‘La voluntad de creer’ o ¿hay algún creyente en la sala?
"Se podría decir que se trata de un drama familiar. Y en cierto modo la obra discurre chejoviana".
Pablo Messiez estrena la Voluntad de creer en las Naves del Español en el Matadero de Madrid y no falta nadie. Ni siquiera le falta el público que está llenando la sala día sí y día también. La razón, todos quieren participar del milagro real que se pone en escena. Y del milagro figurado, el que esta obra se lleve a cabo frente a un público descreído y con su beneplácito cuando habla de creer. De ser creyente.
Hay que ir por partes. Primero está la historia. La de una familia que nos dicen vasca, aunque solo uno de sus miembros habla euskera. Viven en un pueblo y reciben a la hija prodiga y a su mujer embarazada. Vienen de Argentina. Quieren que su hijo tenga pasaporte europeo, por los beneficios de serlo, aunque prefieren que crezca argentino.
La embarazada siente que su cuerpo rechaza al bebe y que el bebe no quiere nacer. Presiente que algo malo va a pasar con él porque ni su cuerpo ni ella lo quieren. Qué es lo que pasa con la madre y con el bebe debe dejarse sin decir. No hay que descubrir el discurrir de la trama.
Sin embargo, no hay que dejar de presentar el resto de los personajes. La hermana poeta borracha y soltera, y por la que el pueblo no presenta ningún interés porque ¿para qué sirve la poesía en ese o en cualquier otro mundo? La otra hermana parapléjica, perteneciente a esa realidad más realidad que lo real. El hermano, lector de Kirkegard, que se muestra un poco más para allá que para acá, creyéndose un profeta. Y, por último, un médico que no pertenece a la familia pero que les asiste. Un médico que vive de la evidencia científica y biológica.
Se podría decir que se trata de un drama familiar. Y en cierto modo la obra discurre chejoviana. Hay discusiones sobre sus relaciones. Sobre qué hacer en ese pueblo en el que ellos son los raros. Y sobre la casa familiar que los acoge.
La casa, en principio, solo es un espacio rectangular blanco sobre el suelo hasta convertirse en un gran salón con paredes. Unas paredes que los actores mueven y colocan en escena con una naturalidad pasmosa creando el lugar en el que se producirá el drama y la comedia. Pues, aunque la obra se toma en serio, o precisamente por eso, también provoca risas.
Obra hecha para que se vea el cartón del teatro. No solo por cómo se construye el espacio escénico. Un espacio escénico que comienza contrastando la vida en la calle, la real, y la vida teatral, la ficcional.
Algo que hace recibiendo al público con las puertas contraincendios del fondo del escenario abiertas. Dejando ver la vida real de fuera de la sala. Unos niños jugando. Alguien paseando. Mientras los actores lanzan textos, frases, fragmentos. Y los espectadores van entrando a la sal. Acomodándose para ver teatro.
Un cartón teatral que a veces se presenta de forma exagerada. Como los discos de música tradicional traída de Argentina que se dejan caer en el suelo antes de ponerse a sonar. Canciones que cantan al amanecer de los amantes que se despiden.
De tal forma que es difícil rehuir la palabra metateatralidad cuando se habla y se escribe de esta obra. Y, sin embargo, parece que esa metateatralidad solo tiene un sentido práctico. El que le permite plantear el tema de interés en esta obra. Que no es el teatro, en sí mismo. Ni las formas de actuar o representar.
Su planteamiento es el de la creencia. De la credulidad del público. Al que se le va a contar un milagro contra natura, biológicamente imposible, o eso piensa una sociedad como la nuestra. Un milagro como el que se ve en Ordet, la palabra, la película de Dreyer considerada un hito cultural del cine de todos los tiempos. Alimento de cinéfilos empedernidos, de los que no salen de la filmoteca. Una película que se ve en el televisor de esta casa como se podría ver en la de muchas casas. No obstante, forma parte del catálogo de Netflix, la empresa líder mundial en llenar los domicilios de ficción gracias al streaming.
Un público que ya no se cree nada. Ni en lo que piensa. Ni a veces cree en sí mismo. Que cuando se mete en el teatro, o en el cine, suspende su incredulidad hasta el extremo de comulgar con ruedas de molino. Y las ruedas de Ordet y de La voluntad de creer, son bastante increíbles. Más para sociedades laicas y científicas como la nuestra.
De ahí lo importante de la pregunta que Carlota Gaviño, en su papel de poeta, hace a la platea: “¿Hay algún creyente en la sala?” Silencio. Esa es la respuesta. Quizás porque creyente es una de esas palabras robadas, secuestradas, por una parte de la sociedad. De tal manera, que ser creyente se entiende como creyente en Dios. Como ser católico de misa diaria o talibán en una escuela coránica.
Nada más lejos de lo que propone Messiez. No aboga por volver a estados religiosos y medievales. De hecho, no se encontrarán símbolos religiosos en escena sino fuera por los crucifijos de un ataúd que, en las sociedades cristianas, sobre todo en pueblos, se le pone a cualquiera.
Su intención es otra. Es la de mostrar que sin ser creyente, sin creer, no se puede crear. Y menos crear algo que tenga vida. Algo vivo. Ni los creadores ni los que creen en ellos. Pues el acto teatral, como cualquier acto artístico y, por tanto, político, siempre es con y en público. Un público que también crea y forma parte de lo que se crea.
Porque lo que sucede en escena es mentira. Nada más lejos de la realidad y lo real. Una realidad frente a la que la ficción no puede competir. A la que hay que cerrarle la puerta si se quiere crear ficción y que esa ficción se crea y viva. Adquiera carta de realidad.
Solo así son posibles los milagros teatrales, como el que sucede en el escenario de las Naves del Español en el Matadero de Madrid. Y que la audiencia se lo crea. Aunque sea una audiencia que ya no cree en dioses, ni tenga una fe religiosa.
Esa audiencia leída, culta, informada, que no va a misa a adorar a un Dios ni a la mezquita a rezarle a un Profeta. Y, menos, reza a un tótem. Es a esa intelligentzia, posiblemente de izquierdas, a la que Pablo Messiez le pide que tenga fe.
Que crea en lo que piensa. Que abandone esa posición irónica y cínica ante la vida y ante sus ideas si quiere que esas ideas creen, fructifiquen, produzcan realidad. Unas ideas que parecen diluirse como azucarillos al contacto con el agua en un mundo en el que avanza la (ultra)derecha. Una (ultra)derecha que sí cree en sus ideas que vende como naturales, como biológicamente humanas y que nunca lo fueron.
Solo los que crean que las cosas pueden ser de otro modo, serán capaces de crearlas y naturalizarlas. Humanizarlas. De hacer que sean posible los milagros y las maravillas. Para lo que es necesario mucha poesía, tanta y tan buena como la que tiene esta obra. La que pone en escena todo el elenco y la magnífica luz de Carlos Marquerie. Solo así, sin sonrojar a nadie se le puede decir al público: “Tened fe. Creed. Crear algo nuevo, la posibilidad del milagro y el milagro mismo. Sed creyentes.”