te brinda asumir tu propia perspectiva sobre quién eres y el mundo que te rodea.
Incluso mi trabajo como fotógrafa y escritora mejoró sustancialmente cuando decidí no justificar ninguna de las ideas que sostenían mi punto de vista artístico. Dejé de personalizar las críticas, de inventarme excusas para hacer menos “duras” mis expresiones estéticas. Fue un paso sustancial para mirarme como una mujer completa, pero sobre todo, para asumir mi responsabilidad sobre los mensajes que creo y la forma en la que los comprendo. Por años, me preocupé — y mucho — porque mis fotografías y textos fueran comprensibles, que no ofendieran a nadie, que pudieran agradarles a todos. Cuando dejé de serlo, recuperé cierto control que no había notado había perdido y me permitió construir una serie de ideas nuevas sobre lo que creo, construyo y elaboro como perspectiva artística. Y qué liberadora resultó esa percepción sobre lo que creo que es artístico. Noté que hasta entonces había en cierta forma menospreciado mi trabajo, que también me había “disculpado” a través de él. Así que dejé de hacerlo.
Por supuesto, al principio me llevó un enorme esfuerzo enfrentarme a años de insistir en decir “lo siento” cuando en realidad no tenía por qué y a esa culpabilidad misteriosa y sin sentido que me impulsaba hacerlo. Seguí haciéndolo de vez en cuando, callándome mis opiniones en arrebatos de vergüenza o simple incomodidad. Pero comenzó a suceder con menos frecuencia. Dejé de preocuparme por la manera en la que los demás pudieran percibirme y, sobre todo, interpretar lo que digo, hago o cómo me concibo. Y es que existe un choque inmediato cuando abandonas las disculpas y asumes que tus opiniones y puntos de vista no necesitan justificarse, y mucho menos embellecerse o ennoblecerse. Que puedes mantenerlos a pesar de ese inmediato impulso por hacerlos menos contundentes, por dejar un resquicio para la duda o para no parecer prepotente. De pronto, me resultó sencillo — aunque nunca supe muy bien cómo llegó a suceder eso — no sólo asumir que mis ideas merecían ser defendidas en su totalidad y pasar a defenderlas lo mejor que podía. Y esa comprensión sobre la necesidad de asumir cómo pienso y cómo me miro de manera total se convirtió en una de los elementos más reconocibles de mi personalidad como adulta.
Hace unas semanas recibí un mensaje de texto de mi viejo psiquiatra. Por razones que no vienen al caso, dejamos de frecuentarnos pero en una que otra ocasión, retomamos el contacto, como viejos amigos que aún se aprecian, más allá de la primitiva relación médica. De manera que no me extrañó que me diera una opinión muy poco caritativa sobre un texto que acababa de publicar y que al parecer contradecía su punto de vista sobre determinada percepción política.
“Claro, sé que no te importa lo que diga” añadió. Y pensé que en otro momento de mi vida, habría intentado convencerlo que no era así, disculparme por haber parecido dura o no estar directamente de acuerdo con su manera de pensar. Pero no lo hice. Borré el mensaje con una sonrisa, como si hacerlo fuera el símbolo de un pequeño triunfo silencioso.
Quizás lo es.