La vagina y su anonimato
Hablar sobre la vulva femenina no es un tema sencillo ni que se aborda fácil.
Hace unos días, recibí el siguiente mensaje en mi correo electrónico: “Usted es irresponsable y pornógrafa. Las mujeres de bien no ven ese tipo de fotografía”. El invisible interlocutor hacía mención a un reciente artículo que publiqué en mi blog sobre el trabajo de Nobuyoshi Araki, el controvertido fotógrafo japonés, cuyas imágenes tienen un fuerte contenido sexual. Aunque al escribir el texto supuse despertaría algunos comentarios de desaprobación — sobre todo porque el trabajo de Araki incomoda a mucha gente — me sorprendió la crítica. La insinuación de lo que puede o no hacer una mujer con sus palabras, pluma y opinión. Ignoré el comentario.
Pero para mi interlocutora (porque para mi sorpresa, el insistente crítico se trataba de una mujer), no todo parecía estar dicho. Un día después, recibí un segundo correo, donde la mujer, enfurecida, me reclamaba lo que llamó “mi poca moral”, insistiendo en que cómo, luego de declararme defensora de los derechos femeninos, pudiera mirar el trabajo de Araki con “buenos ojos”. Además, añadía que había investigado sobre el autor y que todas sus imágenes eran retorcidas, “una declaración de violencia” y (lo que según comprendí, molestaba más a mi enfurecida lectora) “mostraba esa parte del cuerpo que no se debe mostrar nunca”.
Juro que intenté contenerme. Lo juro solemnemente. Pero no pude. De manera que me armé de paciencia, reuní las mejores imágenes de Araki sobre la vulva femenina, una pareja en una tórrida escena sexual captada por Nan Goldin y se la envíe a mi pudorosa remitente. Aguardé su respuesta y mientras lo hacía, me pregunté una y otra vez el motivo por el cual a la mujer parece resultarle tan escandaloso que su cuerpo se muestre. Me refiero, en concreto, no solo al inspiracional desnudo artístico, sino a esa visión mucho más quirúrgica que expresa la idea de lo femenino — su genitalidad — de una manera muy frontal. Una interpretación de la idea de lo que es o no moral que me desconcierta y más allá, me hace pensar que la cultura represiva contra la mujer ha tenido un resultado casi castrante en la imagen que tiene de sí misma, y más allá de la cultura a la que pertenece y que, presumiblemente, le enseñó que ciertas cosas de su cuerpo “no se miran” y “no se tocan”.
Hablar sobre la vulva femenina no es un tema sencillo ni que se aborda fácil. Para el hombre, parece ser más sencillo exhibirse desnudo: desde la Grecia clásica, el genital masculino ha representado poder y fuerza, lo cual es comprensible. En la visión primitiva de sexo, el hombre que penetraba simbolizaba a ese poder de lo viril, ese símbolo del poder del macho de la especie. Con la mujer, la cosa es distinta: tal vez sea deba a un asunto meramente práctico: los genitales femeninos permanecen ocultos, entre la piel, el pudor y la simple ironía de guardar — bajo puertas casi secretas — el deseo femenino. Y aunque las diosas de todas las épocas han mostrado sus exuberantes pechos desnudos — se conservan multitud de estatuillas de diosas de opulenta belleza — muy pocas muestran lo femenino a un nivel más íntimo. Tal pareciera que en el esquema de las cosas, el genital femenino se resume a ese pudoroso pliegue de piel que los artistas de todas las épocas representaron en dulces alegorías. Los pechos espléndidos y altivos demostrando belleza, y la cintura cubierta por telas transparentes, esa enigmática puerta al mundo del placer. De manera que la mujer — como figura, identidad y expresión — siempre pareció estar protegida por su propia naturaleza.
Pasarían siglos hasta que un cínico y provocador Gustave Courbet descubriera el mundo el enigma femenino. Y lo hizo, a la manera simple de los talentosos: Courbet exaltó el cuerpo femenino en una serie de obras que parecen no solo exhibir la belleza de la mujer real — la que existe más allá de la mordaza histórica — sino además, dejar bien claro el poder de esa realidad de carne y hueso, ese fragante ahora de lo recién nacido y nada figurativo. Porque la mujer Courbet no despierta ternura ni muestra fragilidad: es portentosa en su poder natural. Baste como ejemplo su cuadro más conocido El origen del Mundo: toda un declaración de intenciones con su imagen del sexo femenino como parte de una figura anónima que yace cómodamente reclinada, en toda su gloria impúdica. La obra, con su visión casi anatómica del sexo de la mujer, dejó muy claro que la mujer de Courbet es poderosa por derecho propio, por la necesidad de mostrarse sin ningún matiz. El observador no tiene un solo lugar a donde esconderse, entre las piernas de la mujer anónima: la sexualidad se plantea como obra de arte y se piensa así misma como devocionario de un nuevo tipo de religión y creación visual.
Unos años más tarde, un joven y mundano Amadeo Modigliani liberaría a su modo a la vulva femenina de su discreta sumisión. Y lo hizo con su trazo directo y evidente: el París de su época miro a las mujeres Modigliani y sintió horror. Eran demasiado reales, incluso en su estilización artística, en esa visión geométrica y disgregada del pintor, para comprenderlas. Hablamos de un tiempo donde la mujer era una criatura divina y etérea que se miraba así misma como reflejo de castidad. Pero Modigliani rasgó las vestiduras: Las mostró velludas y con los labios secretos bien a la vista. Cundió el escándalo. El pintor fue execrado de los elitescos círculos de París y se le condenó al ostracismo. El mundo no estaba preparado para la mujer Modigliani, dijo alguien. A veces me pregunto si el mundo para lo que no estaba preparado era para la liberación de la mujer.
Cual sea el caso, el pintor logró un pequeño avance en un camino largo y doloroso: La mujer dejó de ser una criatura sin rostro, anónima en el deseo para existir. Real. Con sonrisas húmedas y ojos abiertos de asombro. Y con qué fuerza. Durante años, la mujer tradicional, esa que insistía en las pinturas y después la fotografía forzó a la otra, la temible, la diablesa, la provocativa, a subsistir al fondo de la memoria colectiva. A moverse de un lado a otro, tropezando con la hipocresía social para encontrar una manera de comprenderse. Y aún así, esa mujer poderosa y creativa, la malvada, siguió sobreviviendo a pesar del peso de la historia en común, la que comparte sin quererlo. La visión de lo que se teme, se contempla. Desconcierta y angustia. Reprime y finalmente contradice lo esencial de la visión femenina sobre sí misma.
Volviendo a la mujer que estaba muy horrorizada por mi artículo sobre Araki, recibí respuesta suya unas dos horas más tarde. Al parecer, ya no solo le provocaba repulsión, sino algo más cercano al horror. Me acusó — otra vez — de pornógrafa y me preguntó directamente si era una “puta”. Cuando le respondí que podría serlo pero tendría que asumir mi cuota de culpa, me respondió iracunda.
“El mundo está perdido desde el origen. La mujer tuvo la culpa”.
Solté una carcajada. Recordé el cuadro de Courbet, las mujeres de Modigliani y la vagina sacra de Garrido y pensé que mi extraña interlocutora, en toda su furia religiosa, tenía razón. La mujer tiene la culpa de crear una opinión, de debatir sus propias ideas a través de símbolos y una necesidad siempre insatisfecha.
¿Curiosidad? ¿Putería? Quien sabe.