Las "3 Cs" del Mediterráneo: cooperación, competición y conflicto
Si algo saben los ciudadanos de ambas orillas es que cuando la violencia estalla las consecuencias se sienten en todos lados.
Si uno entra en cualquier buscador y escribe “Mediterráneo” le aparecerán muchos mapas, pero también imágenes icónicas de hermosos pueblos blancos, calas de azul turquesa, campos de olivos y mercado bulliciosos. Esta es la idea del Mediterráneo común, la de unas sociedades con un pasado compartido y con una forma de vida alegre y placentera. No obstante, si se abre cualquier portal de información, el Mediterráneo nos remite a la competición entre países ribereños por sus aguas territoriales, la degradación ambiental y, sobre todo, el drama de migrantes y refugiados que intentan cruzarlo huyendo de conflictos enquistados o de la falta de oportunidades y la incapacidad de gestión de esta emergencia de los estados e instituciones europeas.
Quizás porque conflicto y competencia son las suelen atraer la atención del lector, vale la pena empezar recordando que hace exactamente 25 años el Mediterráneo fue sinónimo de cooperación. Mejor dicho, de la voluntad o la esperanza de transformar la región a través de la cooperación. Aprovechando el optimismo generado con los acuerdos de Oslo entre palestinos e israelíes, se reunieron en Barcelona los ministros de 27 países europeos y mediterráneos. Israelíes y palestinos se sentaron alrededor de la misma mesa y junto al resto de socios fundadores se comprometieron a dialogar y a trabajar juntos. La agenda era muy amplia y con unos objetivos nobles: la paz, la prosperidad y el intercambio entre las sociedades. Poco a poco, el entusiasmo dio paso al desánimo.
De hecho, este cuarto de siglo ha estado marcado por una frustración doble. El fracaso del proceso de paz en Oriente Medio, las crecientes desigualdades entre ambas orillas y dentro de cada una de las sociedades, o la nefasta gestión de las migraciones, nos han alejado de los objetivos que los fundadores se habían marcado. Por si esto no fuera poco, también se liquidó rápidamente el optimismo despertado con las primaveras árabes. La ola contrarrevolucionaria pasó por encima de la voluntad emancipadora y la la exigencia de cambio de una parte importante de las sociedades árabes y mediterráneas. En 2019 la protesta volvió a las calles del mundo árabe, pero la pandemia las confinó. ¿Volverán en 2021, con qué fuerza y con qué reacción por parte de sus estados?
Con esta trayectoria, y a pesar de los múltiples intentos para revigorar las pulsiones cooperativas -el último ejemplo son las reuniones organizadas desde España, la copresidencia y el secretariado de la Unión por el Mediterráneo con ocasión el 25 aniversario-, 2020 no ha sido un momento de celebración sino de reflexión. A la doble frustración se le ha añadido un factor inesperado: la pandemia. La COVID-19 ha ampliado retos previos en materia de desigualdad y adaptación a grandes transformaciones globales como la digitalización y la descarbonización. Todo esto se ha incorporado a la agenda, pero no ha sido suficiente para dar un salto cualitativo o cambiar el tono de las relaciones.
La persistencia encomiable de los defensores de la cooperación se ve a menudo superada no ya por la pandemia, sino por las otras dos fuerzas que caracterizan las relaciones entre estados alrededor del Mediterráneo: la competición y el conflicto. Una de las muchas cosas que ha cambiado durante el último año es que en torno al Mediterráneo hay cada vez más actores compitiendo entre sí: Rusia ha vuelto, China ha aparecido y los países del Golfo rivalizan entre sí desde el Magreb al Cuerno de África. También se intensifica la competición entre potencias mediterráneas. En estos momentos la competición entre Francia y Turquía es quizás la más visible. Se está transitando peligrosamente de la competición a la hostilidad, y aunque el Mediterráneo es el escenario principal, sus ramificaciones se extienden desde el Cáucaso a África occidental. Por tanto, no es que el Mediterráneo haya perdido interés, sino que este interés se traduce en un juego de suma cero (lo que uno gana, otro lo pierde) o incluso de suma negativa (algunos prefieren perder si su competidor pierde todavía más). En 1995 se quería construir un Mediterráneo, esta competición lo está fragmentando todavía más.
Además, a la región no le faltan conflictos. Hasta 2011, el conflicto entre árabes e israelíes era la piedra angular pero hoy hay muchas más líneas de fractura y muchos más focos de violencia. El caso más dramático es Siria: diez años de guerra, 5,6 millones de refugiados y casi siete millones de desplazados internos. En 2020 salvo por el alto al fuego en Libia, el balance de noticas ha sido más bien preocupante: tensión creciente en el Mediterráneo oriental y riesgo de deshielo en un conflicto congelado como el del Sahara. El Mediterráneo es un mar pequeño, y si algo saben los ciudadanos de ambas orillas es que cuando la violencia estalla las consecuencias se sienten en todos lados. Del mismo modo, cuando surge la esperanza como pasó en 1995, el optimismo también desborda las fronteras.
Quedan muy pocas semanas para que termine 2020. Para muchos, un año nefasto y de planes aplazados. El Mediterráneo no es una excepción sino un buen reflejo de esta situación. Habrá que seguir esperando a que se den condiciones más propicias para reactivar la cooperación.