La suerte de Dilio Long
Hombre de vida humilde, hizo de la necesidad su mejor ejercicio.
A la suerte le da lo mismo si se cree o no en sus tejemanejes, si se la convoca con patas de conejo o se la rehúye con el colmillo de una alimaña o una cuña de madera colgando del cuello.
Ella hace su parte cuando le toca, como los gigolos abnegados o los buenos actores secundarios, y vuelve a lo suyo.
Quien dice creer en la suerte suele tenerla mala, pero se siente más cómodo echándole la culpa a la conjunción de los astros que preguntándose qué puede hacer para remediar su situación.
Por el contrario, es habitual que quien niega su poder lleve una ostentosa flor como pabellón de popa. El tipo suele pensar que todo lo hace bien y que, sobradamente, se merece tanta fortuna.
Justo como el individuo aquel que se ligó a la mujer más bella del local, indostánica, inteligente, seductora, elegante, sofisticada… y que cuando rascó el lunar de su frente descubrió que le había tocado un coche.
Que yo llegase a conocer a Dilio Long fue un asunto más enrevesado que una carrera de cross country: el abogado panameño Emmanuel Arias cenaba en Viridiana una noche de mayo de 2017; cuando me acerqué a su mesa para contarle las herejías que había cocinado en aquella velada, me confesó estar sorprendido por el tropel de cuadros que insistían en caballos y jockeys.
Creo que decidimos la amistad entre ambos cuando le comenté que a aquella pared espoleada de óleos al galope la llamamos en la familia “la recta de enfrente”.
Fue él quien me habló de Dilio Long, un jockey que, en aquel momento, cargaba sobre sus curvadas piernas setenta y cuatro años y que no solo seguía en activo, sino que mantenía la costumbre de ganar en las reuniones del hipódromo Presidente Remón, en cuyas tribunas ya se referían a él como “La Leyenda”.
Y tuvo que ser la suerte la que, un par de semanas después, introdujo en una conversación un tanto lánguida noticias de una oferta para viajar a Panamá por cuatro perras en el mes de julio. Con pocos días de vacaciones por delante y nada decidido al respecto, la posibilidad de saltar un obstáculo de nueve mil kilómetros para conocer a un jockey atípico y testarudo (¿por qué, si no, iba a mantenerse sobre la silla a una edad en la que hasta las mecedoras duelen?) se asentó en mi cabeza y…
El resultado de aquel atrevimiento supuso mi primera colaboración para el Huff.
Si gustan, aquí pueden ver la entrevista con el viejo campeón:
No la había vuelto a leer hasta hoy, quizás para evitar la nostalgia de aquel viaje en que, como en las novelas baratas (casi todas) realicé varios descubrimientos:
Que hay lugares en los que se come peor que en Puerto Rico. Si no eres demasiado aprensivo, un honrado puesto callejero puede consolarte. Por respeto a tu estómago, huye de los restaurantes pretenciosos, yo visité alguno, que parecen pensados para huelgas de hambre.
En contraprestación, nunca faltará un arcoíris de frutas (aquí exóticas, allí cotidianas), ni un ron secreto y orgulloso con el que enjuagar la boca y el alma.
Descubrí también que todos los países son, a la larga, ficciones sostenidas con mayor o menor acierto. Panamá, me parece, no termina de creerse a sí misma, y ese es uno de sus mayores encantos; quienes la habitan se mueven entre la ironía y el negocio, entre el calor y la nocturnidad del mar.
Y que los sombreros que llamamos “panamá” provienen de Ecuador (ahora que lo pienso, tampoco la sangría nació en Shangri-la, ni el calimocho en Cali).
Y que se puede vivir de espaldas a un canal, aunque sea el más famoso del mundo.
Y que, recordando “El nadador”, aquel sublime relato de Cheever, uno puede volver a su casa de casino en casino.
Y que se puede despreciar a la suerte, aunque se sospeche que no hay escapatoria posible a sus caprichos.
Dilio Long lo hacía.
Montar era su obsesión. Para lograrlo, aceptó los trabajos más ingratos, renunció a cualquier prosperidad que no estuviera en la silla, se olvidó de retirarse.
Nunca pensó en su suerte, porque hacerlo le habría distraído en la recta.
Aquejado de alzhéimer, no olvidó el poste de meta y, después de aquel encuentro, volvió a ganar, contra el hándicap de los años y sus dígitos de plomo, y a pesar de que los estigmas de sus caídas le habían zurcido un cuerpo digno del monstruo de Frankenstein, con más lañas que los pucheros de mi infancia.
Jamás dejó de lado la rígida disciplina con la que procuraba sostener erguido su maltrecho torso, al que en más de una ocasión dieron por consumido los médicos.
No teniendo un caballo entre las piernas, todos sus desplazamientos los realizaba a pie, sin importarle la distancia. Quien no se confía a la suerte no tiene prisa. El tiempo, ni sobra ni falta; tan solo transcurre a la velocidad de los potros, con la cadencia de los riñones y el restallido de la fusta, que él apenas usaba. “Por suerte”, me dijo, ”los caballos no hablan. Imagínese que usted está haciendo algo lo mejor que sabe y le pegan”.
Tampoco buscaba ayuda para cargar sus bártulos. Hombre de vida humilde, hizo de la necesidad su mejor ejercicio. Un jockey precisa de brazos fibrosos y dinámicos, y de espaldas recias y resistentes. Ajeno a los gimnasios, que no podía pagar, Dilio entrenaba con largas caminatas del Hipódromo a casa, y de paso cargaba con las bolsas de la compra.
En una de ellas, a principios de este aciago año, un coche lo arroyó y acabó con su vida.
El buen Arias me lo comunicó, apenado e incrédulo.
Esa justicia que llamamos poética, y que nunca vemos realizada, exigiría que los arqueólogos descubrieran entre los jinetes de terracota, custodios del sueño de un emperador, una efigie de Dilio Long, a juego con sus ojos achinados, alzado sobre el estribo; una estatua que, como quiso Alberti, mostrara la rienda suelta y el galope largo.
Dilio Long tendrá, si hay justicia, vuelta la cabeza y sonreirá a las figuras que nunca, ni en ese presunto paraíso, lo alcanzarán.
Y pienso que, a despecho de su edad, Dilio Long ha muerto demasiado pronto.
En el delirio de la pista, aún tenía mucho culo que enseñar a los jockeys jóvenes, y muchas lecciones.
Sobre todo, que siempre se corre a solas con el caballo; lo que el jinete pueda saber del animal, lo que pueda sentir con él, será lo que decida la carrera.
Lo que ocurre cuando se está a pie carece de importancia.
Es tan solo vida.
Él tuvo la suerte de experimentar el tranco firme hasta el último momento.
Y no quiso más.