Las armas las carga Lumière
El actor Alec Baldwin ha matado accidentalmente a la directora de fotografía Halina Hutchins. Al parecer, la producción decidió dejarse los protocolos de seguridad a un lado con el fin de ahorrar gastos.
Los barcos vuelan, los perros hablan, los dioses habitan palacios de energía pura, las montañas son engullidas por olas imposibles…
Es la magia del cine: todo cuanto pueda ser imaginado puede ser mostrado en la pantalla. El espectador nunca deja de soñar, por más que algunos sueños aburran por zafios y repetitivos.
Y ya padecemos más superhéroes salvando el mundo que abogados en activo.
Hace ya un siglo que vemos con naturalidad lo que a nuestros bisabuelos escandalizaba especialmente: que el villano acribillado por las justicieras balas del protagonista resucitase en la siguiente cinta reencarnado en abuelo bonachón o abnegado médico.
El cine, más que ningún otro arte, convierte la mentira en verdad y nos hace convivir con la verdad de las mentiras. Los trucos lo hacen posible: monstruos que solo viven en la pantalla del croma; furibundas peleas por obra y gracia del montaje y la estricta coreografía; espadas de plástico que brillan, sisean en el aire y tajan como cuchillos de carnicero…
Auténticas falsas armas con su munición inocua de humo y estampidos…
El actor Alec Baldwin ha matado accidentalmente a la directora de fotografía Halina Hutchins y herido al director Joel Souza durante el ensayo de una escena, cuando las balas salieron de una pistola de la que, se suponía, no debía salir nada. Al parecer, la producción decidió dejarse los protocolos de seguridad a un lado con el fin de ahorrar gastos.
Un incidente semejante acabó con la vida de Brandon Lee a los veintiocho años.
Y otros muchos, dobles de acción, actores secundarios, técnicos… se inmolaron en pos de un segundo de emoción.
Vic Morrow y dos niños fallecieron cuando el director John Landis no hizo caso a quienes le habían advertido de lo peligroso que era rodar una escena con helicóptero en una tormenta.
Es sabido que Cecil B. de Mille hizo cambiar de lugar en el plató a extras y maniquís. Los segundos ocupaban las posiciones más peligrosas durante la inundación que culminaría uno de sus dramones bíblicos, confiando en que Dios hiciera el milagro.
El señor de Mille quería más realismo en la toma (y Dios no apareció en los créditos).
Nuestro idolatrado John Ford suspendió una carga contra los apaches por el riesgo que esta suponía… para los caballos.
Coppola provocó un ataque al corazón a Martin Sheen con su peculiar método de motivación (tensión, gritos e insultos, repeticiones constantes) durante el rodaje de Apocalypse Now.
Y aún hoy se culpa a Kubrick del desequilibrio mental que acabó con la carrera, y casi con la vida, de Shelley Duvall. Las ciento veintisiete tomas de la escena en la escalera no fue lo peor que aguantó la actriz durante el rodaje de El Resplandor.
Aunque tengo para mí que el peor accidente de la historia del cine tuvo nombre y apellidos: Klaus Kinski. Y más que un accidente fue una tortura extrañamente buscada una y otra vez por el director Werner Herzog.
Vistas las broncas entre actor y director cuando la cámara no estaba en funcionamiento (tal y como testimonia un extraordinario documental), se me hace poca la intensidad que aquel tipo desplegó en dos milagros llamados Aguirre y Fitzcarraldo. A Kinski nunca le faltaron los desplantes en su repertorio, ni los gritos ni los insultos. Más de una discrepancia quiso zanjar argumentando con los puños o destrozando lo que más cerca tuviera.
No entiendo cómo de aquel arrebato pudo surgir la serena belleza de su hija Nasstasja.
Accidentes en nombre del arte.
Pero si es cierto que el arte imita a la vida, quizás alguien aprenda de esta última tragedia y haga desaparecer unas cuantas pistolas de las películas. Al fin y al cabo, no son, en la mayoría de los casos, más que un truco de hierro que ahorra el trabajo de contar una historia a la que podamos acercarnos sin miedo.
Con un poco de suerte, dejaría de crecer el casting de armas que nos amenaza en las calles de un tiempo a esta parte.
Aunque, seamos sinceros, Hollywood nunca se ha preocupado mucho por la seguridad: en el camarote de los Marx no se guarda la distancia de seguridad.
Y no es que en España andemos, precisamente, faltos de violencia. Abolido el “usted no sabe quién soy yo”, nos apañamos con el garrote rural, la botella rota, o la navaja oxidada.
Y nunca se preocupó nuestra censura por la brutalidad y el abuso. Al fin y al cabo, es sabido que dos hostias a tiempo obran milagros.
Otras eran sus cuitas, como reflejó en una viñeta genial (y cuál no) Chumy Chúmez:
El hombre, hacha en mano, coloca la cabeza de la mujer sobre el brocal del pozo. Raudo como el hacha que se levanta, el censor ensotanado exclama:
- ¡Corten, por Dios, que no están casados!
Salía del cine con mi novia de aquel momento, quejándome de la efusión de sangre a la que habíamos asistido, un tsunami de kétchup. Sospeché que el director, en vez de decir “corten” diría “amputen”.
-Estoy asqueado –me sinceré- de tanta violencia gratuita.
-Es que hoy es el día del espectador- apuntilló ella.
Quizás alguien comprenda que es mucho más conveniente imitar a la vida.
Y que no hay nada más violento que una mala película.